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El quiosco de bebidas de la plaza del Dos de Mayo era grande, nuevo y limpio y olía a desinfectante. Estaba amaneciendo y un camarero gordo limpiaba los vasos y los iba colocando en una estantería situada en el fondo.

Flores metió otra moneda de cinco duros en la rendija de la máquina tragaperras y aguardó a que surgieran las figuritas en la pequeña pantalla. A su lado tenía una taza de café con leche y un plato con churros que se estaban enfriando. Al otro lado del mostrador, el inspector Lorenzo Gomis, Loren, dormitaba con la cabeza apoyada en los brazos. Era un poco más bajo que su jefe y nunca tenía necesidad de disfrazarse para hacer un servicio. Vestía como cualquiera de esos tipos de gestos indolentes que suelen vivir de noche. Incluso se había perforado el lóbulo izquierdo, para escándalo de los policías más veteranos, y se había colocado un diminuto pendiente.

Flores y Loren habían llegado al quiosco a las seis de la madrugada, cada uno por su lado, y habían pedido desayunos. Junto a ellos, bullían los noctivagos que terminaban la noche y los primeros obreros que partían al trabajo. Hacía frío en el quiosco, un frío húmedo que traspasaba las ropas y calaba hasta los huesos, y nadie decía nada, excepto las mínimas palabras para pedir las consumiciones.

Flores elegía siempre a Loren para ese tipo de servicios. Aparte de ser joven y vestirse de cualquier manera, era soltero y animoso y siempre protestaba por la tediosa rutina de la brigada. Loren era fuerte y ágil como una ballesta y estaba considerado por sus compañeros como un sujeto capaz de las reacciones más insospechadas. Los más crueles decían simplemente que estaba loco. Ahora parecía un borracho cualquiera, sucio y sin afeitar, con esa sensación de tristeza y hastío que producen algunas madrugadas. Flores tenía un aspecto parecido: el de un tipo que ha terminado la noche sin encontrar lo que estuviese buscando. Los ojos le picaban, tenía escalofríos y la garganta seca de tanto fumar. Volvió a meter otra moneda de cinco duros en la máquina y paseó la mirada por el quiosco.

Sentados en taburetes, el Primi y el Alí jugaban con un oso de peluche encontrado en un cubo de basura. Le apretaban la barriga y la espalda y el oso hablaba. Surgía una vocecilla de su interior y los dos sujetos se reían a carcajadas. Estaban bebiendo botellines de cerveza con esa expresión en los ojos entre alelada y astuta que poseen los yonquis cuando se acaban de picar.

Flores había consultado sus fichas en la brigada. El Primi se llamaba en realidad Eufrasio Sánchez Botero, tenía veintiocho años y cuatro condenas por sirias, allanamiento de morada con escalo, robo en farmacias y tráfico de estupefacientes. El Alí era Alí Mimun Ben Hassan, natural de Nador, Marruecos, y con antecedentes como descuidero, topista, sirlero y traficante. Tenía veinticinco años y se sabía que era muy bueno manejando la navaja.

En realidad, eran dos pequeños camellos sin importancia, semejantes a los miles que pululaban por Madrid. La droga la recibían de otro revendedor más importante, que a su vez la tomaba de un díler que estaba en contacto con los grandes traficantes. Los camellos, también llamados hormigas, cortaban la droga recibida con lactosa y metadona machacada y pulverizada. Hacían papelinas de un octavo de gramo que vendían luego a unos precios que oscilaban entre mil y dos mil pesetas, según calidad o situación del mercado.

Si no hubiese sido por la fortuita captura de Ricardo Prada, el Primi y el Alí seguirían haciendo su monótona vida de pequeños vendedores y no serían perseguidos por el Grupo Especial de la Brigada Central, al mando del inspector jefe Manuel Flores. En realidad, muchos de los casos resueltos por la policía se deben a casualidades, a pequeños hilitos que después de ser estirados dan lugar a grandes ovillos. Aquélla era la razón por la que el Grupo Especial de la brigada estaba siguiéndolos.

