coolCap9

EMPEZABA a amanecer, cuando estacionamos nuestros coches en la desierta calle, frente al edificio donde Barney Quinn tenía sus oficinas.

Quinn nos estaba esperando.

Era un tipo de constitución robusta, y con bastante experiencia. Él y yo asistimos juntos a la escuela de jurisprudencia.

Le explicamos todo el asunto, dándole pelos y señales. Como era natural, estaba familiarizado —a grandes rasgos— con el asesinato de Karl Carver Endicott. En su día, constituyó un crimen misterioso, y los periódicos locales le habían sacado el jugo a toda la historia.

—¿No trataron de retenerla? —le preguntó a Mrs. Endicott.

Ésta negó con la cabeza.

—Ya volverán por usted, como testigo de cargo —le dijo—. El fiscal será muy amable y afectuoso. Le explicará que es indudable que la engañaron, y que si una declaración completa y veraz, no habrá problemas; pero que, de todas formas, tendrá que llamarla declarar como testigo, etc.

—¿Y qué tengo que hacer? —preguntó ella, apretando los labios con gesto de airada determinación.

—Decirle que se vaya al diablo —contestó Quinn—. Claro que no con tales palabras; pero sí con otras del mismo significado general, sólo que más propicias para la defensa. Dígale que lo que pasa es que él no conoce a John Dittmar Ansel, que existe una horrible equivocación, que Ansel no mataría ni a una mosca, que a usted nunca le satisfizo el trabajo de investigación realizado alrededor del caso, que el asesino de su esposo está en estos momentos leyendo tranquilamente los periódicos, y riéndose al contemplar los esfuerzos de la policía para acumular pruebas contra un hombre inocente. ¡Sea dramática! ¡Hable mucho! ¡Deje que las palabras broten de sus labios con apasionamiento! ¡Represente su parte! Después, acójase al refugio de las lágrimas, y niéguese al decir nada más. Agregue que ya dijo todo lo que había que decir, y que eso es cuanto tiene que manifestar. Cuando le pregunten si se niega a ayudar y a cooperar en el juicio, indígnese y dígales: «¡Claro que no!»; que usted les prestará toda la cooperación que soliciten, y hará cuantas declaraciones sean necesarias; pero que desde ese momento en adelante, sus declaraciones sólo se harán en las oficinas de Bernard Quinn, el abogado de John D. Ansel. ¿Cree que podrá hacerlo?

—Naturalmente que podré.

—¿Y lo hará?

—Puede usted contar conmigo.

—¡Magnífico! —dijo Quinn—. Ahora voy a tratar de ver a Ansel. ¿Sabe usted si él renunció al derecho de extradición, Mrs. Endicott?

—No sé una palabra de lo ocurrido. Le arrestaron. Traté de hablar con él, y no me lo permitieron. Fue en la capilla matrimonial. Le sacaron de allí a toda prisa y le metieron en un coche que partió a toda velocidad, como si acudiera a un incendio. Es evidente que tenían agentes situados tanto en Las Vegas como en Yuma. En el momento en que sacamos el permiso para casarnos, quedamos condenados a la matanza.

Quinn agregó:

—Si no le hicieron renunciar a la extradición, lucharemos contra ella. Lucharemos por todo y en todo momento. Si renunció al derecho de extradición, me entrevistaré con él, tan pronto lo metan en la cárcel del condado.

Quinn se volvió a mí y me dijo:

—Lam, usted me sirvió de una ayuda inestimable, en un par de casos en los que intervine, y queremos su cooperación en éste.

—Y la va a tener —aseguró Berta Cool.

Quinn, dirigiéndose a Mrs. Endicott, le dijo:

—Es esencial que tenga la ayuda debida para obtener la información correcta. Quisiera que realice los arreglos necesarios con estos detectives, para…

—Ya están hechos —le interrumpió Berta con firmeza—. No necesita preocuparse de eso, Mr. Quinn. Puede contar con nuestra cooperación y ayuda.

Quinn se quedó pensativo, contempló los ojillos pálidos y calculadores de Berta Cool, apretó los labios, jugueteó con un lápiz y, por último, le dijo a Mrs. Endicott:

—Voy a pedirle un anticipo.

—¿De cuánto? —preguntó ella.

—Éste no va a ser un caso barato.

—Ni yo le he pedido que lo sea.

—Veinte mil dólares —dijo Quinn.

Mrs. Endicott abrió su bolso, y extrajo un talonario de cheques, al tiempo que decía:

—El culpable de todo es Cooper Hale.

Quinn alzó su mano:

—No mencione nombre alguno. Todo lo que usted sabe es que John Ansel es inocente. El resto me lo deja mí.

—Muy bien —contestó ella.

Quinn me miró.

—Y dependerá de ustedes para conseguir la información necesaria —declaró.

Siempre que un cliente extendía un cheque, Berta consideraba el momento como sagrado. El más pequeño ruido, arriesgar un comentario podría causar una interrupción. Por eso, Bertha estaba sentada allí, muy silenciosa, conteniendo la respiración, mientras la pluma de Mrs. Endicott se deslizaba sobre el trozo de papel rectangular. Cuando el cheque estuvo firmado, Bertha exhaló el aire que había estado aguantando durante el acto. Observó cuando pasó de la mano de Mrs. Endicott a la de Barney Quinn. Entonces respiró profundamente.

—¿Cuándo comemos? —preguntó.