YA había avanzado la tarde cuando llegué a Susanville. Me hospedé en un «motel», registrándome bajo mi nombre verdadero y dando la dirección de la agencia.
Seguidamente, me dirigí a la Funeraria de Susanville.
—¿Está aquí el cadáver de Nickerson? —pregunté.
El empleado del escritorio me miró de arriba a abajo, y luego representó la comedia de mirar unos registros y un tarjetero.
—Efectivamente, está aquí.
—¿Puede decirme su primer nombre?
—Drude —dijo—. D˗r˗u˗d˗e.
—¿Conoce usted los antecedentes del individuo, o algún otro detalle?
—Fue un caso de juzgado —contestó—. Lesiones producidas en la carretera.
—¿Cuándo es el funeral? —pregunté.
—Es privado.
—Ya lo sé; pero ¿cuándo es?
—Todavía no se ha decidido.
—¿Podría ver el cadáver?
—El ataúd está sellado. ¿Quién es usted?
—Mi nombre —respondí—, es Lam; Donald Lam, de Los Ángeles.
—¿Pariente?
—No, interesado.
—¿Cuál es su interés?
—Una, simple investigación. Nickerson vivía en Citrus Grove. ¿Por qué no celebran el funeral allí?
—No me lo pregunte a mí.
—¿Fue el juez quién se ocupó del asunto?
—El mismo.
—Iré a verle.
—Eso es lo que debe hacer.
—¿Y qué ha pensado hacer con la ropa? —pregunté—. Supongo que llevaba algún documento. ¿Podría echarle una mirada a su carnet de conducción?
—Tendría que pedir permiso.
—¿Cuánto tiempo tardaría?
—No mucho.
El empleado cogió el teléfono, marcó un número, y habló:
—Está aquí un tal Donald Lam, de Los Ángeles, interesado por Drude Nickerson; quiere examinar su permiso de conducción y lo que llevaba en sus ropas, para estar seguro de la identificación; está haciendo una investigación. ¿Qué hago?
Escuchó un momento, y dijo:
—Está, bien.
Colgó el auricular y, dirigiéndose a mí, me informó:
—Viene en seguida un representante del juez. Dice que le enseñará lo que quiere ver, si le puede explicar la causa.
—Se la daré —contesté.
Esperé dos o tres minutos. Traté de entablar conversación con el empleado del escritorio; pero ya no quiso hablar más, y se puso a hacer una gran exhibición, como si estuviera, trabajando con un montón de papeles que tenía sobre la mesa.
La puerta se abrió, y entraron tres hombres. La palabra LEY se leía; sobre su traje.
El empleado del escritorio me señaló con el pulgar.
Los tres individuos se me acercaron.
—Bien —dijo uno de ellos, enseñándome la insignia—. Soy el sheriff de esta localidad. ¿Cuál es su interés en el caso Nickerson?
—Estoy haciendo una investigación.
—¿Por qué?
—Soy detective.
—Eso es lo que usted dice.
—Pues es la verdad.
—Vamos a verlo.
Le enseñé mis credenciales.
El sheriff miró al más alto de los dos, y dijo:
—Muy bien, Lam, ésta es la segunda vez que se inmiscuye usted en este caso. Este señor es el sheriff del condado de Orange.
—¿Cómo está usted? —dije—. Mucho gusto en conocerle.
El sheriff del condado de Orange inclinó brevemente la cabeza, y no hizo el menor gesto de extender la mano.
—¿Qué hacía usted ayer en Citrus Grove, revisando periódicos atrasados y preguntando sobre el caso Endicott?
—Pues estaba enterándome de lo que ocurrió.
—Está, bien —dijo el sheriff local—. Me parece que será, mejor que nos acompañe.
Se colocaron junto a mí, uno a cada lado, y me escoltaron hasta un automóvil que esperaba fuera.
Me llevaron directamente a una casa particular; presumí que era la del sheriff local.
