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Aquella noche, cuando empezó esta historia, el inspector jefe Manuel Flores, llamado «el gitano», salió del cuarto de baño de su casa y entró despacio en el dormitorio para no despertar a su mujer, que dormía con el cabello castaño claro, casi rubio, desparramado por la almohada. Su rostro plácido y sereno en medio del sueño parecía tan hermoso que Flores estuvo tentado de besarlo. Lo malo era que se despertaría, y a las cuatro y media de la madrugada uno no puede despertar a su mujer.

Era alto y fibroso y estaba desnudo, recién duchado. Su cabello negro tenía reflejos azulados como el plumaje de algunos pájaros. Se vistió deprisa, con movimientos calculados, sin hacer ruido. Abrió un cajón de la cómoda que siempre permanecía cerrado con llave, y sacó su arma de reglamento, una automática muy usada, PK/38, metida en una funda de cuero manchada de sudor. Se la colocó bajo la axila, luego se acomodó la cazadora de cuero negra, gastada y sucia. Parecía un macarra o un ladronzuelo de poca monta. De hecho, lo había sido mucho tiempo atrás, en otra época ya casi olvidada. Echó una última mirada a su mujer y abandonó la habitación con el mismo sigilo.

Caminó por el pasillo y abrió la puerta del dormitorio de sus hijas. Dio unos pasos en dirección a las dos camas gemelas y se detuvo antes de llegar a ellas. Cristina, la pequeña, dormía con las ropas revueltas, como si hubiera estado luchando contra alguien. En cambio, Pili, la mayorcita, parecía no haberse movido en toda la noche. La colcha estaba tersa y sin arrugas.

Flores sintió un roce detrás y se volvió con rapidez. Su mujer apareció en el quicio de la puerta restregándose los ojos.

—Vaya, te he despertado —dijo Flores.

Ella bostezó y negó con la cabeza.

—Me he despertado yo sola. ¿Adónde vas a estas horas?

—Tenemos un servicio. Te lo dije anoche, pero tú nunca me escuchas.

Se colocó en los labios un cigarrillo que encendería más tarde, al bajar en el ascensor. Le acarició la mejilla y bajó la voz:

—Es un servicio sin importancia en Malasaña. Vamos detrás de dos camellos.

Ella contestó:

—Sólo la mujer de un poli tiene que tragarse sin rechistar lo que le diga su marido. ¿Es que no hay más policías en tu grupo? ¿Tienes que ir tú?

Flores sonrió y movió la cabeza. Su mujer añadió:

—¿Va también esa chica nueva?

—¿Chica nueva? Vamos, Julia, no es una chica nueva. Es una policía. Y claro que viene. ¿En qué estás pensando?

—En nada, no pienso en nada. ¿Cuándo volverás?

—Vendré a cenar.

—¿Te preparo café?

—No, lo tomaré en la calle.

—Te lo hago en un momento. No me cuesta trabajo.

—Oye, ¿qué has querido decir con eso de si viene o no esa chica nueva?

—Nada, pero desde que ha entrado esa chica en la brigada no paras de tener servicios nocturnos.

—No estás bien de la cabeza.

—Bueno. —Se encogió de hombros y bostezó—. Me vuelvo a la cama. Y ten cuidado.

La casa era grande, sombría, construida en piedra y estaba situada en lo alto de una colina sobre el mar en la cornisa cantábrica. Los días de tormenta las olas alcanzaban las tapias del jardín y mojaban las copas de los árboles que la rodeaban.

Algunos habían visto a un hombre viejo y estirado, silencioso y solitario, que acudía a la casa de vez en cuando al volante de un coche corriente. Intuyeron que venía desde Madrid y que era alguien importante y con dinero, aunque no tenían ninguna prueba para demostrarlo. Aquel hombre vivía solo, no tenía servidumbre y nunca salía de la casa.

Sin embargo, aquella noche la casa tenía un visitante, lo que suponía algo infrecuente y no sólo por lo intempestivo de la hora. En el portón de la entrada habían aparcado un lujoso y potente automóvil.

Era noche cerrada y no había ninguna luz por los alrededores, excepto la que se filtraba por las rendijas de un gran ventanal de la parte posterior de la casa. El incesante y monótono rumor del mar era lo único que se escuchaba. La llamaban la «Casa del Mar».

