coolCap8

ME desperté alrededor de la una y media, y me costó trabajo volverme a dormir. Una serie de acontecimientos me rondaban por la imaginación, tratando de formar una imagen nítida.

Tres o cuatro veces me quedé medio dormido, sólo para despertarme sobresaltado, cuando todas las ideas comenzaban a perseguirse las unas a las otras, como cachorrillos que jugaran. Finalmente, a eso de las dos y media, caí en un sueño intranquilo, interrumpido por pesadillas, y destrozado finalmente por el campanilleo del timbre del teléfono.

Cogí el auricular a tientas.

Bertha Cool estaba al otro extremo de la línea. En seguida me di cuenta, por el tono de su voz de que estábamos de lleno en un buen negocio.

—Donald —me dijo con su voz más arrulladora, pero modulando las palabras como si cada una de ellas fuera un dólar que entrara en la caja registradora—. A Bertha no le gusta molestarte a medianoche, pero ¿podrías vestirte y venir en seguida a la oficina?

—¿Qué pasa? —pregunté.

—No te lo puede explicar, Donald, pero tenemos un cliente que se encuentra en una situación muy difícil. Nosotros…

Le interrumpí para decir:

—Óyeme, Bertha, ¿estás tratando con el hombre al que arrestaron, con la mujer que le acompañaba, o con algún abogado?

—Con la segunda —me contestó.

—Iré inmediatamente. ¿Dónde estás tú ahora?

—Estoy en la oficina, Donald. Se trata de la historia más curiosa y extraña que hayas oído en tu vida.

—¿Mistress Endicott está ahí contigo?

—Sí —dijo Bertha brevemente.

—Llegaré en seguida.

Me arrojé de la cama, y me metí bajo la ducha; me retoqué la barba con una maquinilla eléctrica; me puse un traje, y me dirigí al edificio de la oficina a través de las desiertas calles.

El sereno estaba acostumbrado a las locuras de una agencia de detectives. Renegaba a veces de las personas que trataban de ocuparse en negocios a base de días de veinticuatro horas; pero me llevó arriba en el ascensor.

Abrí la puerta con la llave, y pasé directamente a la oficina particular de Bertha.

Ésta se hallaba prodigando consuelos maternales a una mujer de mirada triste, que rondaría los treinta años, sentada en una silla, en completa inmovilidad, pero que había estado retorciendo sus guantes hasta el punto que parecían un trozo de soga.

A Bertha se le iluminó el rostro.

—Miss Endicott, Donald.

—¿Cómo está usted, Mrs. Endicott? —le dije.

Me extendió su mano fría, y me sonrió acogedoramente.

—Donald —prosiguió Bertha—, se trata de la increíble historia que has oído en tu vida. Es algo que no parece de este mundo. Bueno, prefiero que mistress Endicott te lo diga en sus propias palabras.

Mrs. Endicott era morena. Tenía unos ojos grandes y negros, pómulos altos, cutis fino, y aparte un aire de tristeza fúnebre que la rodeaba, podría haber sido un jugador profesional de póker. Había aprendido en alguna parte a controlar sus emociones por completo. Su cara era tan inexpresiva como la losa de mármol de una tumba.

—¿No le importa, querida? —le preguntó Bertha.

—De ninguna manera —respondió Mrs. Endicott, en un tono de voz bajo pero poderoso—. Después de todo, para eso es para lo que hemos sacado de la cama a mister Lam, y él no puede trabajar en un asunto si desconoce los hechos.

—Si le parece, cuéntele tan sólo los puntos principales —dijo Bertha—. Yo puedo contarle el resto más tarde.

—Muy bien —estuvo de acuerdo Mrs. Endicott torciendo los guantes, con tanta fuerza que las costuras parecían a punto de estallar.

—El problema se remonta casi a siete años atrás —me dijo.

Asentí con la cabeza, mientras ella hacía una pausa.

—Sólo lo más importante —insistió Bertha, con una voz que rezumaba simpatía forzada.