Flores estaba convencido de que con Prada se podía sacar algo. La noche en que lo detuvieron, varios policías del Grupo Especial estaban en el aeropuerto de Barajas aguardando la llegada de un hombre acusado de pertenecer a una red de fuga de capitales. No había nada contra Prada, pero al llegar a la aduana se puso nervioso y Flores ordenó que su equipaje fuera registrado. En su elegante bolsa de aseo se encontraron diez gramos de coca purísima, nieve de una calidad infrecuente en nuestro país. Prada no era un cualquiera. Había sido embajador, pertenecía al cuerpo diplomático y ahora, en excedencia, se dedicaba a los negocios. Prada declaró que aquella droga era para su uso particular, de ninguna manera para revenderla, y no hubo manera de que dijera cómo la había conseguido.

A las setenta y dos horas de haber entrado en los calabozos de la brigada, Prada salió en libertad. El juez decidió que aquellos diez gramos de coca pura eran para su uso personal y no para ser vendidos, de manera que fue puesto en libertad sin cargos. Cuatro horas antes, Prieto, el jefe de la Sección de Estupefacientes, le había mostrado a Flores una fotografía borrosa realizada con un potente teleobjetivo. En la foto, Prada, desde su coche, hablaba con el Primi y el Alí. ¿Les estaba vendiendo la droga o por el contrario eran ellos los que se la vendían? Y ésa era la razón de que ahora estuviesen tras los dos camellos.

El Primi y el Alí habían sido localizados y seguidos. Supieron que solían recalar en ese quiosco de la plaza del Dos de Mayo al acabar la noche. Flores y Loren ya estaban allí cuando los dos jóvenes entraron con el oso viejo y empezaron a tocarlo para que emitiera aquellas cascadas vocecillas infantiles.

—¡Es que alucinas, tío! —estaba diciendo el Primi—. ¡Apriétale la espalda!

El Alí le presionó en la espalda. «Me haces cosquillas», dijo el oso.

—¡Te has fijao…! ¡Es que es la hostia, macho! ¡Dale otra vez!

El Alí le dio en el costado. «Soy tu amiguito».

—¿Has oído? ¡Me cago en la leche, es que alucinas, qué jodio el oso!

El Alí le apretó el pecho y volvió a surgir la vocecita. Flores miró el reloj. Carmela ya debería estar allí. Aquellos sujetos podrían tirar el oso en cualquier momento y marcharse. Y eso significaba tiempo perdido y energía malgastada.

A través de la cristalera del quiosco vio a Lucas, que leía el periódico mientras paseaba a un perro. Lucas era el subjefe del Grupo Especial, un hombre silencioso y tímido, licenciado en Derecho, que despertaba en las mujeres maduras un irrefrenable instinto maternal. Flores conocía muchas de sus cualidades, y él le correspondía profesándole una mezcla de amistad y admiración a partes iguales. A aquellas horas de la mañana, Lucas parecía un vecino cualquiera que paseaba a su perro, incapaz de meterse en nada que no fuera lo suyo.

Poco después, Flores escuchó el ronroneo de la moto de Carmela y la vio avanzar por la plaza del Dos de Mayo al ralentí. Llevaba una minifalda de cuero negro, una cazadora vieja, gafas negras y el rostro con maquillaje corrido. Si no la conociese como Carmela Muñoz Esteban, el miembro más joven de su grupo en la brigada, pensaría que se trataba de una prostituta elegante a la que le habían fallado sus camellos y que en aquel momento buscaba material desesperadamente, antes de que los rayos del sol la hicieran temblar con los escalofríos del mono.

Flores suspiró de alivio. Ya no le quedaban más monedas de cinco duros.