La biblioteca de aquella casa era semicircular, grande y estaba flanqueada de ventanales, cubiertos por grandes cortinas, y tapizada enteramente de libros, perfectamente alineados en estanterías. Había cuadros valiosos, panoplias con armas antiguas y modernas, esculturas y vitrinas con objetos de varias épocas y lugares. Una pesada alfombra amortiguaba las voces y los ruidos del exterior. El sonido del mar golpeando las tapias llegaba como algo lejano.

Había dos hombres en la biblioteca: el dueño de la casa y el visitante. El visitante se llamaba Luis Sousa y estaba sentado en un cómodo sillón, detrás de una gran mesa de despacho, de espaldas a los libros. El dueño de la casa descansaba retrepado en el sillón de enfrente. Sobre la mesa había varios teléfonos, uno de ellos sin dial, papeles, carpetas, y material de escritorio que parecía proveniente de una escribanía del siglo XVII. Había también un atril con un grueso libro abierto.

—Yo lo arreglaré todo, se lo juro —estaba diciendo Sousa—. Prada ha salido libre esta mañana sin pruebas. La policía no ha podido demostrarle nada. —Hizo una pausa, se miró la punta de los zapatos y prosiguió—: Yo he tenido la culpa. No debí haberle hecho caso a Prada, es un estúpido, pero no habrá ningún problema. Eso se lo garantizo. Ya no volverá a ocurrir.

Sousa carraspeó débilmente. Era un hombre alto y fuerte, de mandíbula cuadrada y ojos glaucos, acostumbrado a mandar y a que lo respetasen. Había hecho demasiadas cosas en demasiados países, sin haber perdido por ello su aspecto de caballero. Tenía unas manos fuertes y nudosas capaces de romper un vaso de cristal grueso, y, sin embargo, se las retorcía como un colegial travieso ante el severo director de su escuela.

El hombre que tenía enfrente permanecía con el rostro oculto por las sombras del respaldo del sillón. Sólo se le veía el antebrazo izquierdo, que terminaba en una mano larga y huesuda. En la muñeca tenía un costoso reloj Rolex de oro macizo. Tamborileaba con los dedos sobre el respaldo del sillón.

—Deme otra oportunidad. Se lo pido por favor. Un caso como el de Prada no volverá a ocurrir. —Sonrió mostrando unos dientes grandes, de lobo—. Todo volverá a ser como antes. Quiero seguir con usted.

El general tomó con cuidado para no mancharse un pequeño canapé de la bandeja que le ofrecía una criada muy joven y se dirigió a su interlocutor:

—Dígame, usted es abogado y debe de saberlo. ¿No cree que se trata de una operación política? Me explicaré: algo así como un intento de desprestigiar a Prada y a todos los que como él han dimitido en el ministerio por la llegada del socialismo. Yo lo veo bastante claro, Brea.

Brea puso en su rostro una expresión atenta y condescendiente. Era gordito, bien peinado, con una luz vigilante y astuta en los ojos. Se consideraba un genio de la abogacía y quizá lo fuera. Su sastre personal le cortaba los trajes de tal manera que no se le notase demasiado la inflación de la barriga. Pero su sastre no podía hacer milagros.

—Puede ser —contestó Brea—. No descarto esa posibilidad. Pero ha sido una acusación muy burda, muy mal hecha desde el punto de vista jurídico.

—Como todo lo que hacen ellos —apostilló el general.

—De todas formas, les ha fallado.

—Gracias a usted, Brea. Estuvo magnífico.

—Gracias, general.

—¿Otro canapé? —preguntó la criada uniformada.

—¡Oh, no, gracias! —manifestó Brea—. Estoy cuidando la línea.

La criada sonrió de forma mecánica y se marchó hacia un grupo de mujeres que charlaba animadamente. La música sonaba tenue y apenas cubría el suave siseo de las conversaciones. Una de las mujeres del corro tomó un pequeño canapé de caviar, las demás declinaron la oferta. La criada continuó entre los grupos que se repartían en el salón, unos de pie y otros sentados en los sofás y en los sillones. Casi nadie probaba los canapés. Si acaso uno o dos, y ya era suficiente. Preferían beber y hablar sin levantar la voz.