El del condado de Orange, se hizo cargo del asunto. Era un individuo bastante simpático, pero tozudo y, además, estaba furioso.
—No puede usted jugar con la ley de esta manera —dijo—. Usted tiene licencia como miembro de una agencia de detectives. Se trata de asesinato.
—Naturalmente que es asesinato —corroboré.
—Ahora bien, usted fue a las oficinas del periódico de Citrus Grove, y estuvo buscando en los archivos datos e informes sobre el asesinato Endicott, ¿no es verdad?
—No.
—No me mienta, porque tenemos informes de que…
Le interrumpí:
—Si le informaron correctamente, comprobará usted que yo estaba indagando sobre el matrimonio de Endicott.
Los polizontes cambiaron una mirada.
—Telefoneen al periódico —les dije—. Yo pagaré la llamada. Así se convencerán de que no mostré el menor interés por el crimen. Sólo me interesaba el matrimonio.
El sheriff, dejando el asunto de lado, dijo:
—Está bien. No hay necesidad de llamadas telefónicas. Creemos en su palabra. Estaba usted investigando sobre el matrimonio de Endicott. ¿Por qué estaba usted investigando sobre tal boda?
—Porque ya tenía todos los datos referentes al asesinato.
—¿Admite eso?
—Claro que lo admito.
—¿Había estado usted investigando el asesinato?
—Claro que sí.
—Bien, eso está mucho mejor. Pero que mucho mejor. Y ahora, dígame: ¿por qué estaba investigando el asesinato? ¿Por qué le interesa? ¿Qué es lo que usted sabe acerca de este caso?
—Sé todo lo que la policía comunicó a los periódicos acerca de la cuestión —le contesté—. La muerte de este tipo, Nickerson, le da un giro estupendo. Estoy investigando sobre toda una serie de asesinatos sin revólver, de la región Suroeste, y voy a escribir un libro regional, que no sé aún si llamar «Los asesinatos de la California del sur», o cómo.
—No espere que nos traguemos ese asunto —dijo el sheriff.
—¿Por qué no? Se gana bastante con eso. Se le puede vender a alguna de las revistas que se especializan en historias verídicas acerca de crímenes, y también se puede publicar en forma de libro. Por si les interesa, les diré que ayer pasé bastante tiempo, y hoy también, investigando sobre el asesinato de William Desmond Taylor. ¡Ésa sí que es una buena historia!
—¡Oh, sí! Se ha hablado de ello alrededor de diecisiete mil veces —dijo el sheriff del condado de Orange.
—No de la manera en que lo voy a escribir yo.
—¿Y de qué manera lo va a escribir?
—No voy a ir contándolo por ahí, para que venga otro escritor y se me adelante.
—¿Qué otras cosas ha escrito usted?
—Ninguna.
—No me haga reír —dijo el sheriff local.
—Alguna vez se tiene que empezar.
El sheriff del condado de Orange volvió a hacerse cargo.
—Sí, y empieza gastando un montón de dinero en viajes. Usted quiere empezar desde arriba —dijo con sarcasmo.
—Bueno —le contesté—, usted empezó desde arriba.
—¿Qué es lo que quiere decir?
—Usted publicó una estupenda novela sobre el asesinato Endicott en una de las revistas de crímenes verídicos. ¿Había escrito usted anteriormente?
—Yo no escribí aquello —contestó—. Fueron otros. Utilizaron mi nombre.
—Muy bien —le dije—, creo tener talento para escribir, y a causa de mi puesto de detective privado, me parece que puedo averiguar y descubrir cosas de algunos de los crímenes en cuestión que me permitan sacar a la luz detalles verdaderamente interesantes.
Cogí mi portafolios, y extendiéndoselo, les dije:
—Echen una mirada. No tengo el menor reparo en mostrarles las notas que tengo del caso William Desmond Taylor. No les voy a decir cómo pienso escribirlo ni qué forma voy a darle, pero pueden revisar todas las notas.
