La ciudad parece no tener horizontes. Hasta donde alcanza la vista, los edificios se recortan contra el cielo negro en un bosque interminable de masas oscuras salpicadas de luces y puntitos dorados, entre líneas discontinuas que trazan caminos bajo la maraña de edificios comerciales de hormigón y acero, marcados por anuncios luminosos que estallan en la noche.
No se distinguen los barrios altos de los bajos, las ropas tendidas en las sórdidas ventanas, los pisos minúsculos y fríos, ni los tugurios con olor a sudor y a miedo de los lujosos despachos. Tampoco las chabolas, ni el barro. Sólo se ven las luces.
Detrás de esas luces, debajo de los anuncios luminosos y las ráfagas de luz, se encuentra la basura. Hay basura en todas partes: en los grandes apartamentos, en los barrios residenciales, en los exclusivos clubs privados y en las elegantes calles donde se despliegan las oficinas enmoquetadas.
Y nadie podrá, jamás, quitar tanta basura.