—John Ansel y yo nos amábamos. Íbamos a casarnos. John trabajaba para Karl Carver Endicott. Karl envió a John a Brasil y, una vez allí, a una expedición por el Amazonas. Era un viaje suicida. Karl aseguraba que estaba investigando las posibilidades de encontrar petróleo. Dos hombres tomaban parte en la aventura. A cada uno de ellos le ofreció una gratificación de veinte mil dólares para hacer el viaje, si cumplían su misión con éxito.

»Por supuesto, ninguno estaba obligado a ir, pero John quería aquel dinero de todas maneras, porque nos hubiera permitido casarnos y haber empezado un negocio por cuenta propia. Aquel viaje era un asesinato legalizado. Fue cuidadosamente planeado como tal. Por aquel entonces yo lo ignoraba. La expedición no tenía ni una oportunidad entre mil. La suerte estaba contra ellos y Karl Carver Endicott se aseguró muy bien de que lo estuviera. Algún tiempo después, Karl vino a verme con los ojos llenos de lágrimas. Me contó que acababa de tener noticias de que el grupo completo que formaba la expedición había desaparecido. Siguió diciendo que, como ya estaban muy atrasados con relación a la fecha aproximada de retorno, había enviado aeroplanos en su busca y también grupos por tierra. No había ahorrado gastos. Aquello fue un golpe terrible para mí. Karl hizo cuanto pudo por consolarme y, finalmente, me ofreció la seguridad y la oportunidad de ajustar de nuevo mi vida.

Se calló unos instantes, y torció con tanta fuerza los guantes que los nudillos se le pusieron blancos.

—¿Y se casó usted con él? —le pregunté.

—Me casé con él.

—¿Y después?

—Pasado algún tiempo, despidió a una de sus secretarias. La chica fue la primera en contármelo. No podía creer a mis oídos, pero todo encajaba perfectamente con otras cosas que había ido sabiendo. La ex secretaria en cuestión me contó que Karl Endicott había hecho una investigación muy minuciosa para elegir el lugar de la expedición suicida. Envió a John Ansel a su muerte con la misma seguridad que si lo hubiese colocado frente a un escuadrón de fusilamiento.

—¿Se enfrentó usted a su marido con los hechos y las pruebas? —pregunté.

—No hubo tiempo —dijo Mrs. Endicott—. Tuve la más terrible, la más espantosa, la más inesperada, la más devastadora de las experiencias. Sonó el teléfono y yo contesté. Al otro extremo de la línea estaba John Ansel. Los otros miembros de la expedición habían muerto. John sobrevivió a las más increíbles penalidades de la jungla, pudiendo, finalmente, regresar de nuevo a la civilización. Entonces se enteró de que me había casado.

—¿Qué hizo usted? —pregunté.

—Le dije a John exactamente lo que había sucedido. Le dije que le habían enviado a la jungla en una misión que constituía un asesinato legalizado. Le conté que Karl quería quitárselo de en medio, y que lo había planeado todo deliberadamente, para engañarme a mí.

—¿Y qué más? —insistí.

—De momento hubo silencio absoluto; después, un «click». No sabía si la persona que se hallaba al otro extremo había colgado el auricular, o si la comunicación se había cortado. Finalmente llamé a la telefonista, y le dije que me habían cortado la comunicación, pero me informó de que había sido la otra persona la que había colgado.

—¿En qué fecha ocurrió aquello? —preguntó.

—Ocurrió —me contestó amargamente— el día en que murió mi esposo.

—¿Dónde estaba John Ansel cuando le telefoneó?

—En el aeropuerto de Los Ángeles.

—Está bien. ¿Qué pasó entonces?

—No le puedo explicar todo lo que ocurrió sin contarle algo sobre Karl. Era despiadado, posesivo, de sangre fría, y diabólicamente listo. Cuando Karl quería una cosa, la quería por encima de todo. Y me quería a mí. Yo creo que unas de las razones principales por las que me quería fue porque, después de haber intentado conquistarme la primera vez, halló que no le correspondía. Cuando la llamada telefónica de John, las cosas habían llegado a un punto en que yo había averiguado ya muchas cosas acerca del carácter de Karl, y a él, a su vez, se le había pasado buena parte de su capricho por mí, si le quiere llamar de tal manera. Después de todo, encontrarse casado son una mujer cuyo corazón está en otra parte, satisfizo la pasión conquistadora de Karl, pero nada más.