Miraron y revisaron concienzudamente mis apuntes, todos y cada uno de los cuadernos de notas que encontraron. Se cambiaron miradas. Estaban confundidos y enredados.
—¿Para qué ha venido a Susanville? —me preguntó agente del sheriff.
—Para comprobar lo de Nickerson.
—¿Por qué?
—Porque si Nickerson ha muerto, nunca encontrarán al asesino de Endicott.
—No esté demasiado seguro —dijo el sheriff del condado de Orange.
—Si la conciencia, le molesta mucho —le repliqué—, y confiesa, quizá puedan echarle mano. De otra manera no tienen la menor probabilidad.
—¿Para qué quería ver el cadáver? —inquirió el sheriff de Susanville.
—Quería ver si podría tomar una foto exclusiva del cadáver en el ataúd.
—Pues no puede.
—Está bien. Quiero sacar algunas fotos sobre el accidente, donde recibió las lesiones que le produjeron la muerte. Quiero hacer una pequeña investigación.
El sheriff movió la cabeza negativamente.
—¿Y por qué no?
—Porque no queremos que la haga.
—¿Y por qué no quieren que la haga?
El sheriff del condado de Orange dijo:
—Porque hemos puesto un cebo y no le queremos por aquí, enredándolo todo y estorbando el trabajo que llevamos a cabo.
El agente local agregó rápidamente:
—Todavía estamos trabajando en el caso y no queremos extraños que vengan a molestarnos.
—Pero puedo buscar los informes del accidente, echar un vistazo a los coches destrozados y sacar una foto —dije—. Es una noticia de actualidad.
—No, no lo es. Los periódicos están cooperando y usted va a cooperar también.
Me puse en un plan algo petulante.
—Me he gastado un dinero que me cuesta bastante ganar para venir aquí a sacar algunas fotos.
—¿Dónde está su cámara?
—Voy a alquilar una. En todos mis casos, voy a utilizar cámaras alquiladas hasta que sepa más de fotografía y de cámaras. Entonces podré decidir cuál es la que debo comprar. Pero no quiero emplear una buena suma en una cámara al principio de mi carrera de escritor.
El sheriff de Susanville dijo repentinamente:
—Vamos a cambiar impresiones, muchachos.
Se levantaron y salieron de la habitación.
—Usted quédese aquí, Lam —me ordenó.
Esperé unos cinco minutos, al cabo de los cuales regresaron. El sheriff del condado de Orange me preguntó:
—¿Trabaja usted en Los Ángeles?
—En efecto.
—De la policía de allí, ¿a quién conoce?
—A Frank Sellers, de la Sección de Homicidios.
—Bien, espere un rato mientras le telefonearnos —me informó el agente local.
Pidió la conferencia y colgó. Los tres hombres cambiaron miradas entre sí, mientras esperaban la llamada.
Su actitud era de acusación.
De repente, el timbre del teléfono rompió el silencio con su estridente sonido. El sheriff exclamó:
—Ése ha de ser Frank Sellers —y cogiendo el auricular dijo—: Hola —y luego, por el súbito cambio de su expresión, me di cuenta de que algo había sucedido.
—¿Qué nombre? —preguntó—. ¿Cómo se deletrea? ¿Cómo dice? A ver, repítalo.
Cogió un lápiz y escribió algo sobre un papel, añadiendo acto seguido:
—Está bien, ¿cuál es su nombre de pila? ¿Es propiedad de ella el coche?… Está bien, ¿cuál es el número de la matrícula? ¿Está eso en California? ¿Puede ir entreteniéndola?… Oh, sólo diez minutos… Bueno, trabajaremos tan de prisa como podamos… Estamos esperando una conferencia de Los Ángeles… De acuerdo, haga todo lo que pueda… Bueno, si no le queda otro remedio. Vuelva a llamar si lo considera necesario.