Carmela aparcó la moto en la entrada del quiosco, entró contoneándose y recorrió el local con la mirada, como si dudara de dónde situarse. Los dos camellos dejaron de jugar con el oso. El Primi le hizo una seña y se apartó para dejarle sitio.

—Oye —le dijo—. Vente para acá.

Carmela se situó entre los dos.

—¿Tenéis pintura? —preguntó en voz baja.

—Para blanquear todas las paredes que quieras.

—¿Medio gramo?

—Lo que quieras.

Carmela suspiró y les sonrió:

—Menos mal —dijo.

—Éste es el Primi —señaló el marroquí—. Yo me llamo Alí. Puedes preguntar, somos serios. Cumplimos lo que decimos.

—Muy bien, tíos —contestó Carmela—. Dadme medio.

Carmela bajó la mano. Hizo un gesto con los dedos. Los dos camellos la miraron como si todo aquello fuera muy gracioso.

—Bueno, ¿qué?… ¿Os estrenáis? No me voy a tirar aquí toda la mañana, tíos.

El camarero miró a Carmela de arriba abajo.

—¿Qué le pongo?

—Un chupito de anís.

Carmela se volvió al Primi y al Alí, que la miraban, sonriendo.

—¿Lo tenéis o no lo tenéis?

—No tengas tanta prisa, hermosa —le contestó el Primi—. Bébete la copita y alterna un poco con los amigos.

Carmela se bebió la copa de un golpe, dejó sobre el mostrador una moneda de cien pesetas y empezó a marcharse.

—Hasta otro día, majos.

El Primi la cogió del brazo.

—Espera.

—¿Lo tenéis o no?

—Aquí no.

—Atiéndeme un momento, tío. No eres el único que tienes perico. Si me lo vendes, cojonudo; si no, puerta y santas pascuas.

—No te pongas así, mujer —dijo el Alí—. Tenemos un perico que es gloria bendita. —Bajó la voz y acercó la cabeza—. Y no veas el caballo, iraní, del bueno. Lo nunca visto.

—¿No os estaréis cachondeando de mí?

El Primi le puso la mano en el muslo.

—Te vamos a hacer un precio especial.

—Si quieres, lo pruebas… gratis —dijo el Alí.

—¿Sí?

El Primi subió la mano hasta que la tuvo debajo de la minifalda. Carmela no se movió.

—Pero la tenemos en casa. Vente y te la damos.

Carmela miró el oso que sujetaba el Alí.

—Traeros también al oso. Haremos una fiestecita.

Carmela supo que aquella casa vacía, con las paredes desconchadas llenas de dibujos obscenos y con restos de haber encendido fuego en el suelo, era una vivienda sin dueño. No tuvo más remedio que reconocer que el Primi y el Alí eran mucho más listos de lo que había supuesto. Esa casa no era su domicilio, cualquiera entraba en ella y cualquiera podía haber dejado allí la droga. Al peor abogado del mundo no le costaría demasiado trabajo convencer al juez más predispuesto.

El Primi le pasó la mano por un pecho.

—¡Eh! —exclamó ella—. No vayas tan deprisa. ¿Dónde está el perico? Me dijisteis que teníais perico y caballo. ¿Dónde está que no lo veo?

El Alí se colocó detrás de ella, la agarró por la cintura y empezó a restregarse.

—¡Qué buena estás, tía, qué buena!

El Primi intentó besarla. Tenía el aliento podrido, ácido.

—Oye, yo tengo que conseguir perico, esperad un momento. —Intentó deshacerse del Primi y separarse del Alí, que ya empezaba a jadear—. Sois unos cabrones. Enseñadme el perico.

El Primi se separó unos pasos y se puso las manos en la bragueta.

—Verás lo que te voy a enseñar yo a ti.

Con el canto de la mano derecha, Carmela le dio un golpe seco en la carótida. El Primi movió la cabeza como sacudido por convulsiones y se derrumbó. Con el codo izquierdo golpeó al Alí al tiempo que giraba el cuerpo y le conectaba una patada en la nariz. El Alí sintió cómo le crujían los cartílagos. Al Alí lo llamarían desde aquel momento «el Chato».