—¿Se enfrentó a su marido con todo cuanto había averiguado?

—Así fue, Mr. Lam, y hubiera dado cualquier cosa por haber usado el cerebro en lugar de dejarme llevar por mis sentimientos. Sin embargo, durante meses estuve luchando conmigo misma, controlándome y manteniéndome ecuánime. Cuando estallé, lo hice plenamente. Tuvimos una escena terrible.

—¿Qué hizo usted?

—Le abofeteé. Si hubiera tenido un arma le hubiera matado.

—¿Y luego le abandonó?

—Luego le abandoné.

—¿Y qué sucedió entonces?

—John estaba en el aeropuerto. Había un servicio de helicópteros a Citrus Grove. Tomó uno, luego un taxi, y se dirigió directamente a casa de Karl. Después supe lo que ocurrió.

—Está bien. ¿Qué ocurrió?

—John tocó el timbre de la puerta. Karl abrió personalmente. Él ya sabía, por supuesto, que John estaba vivo, porque en mi furia se lo había dicho. John no se había puesto en contacto con la oficina cuando regresó a la civilización, a causa de ciertos descubrimientos que había hecho en la expedición. Todavía fiel a los intereses de Karl, había planeado presentarle un informe confidencial, antes de dar a la publicidad que había sobrevivido a la expedición a la jungla, tener que enfrentarse con la inevitable curiosidad de los periódicos. Sin embargo, creo que, aún antes de que se lo dijera, Karl averiguó de alguna manera que John había regresado.

—Siga.

—Creo que tal vez Karl intentaba vérselas con él de una vez. Después de todo, John no podía probar cosa alguna, o por lo menos eso pensaba Karl; pero en cuanto vio el rostro de John, se dio cuenta de que estaba enterado de todo y… Bueno, el John Dittmar Ansel que había enviado al Brasil, a aquella expedición suicida, no era el mismo John Dittmar Ansel que regresó. John vivió en la selva con la muerte a su espaldas Había sido parte de una constante lucha, entre le vida y la muerte.

—Continúe —le dije.

—Karl le lanzó una mirada a John, y se estremeció. Le hizo pasar y le condujo a una oficina del piso alto. Le dijo a John que le esperara un momento, y entró en la habitación del lado. Usted conoce a John, Mr. Lam, y creo que sabe usted juzgar a las personas. John posee una peculiaridad psíquica. Es, esencialmente, tranquilo y manso; pero como digo, había vivido en la selva y sabía sufrido y padecido toda clase de infortunios y calamidades; pero siempre retuvo aquella sensibilidad de artista. John me ha contado que a los pocos momentos se dio perfecta cuenta de lo que Karl intentaba hacer. Karl pensaba matarle disparando contra él, y declarar luego que lo había hecho en defensa propia. Intentaba llevar a cabo algún plan por el cual apareciera un revólver junto al cadáver de John con un tiro disparado. Declararía que John le había acusado de robarle su novia, y de…

—No se preocupe por todos esos detalles —le interrumpí—, y dígame qué hizo John.

—Abandonó aquel cuarto silenciosamente, y bajó de puntillas las escaleras. Había decidido enfrentarse a Karl ante los tribunales y con testigos, para no darle una nueva oportunidad de que le matara y luego declarara que había actuado en defensa propia.

—¿Y que sucedió?

—Que John acababa de abrir la puerta principal y estaba a punto de abandonar la casa, cuando oyó el disparo de revólver.

—¿Sabía John que usted no estaba? —le pregunté.

—Lo sabía. Ése fue otro de sus presentimientos psíquicos o telepáticos o como quiera llamarlos. Me dijo que en cuanto entró en la casa, se dio cuenta de que yo me había marchado. Quizás fue algo en la expresión de Karl. Quizá, fue tan sólo una cosa intuitiva.