Colgó el auricular, miró significativamente a los demás, recogió el papel donde había escrito algo, lo dobló, se lo metió en un bolsillo; luego, miró el reloj y comenzó a decir algo; de pronto, el timbre del teléfono volvió a sonar.
Levantó el auricular, y dijo:
—Hola —y por la expresión de su rostro comprendí que Sellers estaba al otro lado de la línea. Se identificó y agregó—: Tenemos aquí a un detective privado nombrado Donald Lam. ¿Le conoce usted?
El auricular emitió unos ruidos extraños.
—Está, inmiscuyéndose en un caso. Dice que su único interés consiste en obtener material para un artículo que piensa escribir. Se trata de un caso en el que no queremos interferencia, de ninguna clase por ahora. ¿Cómo debemos tratarle?
Otra vez el auricular emitió extraños ruidos.
—Deme más detalles —dijo el sheriff.
Sellers debió de estar hablado durante unos tres minutos.
—Conforme —exclamó el sheriff.
Colgó el auricular y se volvió hacia mí. Su voz era más amable.
—Sellers dice que es usted un tipo endemoniadamente listo, y que protege a sus clientes hasta el límite Y que no podemos creer una sola de las palabras que diga.
—¡Qué bien! —respondí tranquilamente.
—Sellers añadió que si usted da su palabra, la cumple.
—Si la doy —le dije.
—Así es, si la da.
Siguieron unos instantes de silencio.
—¿Cómo llegó hasta aquí?
—Alquilé un coche en Reno.
—Muy bien, Lam. Es usted libre de regresar a Los Ángeles.
—Pero no quiero regresar.
—Sellers me dio un recado para usted. Que como favor personal hacía él, regrese en seguida. Dice Sellers que si usted representa a un cliente no se marchará, y si se queda por aquí significará que está trabajando en este caso para un cliente. Y agregó que si es verdad que sólo anda buscando material para un artículo o un libro regresará como un favor personal hacia él.
Me levanté para cambiar de postura y fui a colocar medio sentado sobre la mesa donde estaba el teléfono, haciendo ver que estaba intentando tomar una decisión. Eché la mano derecha tras la espalda, dejando caer el peso del cuerpo sobre ella, y cuando me aseguré de que la mano quedaba oculta para la vista de los policías, empecé a deslizarla cuidadosamente hacia el recipiente de plástico donde se colocaban las hojitas de papel para notas; logré apoderarme de la que se hallaba encima de todas, la misma que había estado debajo de la hojita donde el sheriff escribió.
Doblé el papel por la mitad, lo apreté contra la palma de la mano, y, al enderezarme, metí mi mano derecha en el bolsillo del pantalón y con ella el papel.
Todos observaban mi rostro y ninguno le atribuyó la menor importancia a mis movimientos.
—¿Y bien? —preguntó el sheriff.
—Déjeme pensarlo.
—Ya lo ha pensado.
—Sellers un tipo agradable. Sentiría disgustarle.
—Dice que es usted demasiado listo para ser de confianza.
—Eso es amabilidad por su parte.
—Así lo creo.
—Y tiene juicio —dije.
—Sellers opina así.
—Está bien —le dije al mismo tiempo que cogía mi portafolios—, siento desperdiciar el dinero, pero regresaré…
El sheriff del condado de Orange declaró:
—Esto no acaba de satisfacerme del todo, amigo.
—Ni a mí tampoco —agregó el tercer hombre.
Imprimí un tono de vehemencia a mis palabras.
—¿Quieren que me quede un día más? —pregunté—. Quizá para entonces pueda obtener una verdadera historia.
—No —contestó el sheriff del condado de Orange—; pensándolo bien queremos que se largue de aquí, y cuanto antes; ahora mismo. Tiene una hora para marcharse. Le enseñaremos la carretera que debe tomar en el caso de que para entonces no se haya marchado todavía.
—No hay la menor dificultad en encontrar la carretera que conduce fuera de la ciudad.
—Pudiera haberla para usted.
—No me gustaría nada que me echaran de semejante manera.