—¡Soy policía, imbéciles, quedáis detenidos! —gritó Carmela—. ¡Poneos en pie!

El Primi se enderezó. Sus ojos brillaban. Carmela sintió, de pronto, la falta de su pistola. De algún sitio, el Primi había sacado una pequeña pistola del calibre 7.65. La dirigió a izquierda y derecha, apuntando a Carmela. No podía hablar y parecía congestionado y a punto de estallar.

Ensayó una sonrisa torcida y caminó unos pasos en dirección a ella.

«¿Dónde está Flores? —pensó Carmela—, ¿dónde se habrá metido?».

Intentó mostrarse tranquila.

—Oye, Primi, soy de la Brigada Central. ¿Te enteras? De la Brigada Central. De modo que sé buen chico y guarda eso.

—Voy a reventarte, puta. Vas a arrepentirte de haber intentado engañarme. De mí no se ríe nadie.

El ruido de la puerta al romperse fue semejante a cuando se desgarra la tela de un vestido, pero mucho mayor. Flores entró dirigiendo la pistola a todos los sitios y con aquella expresión en la cara, tensa y concentrada, que Carmela conocía tan bien. El Primi se volvió con rapidez.

—¡Brigada Central!… ¡No te muevas! —gritó Flores.

Loren pasó detrás y de dos saltos inmovilizó al Alí, que aún no había salido de su asombro. El Primi retrocedió hasta la pared. Flores le agarró la muñeca armada con la pistola, le giró el brazo y lo empujó contra la pared. El rostro del Primi quedó aplastado contra los desconchones y la sucia pintura. La pistola cayó al suelo.

—¿Estás bien? —le preguntó Flores a Carmela.

—Sí —contestó ella.

Loren había esposado al Alí y le estaba leyendo sus derechos.

—Tienes derecho, hermosura, a permanecer en silencio y a un abogado y a etcétera, etcétera… ¿Lo has entendido, chatito?

—¡Yo no he hecho nada, lo juro! ¿De qué se me acusa?

—¡Calla! —gritó Loren—. ¡Yo tengo derecho también a que no me des la tabarra!

El Primi seguía gritando y sollozando.

—¡Por vuestras madres, no me hagáis nada!

Flores le agarró una oreja y se la retorció.

—¿Dónde tienes la heroína?

Primi se volvió.

—¿Heroína?… ¿Has oído, Alí?

El Alí soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes tú, imbécil? —Loren se estaba enfadando.

—¡Heroína…! —El Primi empezó a reírse a carcajadas—. ¡Heroína…! ¡No encontraréis ni un gramo en esta casa!

Carmela llevó a Flores unos metros aparte, mientras el Primi y el Alí seguían retorciéndose de risa.

—Pero ¿de qué os reís, hijos de puta? —les gritó Loren.

Se escucharon los ladridos de un perro y Lucas entró arrastrado por Paco, el mejor buscador de droga de la sección de estupefacientes. Era el mismo perro al que Lucas paseaba en las inmediaciones del quiosco. Paco ladró con fuerza.

—¡Busca! —le gritó Lucas—. ¡Busca, Paco, busca!

El perro se abalanzó sobre la carcasa de un televisor destrozado, apoyando sus patas delanteras en él. Flores metió la mano y sacó tres bolsas de papel plateado, envueltas en plástico transparente, del tamaño de paquetes de cigarrillos.

—¿Y esto qué es, cabrón? —le preguntó al Primi, que había puesto los ojos como platos—. ¿Qué es esto?

Lo golpeó con las bolsas en la cara.

—¡Eso no es nuestro! —gritó el Primi.

—¡Nosotros no vivimos aquí! —chilló el Alí—. ¡Eso no es de nosotros!