Ricardo Prada hablaba por teléfono en un saloncito adyacente. Era un hombre de estatura mediana que salía muy bien en las fotografías. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, de forma que se notase que tenía las sienes plateadas para que contrastara con el moreno lámpara de su piel. Había sido embajador y se le notaba.

—… es la última entrevista que concedo, señorita, voy a marcharme de vacaciones… Sí, estoy muy afectado, naturalmente… Yo no soy un traficante de droga… Además, he sido golpeado e insultado en las dependencias policiales. Escriba: golpeado e insultado en las dependencias de la Brigada Central. He puesto una denuncia, por supuesto. El asunto está ahora en manos de mis abogados… No tengo más que decir.

Ricardo Prada colgó. A su lado, sonriendo con un vaso en la mano, Sousa le puso el brazo en el hombro.

—¿Qué tal? ¿Estás más animado, hombre? Tienes que levantar el ánimo. No ha pasado nada.

—Te he estado buscando, ¿dónde estabas? —le contestó Prada, y Sousa se encogió de hombros—. Te he estado llamando todo el día a El Burbujas.

—No tienes que llamarme al club. Eso fue en lo que quedamos, ¿no? —La sonrisa de Sousa era una mueca fría—. Te dije que yo me pondría en contacto contigo. Ahora, lo que tienes que hacer es marcharte de vacaciones, unas largas vacaciones, lejos de aquí.

Sousa lo empujó suavemente hacia el salón, donde estaban los otros invitados. Brea, sonriente, se acercó a ellos.

—A ver si te hace caso a ti, Sousa, porque ni siquiera obedece a su propio abogado.

—No digas tonterías, Brea —contestó Prada—. Y no volváis a decirme que me tengo que marchar de vacaciones. Eso ya lo sé.

—Pues parece que no. —Brea miró a Sousa, como si le pidiese ayuda—. Dices que sí, que te vas a ir de vacaciones, pero no lo haces.

—Tampoco tengo por qué irme tan deprisa, van a creer que estoy huyendo.

—Deja que crean lo que quieran —manifestó Sousa.

—¿Lo ves? —señaló Brea—. ¿Lo estás viendo? No hace caso ni a su abogado. ¿Por qué no lo convences, Sousa?

—¿Por qué no me dejáis en paz? ¿Por qué no os tomáis una copa y me dejáis tranquilo un rato? Acabo de salir de la cárcel, no me atosiguéis más. Voy a marcharme de vacaciones enseguida, ya lo he dicho mil veces.

—La policía no es tonta, Ricardo —dijo Sousa—. Ahora has tenido mucha suerte, pero no conviene tentarla. Y no estoy exagerando. Escúchame bien lo que te voy a decir: van a andar detrás de ti, no te van a dejar a sol ni a sombra, esperando que cometas un error, y cuando te tengan otra vez pillado, no te soltarán tan fácilmente.

—Exactamente lo que yo le he dicho —remachó Brea.

La esposa de Prada, una mujer rubia cargada de joyas, gritó desde el otro lado del salón:

—¡Van a poner las noticias, querido! ¡Ven a verlas!

Prada le sonrió a su abogado, le hizo un gesto con las manos a Sousa y caminó hacia la mesita baja donde estaba puesto el televisor.

—Estúpido —musitó Sousa—. Para él todo es una broma. Una experiencia excitante con la policía para luego contársela a los amigos.

—Voy a ver la tele —dijo Brea y le palmeó el brazo a Sousa, que se quedó inmóvil, con el vaso en la mano.

La locutora hablaba, mirando muy fijamente, sin mover los ojos.

—… y a continuación, pasamos a las noticias nacionales… Este mediodía ha sido puesto en libertad sin cargos el diplomático Ricardo Prada Palacín, acusado de tráfico de estupefacientes…

Prada prestó atención. Ahora saldría él, sereno, dominante, dueño de sí mismo. Un hombre de los pies a la cabeza, un señor.

Y lo verían más de dos millones de telespectadores, que se darían cuenta, al fin, de quién era él. ¿Quién se acordaría de esos policías muertos de hambre, de esos pelagatos que lo habían detenido?

