coolCap6

CON mucha delicadeza, golpeé con los nudillos en la puerta del cuarto de Stella Karis.

—¿Quién es? —preguntó.

—Donald —respondí.

—Adelante.

Abrí la puerta. Estaba sentada ante el espejo del tocador. Volvióse lentamente, y me miro por encima del hombro desnudo, al mismo tiempo que bajaba sus largas pestañas.

—¿Qué hay, Donald? —me dijo seductoramente.

De sobra sabía que lo había ensayado todo cuidadosamente; pero si lo que perseguía era causar un buen efecto, el ensayo valía la pena.

Se puso en pie, con estudiada calma, y se dirigió hacia mí.

Vestía un modelo «semi˗formal», que dejaba sus hombros desnudos y modelaba perfectamente su figura.

Viéndola así, toda arreglada y compuesta, llegué a darme perfecta cuenta de sus curvas, de sus ojos de mirada fresca y despierta, con largas pestañas, de la manera ondulante de caminar, y de los largos y artísticos dedos que suavemente se apoyaban en mi brazo.

—Me perdonará, Donald, ¿verdad?

—¿Perdonarle qué?

—Por pensar que era usted un enviado de la autoridad local para escoltarme hasta el límite del Estado, y asegurarse de que no regresaba. Estaba tan furiosa que… Bueno, por eso me desgarré la ropa con idea de infundirle un pánico que le hiciera huir.

—Eso —le dije— es lo que se llama aprovechar la ventaja injusta de su sexo.

—Todo cuanto se relaciona con el sexo es injusto —replicó—. Hasta la naturaleza es injusta con el sexo. El sexo da una ventaja injusta a ambas partes; de otra forma no estaría con usted, en este instante.

—Me parece que necesita un trago —le indiqué.

—Yo también lo creo.

Me alargó un abrigo para que la ayudara a ponérselo, y salimos a recorrer la ciudad. La invité a dos combinados antes de cenar, e insistió en tomarse un tercero, observándome para ver si se me soltaba la lengua. Cenamos muy bien. Jugamos a la ruleta. Jugamos al veintiuno. Jugamos a los dados. Jugamos en las máquinas traga˗perras. Gané unos ocho dólares, Stella alrededor de ciento cincuenta, todo ello sin mostrar demasiado entusiasmo.

Era ya la una y media cuando la conduje de regreso al motel.

—¿Entra? —me preguntó.

—Ya es tarde —le contesté.

—¿De qué tiene miedo?

—De usted.

—¿Y cómo es eso?

—Por su deliciosa costumbre de desgarrarse la ropa, y llamar a la policía.

—¡Bah! Eso lo hago solamente con la ropa barata, de diario. Mientras lleve puesto este vestido, está usted perfectamente seguro.

Entré. Stella se sentó en la cama turca y yo a su lado.

—Muy bien —le dije—. Llegó la hora de las averiguaciones. Conozco su nombre. Sé la matrícula de su coche. Soy detective. Puedo investigar su vida. Pero eso lleva tiempo y cuesta, dinero. ¿Por qué no me lo cuenta todo?

—Sé cuál es su nombre —replicó ella—. Tengo su tarjeta profesional. Conozco su dirección, y el número de su teléfono. Dígame, Donald, ¿queda alguna posibilidad de que esté usted metido en esto, investigando el asesinato de Karl Carver Endicott?

—Ya le dije que no podía discutir las razones que tengo para estar aquí.

Me miró pensativamente, y exclamó:

—Lo de Drude Nickerson no es honesto.

—La ciudad entera no lo es —le dije.

—¿Susanville?

—Citrus Grove.

—Donald, si está usted interesado en el asesinato de Endicott, tal vez pudiéramos ayudarnos mutuamente.

—En mi trabajo no se me permite prestar ayuda. Sólo puedo aceptarla.

—Eso es estupendo —dijo la chica.

—¿Verdad que sí?

—Para usted.

Permanecimos en silencio unos instantes.

—¿Está usted trabajando en el caso Endicott, Donald?

—Sin comentarios.

—Podría ayudarle.

—Muchos comentarios, pero completamente inaudibles.

Cerró los ojos por completo, y sus largas y negras pestañas contrastaron con las mejillas, destacándose sobre el blanco y delicado cutis. Luego, levantó lentamente sus ojos hasta encontrar los míos. De repente me dijo:

—Está bien, Donald. Voy a poner mis cartas boca arriba. Tengo veintitrés años. He estado casada. Soy un asco de mujer de negocios. La tía Marta murió y me dejó todo lo que poseía. La mayoría en propiedades, en Citrus Grove. Yo era dibujante, no muy buena, sólo regular: ilustraciones para anuncios y cosas por el estilo. Va a instalarse una fábrica en Citrus Grove. Tengo el terreno que quieren. En un tiempo, aquella zona era de propiedad residencial. Necesito que se modifique una ordenanza municipal. Cualquier otra ciudad la modificaría como un asunto de rutina. En Citrus Grove las cosas no se hacen así.