—Nos damos cuenta, pero es un favor personal al sargento Sellers, a menos de que se encuentre aquí representando a un cliente.
Me despedí de todos ellos y salí de la casa. Tomé mi coche y saqué del bolsillo la hojita de papel, en la que había ligerísimas marcas. Cogí mi cortaplumas, y con la hoja raspé la punta de un lápiz de mina blanda hasta tener un poco de grafito en polvo. Con la yema de un dedo froté el negro polvillo sobre el papel, y pronto obtuve una impresión legible de lo que el sheriff había escrito; que decía así: «Stella Karis, calle Morehead, 6825, Los Ángeles. Matrícula número JYH 328».
Me fui al hotel. El gerente me comunicó que el sheriff había telefoneado para ordenarle que sacara mis pertenencias de la habitación, y me devolviera el dinero.
Me pareció que era muy considerado por parte del sheriff.
Subí al coche, y anduve hasta el segundo semáforo de la avenida central. Estacioné el coche, y esperé. Ya era oscuro, pero las luces de la calle me permitían leer los números de las matrículas.
Pasó una hora.
Estaba a punto de abandonar la espera y poner en marcha el motor, cuando apareció el coche: un «Ford», matrícula JYH 328.
Lo conducía una joven, y cuando logré acercarme, me di cuenta de que estaba infringiendo todos los límites de velocidad. Durante un rato permanecí siguiéndola.
Súbitamente las luces rojas de los frenos del coche que seguía, se iluminaron. El conductor se echó a un lado de la carretera y paró. Se abrió la puerta correspondiente al volante, y vi un hermoso par de piernas, un trozo de falda y a la chica frente a mí en la carretera.
Patiné, quemando la llanta al parar.
Abrí la puerta y me bajé del coche.
—Y ahora, dígame, ¿qué es lo que cree usted que está haciendo?
—¿Yo? —respondí—. Pues ir a Reno.
—Sí, ya veo que va usted a Reno; pero parece que le da miedo perderse y quiere un coche guía delante de usted, y me ha estado siguiendo los pasados treinta y pico de kilómetros. Ahora bien, suponga que echa a andar en su coche, y sigue adelante sin detenerse hasta llegar a Reno. Sin embargo, si, como sospecho, es usted empleado de la Ley en esta comarca, asegurándose de que estoy abandonando el condado, puede regresar a Susanville y decirles que no quiero ni un pedacito de semejante lugar.
—No tengo la menor relación con las autoridades de Susanville —le dije—. Yo trabajo solo. Y ahora si no le importa que se lo diga, una joven tan guapa como usted podría meterse en un lío serio, al detener su coche para averiguar quién la venía siguiendo los pasados treinta y pico kilómetros.
—¡Es verdad! —me gritó furiosa—. Me importe mucho que lo diga. Muy amable por su parte haberlo pensado. ¡Y ahora márchese, y siga andando! ¿Cuántos son ustedes en el coche?
—Sólo yo.
Se acercó hasta el automóvil para comprobarlo.
—Está, bien, váyase ye.
—A lo mejor tengo alguna información que pudiera interesarle —le dije—. Me llamo Donald Lam.
—Me importa tres pepinos su nombre. En lo que a mí concierne, puede desaparecer usted de la tierra.
Me subí al coche y caminé delante de ella. Continué durante unos ocho kilómetros hasta encontrar un cruce; paré, di marcha atrás hasta situarme en el camino que cruzaba, apagué las luces, paré el motor, y esperé.
Aparecieron a lo lejos dos potentes luces de un coche. Oí el silbido de los neumáticos al deslizarse por la carretera. Un automóvil pasó como un cohete, pero no era el coche que conducía la muchacha.
Estábamos en un descampado, y los autos que pasaban eran escasos y muy espaciados. Permanecí sentado tras el volante, y seguí esperando.
Otro coche pasó velozmente y tampoco era el de la muchacha.