—¿No sería por algo que dijera Karl? —pregunté.

—No. Él dice que no.

—Está, bien. ¿Y qué hizo John?

—Salió hacia la carretera, y regresó a Los Ángeles, pidiendo transporte a los automóviles que pasaban. Por los periódicos se enteró de la muerte de Karl y lo leyó todo acerca del taxista que le había descrito tan perfectamente; de modo que John se dio cuenta que si alguien se enteraba de que estaba vivo, le acusarían del asesinato de Karl y no tendría ni la más remota posibilidad de defenderse.

»John tenía motivos sobrados para matar a Karl, pero él… Bueno, eso lo puede ver por usted mismo, Mr. Lam: a menos que el verdadero asesino de Karl apareciera, John no tenía ni una sola probabilidad de que le consideraran inocente.

—¿Y entonces qué sucedió?

—Yo sabía dónde estaría John —me contestó—. Fui a verle aquella noche, y discutimos la situación. Decidimos que John tendría que mantenerse oculto hasta que la persona que mató a Karl fuera llevada ante la justicia. Aquello no resultaba difícil, porque todo el mundo creía que John estaba muerto. Así que comenzó para nosotros una larga pesadilla. John se mantuvo escondido. Hice cuanto estuvo a mi alcance para descubrir al asesino de mi esposo, y tuve que regresar para hacerme cargo de la herencia. Heredé toda la fortuna de Karl, porque él no había tenido tiempo de hacer otro testamento, y nunca disfruté tanto de una cosa como de posesionarme de cuanto Karl había dejado.

—Pero ¿y qué se hizo de la persona que asesinó a Karl Endicott?

—Cooper Hale asesinó a Karl Endicott —aseguró ella—, pero no podemos probarlo. Y nunca podremos hacerlo. Cooper Hale es demasiado listo. Estaba enterado de alguna manera de lo que ocurría, y siguió a Karl cuando éste subió al piso alto. Recuerde que Karl estaba buscando un revólver que intentaría colocar junto al cadáver de John, y que también pensaba llamar a Hale como testigo para que declarara que él había disparado en defensa propia.

»Hale entró en la habitación, cogió tranquilamente el revólver, disparó contra Karl, atravesándole la cabeza, y regresó a la planta baja, desde donde telefoneó a la policía.

—¿Y qué motivos tenía Hale para hacerlo? —pregunté.

—Eso lo desconozco. Lo único que sé es que mi marido había retirado veinte mil dólares del banco ese día. Mi opinión es que sabía que John estaba vivo, y quería estar preparado para pagarle la gratificación de veinte mil dólares que se había acordado. Por alguna razón, quería pagarla en dinero contante y sonante. Aquellos veinte mil se desvanecieron. Y, sin embargo, ya hacía dos meses que mi esposo había estado pagando un chantaje de diez mil dólares mensuales.

»Hale había sido un simple empleado. De repente llegó a la opulencia. Hale ha ido aumentando progresivamente de posición, desde la muerte de Karl. En la actualidad, es un banquero influyente.

—Muy bien. Y ahora volvamos al presente —le dije—. ¿Qué es lo que ha pasado?

—La policía me vigilaba día y noche. Presentían que pudiera estar en comunicación con la persona que juzgaban ser el asesino. Yo tenía muchísimo cuidado. Me recluí sólo para proteger a John. Gradualmente, la policía fue disminuyendo la vigilancia. Se nos hizo posible a John y a mí el vernos; pero teníamos que hacerlo sólo muy de tarde en tarde, y en circunstancias tan ocultas, que era verdaderamente angustioso. Recuerde que todo el mundo pensaba que John Ansel había muerto.