El comisario Poveda era un hombre menudo y bien formado que con un esmoquin hubiera parecido un galán del cine mudo. Tenía los ojos vivos y brillantes, pero treinta años de servicio en la policía se habían detenido en la comisura de su boca. Mandaba en la Brigada Central, compuesta por más de treinta inspectores de élite organizados en cinco grupos, a los que había que añadir un número igual de administrativos, ordenanzas y personal auxiliar. Poveda había cumplido ya cincuenta y cinco años y se había ganado el ascenso a pulso, escalón a escalón, desde las comisarías más apartadas hasta las Brigadas de Investigación Criminal, y no había olvidado nada. Cualquiera de sus hombres, y eran policías curtidos y veteranos, hubiese preferido que una sierra mecánica le amputara un brazo antes que enfrentarse a él. Y la razón era que al comisario Poveda se lo respetaba como policía. Podían decir cualquier cosa de él, pero no que no supiese su oficio.

En aquel momento estaba en la cocina de su casa en pijama, viendo la televisión. El comisario dejó inmóvil la cuchara a mitad de camino entre el plato y la boca. Aquel sujeto bien trajeado que debía de apestar a colonia era Brea, el abogado; y a su lado, Prada. Y una nube de periodistas los estaban asediando a la salida de los juzgados de plaza de Castilla.

—… la policía me ha golpeado salvajemente… Yo no soy un traficante… Más le valdría a la policía dedicarse a los delincuentes que infestan nuestras calles… —estaba diciendo Ricardo Prada ante los micrófonos.

Ahora Brea, aquel abogado desagradable y chillón, apartó a su cliente y se colocó frente a la cámara. Poveda soltó la cuchara, que cayó en el plato, salpicando de sopa el mantel y su pijama.

—Hemos puesto una denuncia por malos tratos en el juzgado de guardia… Mi cliente y yo no tenemos nada más que decir…

Poveda se puso en pie como impulsado por una catapulta.

—¡Hijo de puta! —exclamó.

La puerta de la cocina se abrió y Encarna, su mujer, asomó un rostro blanco, rodeado por los rulos de la permanente.

—¡Poveda!

—¡Malos tratos en mi brigada! Pero ¿qué coño está diciendo ese cretino?

—Poveda…

—¿Qué ocurre?

—El teléfono…

—¡No estoy!

—Es el director general, Poveda…, ha dicho que es muy urgente. Y no digas palabrotas, que te van a escuchar los niños.

Poveda sintió un extraño cosquilleo en el estómago. El director general no lo llamaba nunca a su casa.

—¿Estás segura?

Su mujer asintió con los ojos muy abiertos.

En su despacho había un tendedero portátil lleno de ropa secándose. Julián, un muchacho de diecinueve años que hacía la mili en Aviación, estudiaba en camiseta sentado a la mesa, que era enorme y de caoba, recuerdo de un antepasado de la familia. A su lado, hacía lo mismo su hermana Chonín. El muchacho estudiaba segundo de Derecho y era delgado y con el cuerpo de un jugador de fútbol. Chonín tenía la costumbre de acomodarse las gafas sobre la punta de la nariz. Las gafas eran redondas y no iban bien con su rostro regordete. Tenía diecisiete años y aquel año tendría que aprobar el COU a la fuerza; si no, su padre la dejaría sin veranear.

Poveda entró al despacho. Sobre la mesa estaba descolgado el teléfono.

—¿No os he dicho que estudiéis en la cocina?

—Pues quita la televisión —contestó su hija.

Poveda cogió el teléfono. Su expresión cambió.

—Comisario Poveda, ¿dígame?… Buenas noches, director… Sin novedad, sí, todos muy bien. —Observó a sus hijos—. Sí, estudiando, sí, claro. La vida está muy achuchada. —Emitió una corta risa—. Pues, sí, he visto la tele, sí… Hace un rato. Bueno el asunto Prada no era exactamente para el Grupo Especial, pero creíamos que detrás de Prada podría haber una red internacional de… Por supuesto que son suposiciones, director, por supuesto. —Endureció la voz—. Sabíamos que había sido embajador… Sí…, sí… Yo sé todo lo que pasa en mi brigada… Por supuesto… Sí, el Grupo Especial, el del gitano, exactamente… Haremos un comunicado mañana, a las nueve… Buenas noches. —Poveda colgó, dio media vuelta y exclamó—: ¡Cabrón de gitano!