—¿Y cómo se hacen las cosas en Citrus Grove?

—Citrus Grove —dijo Stella— está dominado por el alcalde.

—¿Y quién es el alcalde?

—Charles Franklin Taber. Tenían unas autoridades razonablemente honradas: un jefe de policía honrado. Taber pronunció discursos y concedió entrevistas de prensa. Hay alguien detrás de Taber. No sé quién es; pero utilizan demasiados cerebros para que todo se origine en la cabezota de Taber. De cualquier manera, un alcalde bastante competente fue derrotado en las urnas. Charles Franklin Taber fue elegido en lo que él dio en llamar una «ola reformista». Encontró un funcionario de la policía que cogía algún dinero; de modo que hizo ver que el cuerpo entero de policía estaba corrompido. El honrado jefe fue despedido y se trajo a uno nuevo, para que estuviera «libre de política local y libre de presiones e influencias locales». Y la última frase la escribieron entre comillas.

—¿Y Drude Nickerson? —pregunté.

—Drude Nickerson era taxista. Y primo del alcalde. Ahora Drude Nickerson aspira a cosas más importantes. Drude Nickerson fue a visitarme. Sabía muchas cosas. Estaba enterado de las negociaciones secretas para la fábrica, y de la propiedad que yo había heredado. Le hablé a Drude Nickerson del bien que la fábrica traería a la ciudad de la nómina que representaba, de la gente que vendría, del aumento en la fabricación y de todo lo demás.

—¿Y que dijo Nickerson? —le pregunté.

—Nickerson se rió, y me dijo que no fuera ingenua, y que si esperaba que la ordenanza municipal se modificara tendría que esperar mucho, mucho tiempo. Agregó que semejantes negocios no se estaban haciendo así.

—¿En qué forma entonces?

—Con dinero contante y sonante.

—¿Y dio usted algo?

—Alguna vez, sí.

—¿Cuánto?

—Quince mil en tres plazos de cinco mil cada uno.

Dejé escapar un silbido.

—¿Fui una estúpida, Donald?

—¿Cambiaron la ordenanza?

—Todavía no. Apenas hace dos semanas que le di el dinero. Me dijo que, de aquel dinero, él sólo se quedaría con unos mil dólares y el resto tenía que utilizarse para «levantar presión política» y cosas por el estilo.

—¿Y luego?

—Pues se marchó, y acabó muerto en un accidente de tránsito.

—¿Y cuál era su interés por el cadáver?

—No por el cadáver. Por la ropa que llevaba cuando ocurrió el asesinato. Me había dicho que no iba a soltar el dinero hasta que estuviera seguro que la ordenanza municipal pasaría, y que para protegerme en el caso que algo le ocurriera a él, dejaría el dinero en una caja de seguridad, y la llave, y una nota diciendo que el dinero era de mi propiedad, en su cartera.

—¿Usted creyó eso?

—Entonces, sí lo creí.

—¿Estaba la nota en la cartera?

—No lo sé. Me arrojaron de Susanville como a un vagabundo cualquiera. Me aconsejaron que presentara mi reclamación al albacea y ejecutor testamentario.

—¿No llegó a ver la cartera?

—No me dejaron hacer absolutamente nada. Y entonces, Donald, puse ya mis cartas sobre la mesa. Traté de hacerme la lista. He intentado superarle en astucia. He probado seducirle. He tratado de… ¡qué sé yo!; y es que he estado tratando con ladrones hace tanto tiempo, que creí que todo el mundo era igual. Usted es honrado, y usted… usted es decente.

—Sin embargo, no puedo ayudarla —le dije.

—¿Por qué?

—Porque estoy trabajando en otro asunto, para otra persona. Puedo conseguir y recibir informes, pero no puedo darlos. Pero voy a decirle una cosa.

—¿Qué?

—No derrame una sola lágrima por el infortunado fallecimiento de Drude Nickerson.

—¡Lágrimas por ese bandido! —gritó indignada—. Lo que quiero saber es lo que pasará con la ordenanza municipal. No lloraría, por cierto, por ése… Espere un momento. Creo que no debo hablar mal de los muertos. Parece que no está bien hablar así.

—No se preocupe y hable mal de él.

—¿Qué quiere decir?

—Que no está, muerto —le contesté.

Se me quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo lo sabe?

—No lo sé. Pero lo supongo —le dije—. No creo que esté muerto. Juraría que todo el asunto es una trampa.

Permaneció quieta y callada durante varios minutos, pensando en todo lo ocurrido y en lo que le había dicho.

De repente me miró, y me anunció:

—Donald, es usted un encanto, y le voy a permitir que me bese para darme las buenas noches. Y lo que es más: no va a un beso frío y casto. Prepárese, Donald, a conocer una nueva sensación. Está a punto de recibir una recompensa osculatoria de una mujer agradecida.

En efecto, fue todo lo que prometió que iba a ser.