»El único testigo era Drude Nickerson. Y entonces leí que había muerto en un accidente de tránsito. No me atreví a mostrar el menor interés por ello; pero pensamos que a John le sería posible contratar los servicios de una agencia de detectives, a no ser que ésta no supiera dónde vivía él, para que, si acaso sucedía algo, la policía no pudiera ir a arrestarle. Después nos enteramos de que Nickerson había muerto, y que la policía se había dado por vencida en el caso Endicott. Supongo que nos portamos como idiotas, pero durante años nos habíamos privado el uno del otro, nuestras entrevistas se realizaban en condiciones tan escondidas que buena parte del placer desaparecía por esa causa, y teníamos razones para creer que la policía había abandonado realmente aquel asunto.

»El pensar que pudiéramos vivir libremente como marido y mujer, cara a cara frente al mundo, nos trastornó completamente. Como más tarde o más temprano tendríamos que tomar una decisión, decidimos hacerlo ahora.

—Y así fue —le dije—, como cayeron en la trampa.

Retorció los guantes violentamente, y exclamó:

—Sí, caímos en la trampa. Nos marchamos a Yuma en avión y allí nos dirigimos a la casa de un juez de paz para que nos casara. Los agentes nos estaban esperando. ¡Oh, fue todo terriblemente cruel! ¿Por qué tuvieron que ir a escoger ese preciso momento? Por lo menos podían haber esperado hasta después de que nos casáramos, y…

—Y de esa manera no la hubieran podido obligar a testificar —interrumpí—. Dejaron que llegaran hasta el momento preciso de la boda, para poder probar el motivo.

—Todo era una trampa —admitió Mrs. Endicott—. La policía lo arregló todo como parte de un plan muy meditado. Sabían que Drude Nickerson era el único testigo que tenían, y que si moría no tenían caso. Así que prepararon esta complicada trampa de acuerdo con Nickerson. Los periódicos de mañana dirán que los informes de su muerte eran equivocados, y que se fundaban en la identificación de un vagabundo cualquiera que llevaba una tarjeta de Nickerson en el bolsillo.

Negué con la cabeza.

—No harán eso —indiqué.

—¿Cómo que no harán eso? —dijo ella—. Si ya nos dijeron que…

—Cuando lo hayan pensado un poco más, tendrán otra idea —le interrumpí—. Y le darán bastante propaganda, diciendo lo que en realidad ha ocurrido; una trampa muy ingeniosa preparada por la policía para atraer a un fugitivo de la justicia, que durante seis años les estuvo eludiendo, y que, finalmente, cayó en sus redes.

Mrs. Endicott volvió a retorcer los guantes; pero esta vez su rostro también se contrajo, mostrando lo que sentía; y su voz era tan grave de tono y tan amenazadora como el sonido de una serpiente de cascabel.

—Podría matar al que nos ha hecho esto.

—Eso no serviría de nada —le dije.

—¿Qué puedo hacer? —me preguntó.

La pregunta le sirvió de señal a Bertha para hablar.

—Mrs. Endicott se ha puesto completamente en nuestras manos, Donald, y no tienes que preocuparte por los arreglos económicos, porque ya los resolvimos. Tan pronto como los agentes procedieron al arresto, ella se puso en contacto conmigo. Lo que queremos ahora, Donald, es que te pongas a trabajar inmediatamente en la cuestión. Es de la suficiente importancia como para que excluyamos cualquier otro problema y nos concentremos en este caso.

Cogí el listín telefónico de encima del escritorio de Bertha y dije:

—Lo primero que necesita es un abogado y lo necesita urgentemente.

—Ya lo había pensado —me contestó Mis. Endicott—. Hay dos abogados importantes en Los Ángeles, cuyos nombres son muy respetados. Yo…

—¡Olvídelos! —le interrumpí—. Este caso va a ser juzgado en el condado de Orange. Necesita alguien de Santa Ana, y alguien que atienda a razones.

—¿Qué quiere decir con eso de «que atienda a razones»? —me preguntó.

—Escúcheme —le dije extendiendo la mano hacia el teléfono. Marqué el número de conferencia, y dije—: Señorita, ésta es una llamada de urgencia. Deseo hablar con Barney Quinn, un abogado de Santa Ana, California. El número de su teléfono es: Sycamore 3˗9865. Empiece a llamar e insista hasta que contesten.