Cinco minutos más tarde llegó otro auto que iba más despacio. Éste sí era el de la chica.
Le di cinco minutos de ventaja antes de aumentar la velocidad de mi coche. La pasé como un rayo, y al llegar a una pequeña loma de la carretera, reduje la velocidad hasta casi parar. Cuando vi sus luces en mi espejo retrovisor, aceleré y así seguí durante treinta o cuarenta kilómetros antes de que se diera cuenta. Pero entonces, cayó sobre mí, deslumbrándome con sus potentes faros reflejados en mi espejo retrovisor, y materialmente me echó fuera de le carretera. Me paré y ella también.
Bajó del coche, y se acercó a mi ventanilla.
—¿Cómo me dijo que se llamaba?
—Donald Lam.
—¿A qué se dedica, Mr. Lam?
—Soy detective privado.
—¡Qué interesante! ¿Lleva una de sus tarjetas por casualidad?
Le di una tarjeta.
—¿Podría ver su permiso de conducir sólo para comprobar el nombre?
Le enseñé el permiso.
Se guardó la tarjeta en su cartera.
—Muy bien —me dijo—, ahora ya sé quién es usted, y si persiste en molestarme, voy a hacer que le detengan cuando lleguemos a Reno.
—¿Por qué motivo?
—Por molestarme y otras cuantas ofensas variadas.
Sonreí, y le dije:
—Ésta es una carretera pública. No la he molestado en lo más mínimo. Usted va a Reno. Yo voy a Reno.
—¿Quiere decir con eso que no puedo hacer nada?
—Absolutamente nada, a menos de que yo intente flirtear con usted; y eso no lo he hecho. Ni tampoco la he molestado. He seguido al pie de la letra el reglamento de carreteras, en lo que concierne a la manera de conducir.
Levantó la mano izquierda hasta agarrar con ella el cuello de la blusa y dio un fuerte tirón. La tela cedió, rajándose. Se levantó la falda, y cogiendo la tela con ambas manos tiró con fuerza. Estuvo luchando cosa de un minuto, sin lograr lo que se proponía, hasta que, por fin, la costura cedió y la falda se abrió hasta la cintura.
—¿Ha oído hablar alguna vez sobre el asalto criminal?
Asentí con la cabeza.
—Muy bien, pues eso es lo que usted ha hecho. ¿Tiene idea de cuál es la pena?
Moví la cabeza negando.
—Yo tampoco —dijo—, pero existe una prisión muy bonita, muy hogareña, en la ciudad de Carson y allí es donde va a ir a parar. Usted se lo buscó, Mr. Lam, y ya se lo encontró. Traté de ser amable, pero usted quiso dárselas de listo. Me siguió usted por la carretera. Paré para protestar y usted me cogió y me arrojó al suelo por la cuneta. Luché por desprenderme. Finalmente, aparecieron las luces de otro coche, y yo con todas mis fuerzas pidiendo auxilio. Usted me soltó y yo subí rápidamente a mi coche y pude mantenerme delante de usted hasta llegar a Reno.
—Todavía no está usted en Nevada —le dije—. Aún está en California.
No contestó, sino que se volvió, corrió hasta su coche sentándose ante el volante, cerró la puerta con violencia arrancó a toda velocidad.
Intenté adelantarla, pero no pude. Iba conduciendo como un demonio, y cada vez que trataba de pasarla, se corría hacia el centro de la carretera.
Íbamos a 120 kilómetros por hora, cuando el faro rojo de señales brilló a mis espaldas. El policía me hizo señas de que me echase a un lado de la carretera y parara. No había nada que hacer y obedecí. El policía aparejó su coche con el mío y me ordenó:
—Sígame, pero sin tratar de mantenerse cerca de mí. Yo voy a parar el coche que va delante.
Partió como un rugido. Aceleré al máximo, y veía la luz roja del coche de la muchacha y oía el chillido de la sirena, disminuido por la distancia.
La chica le hizo darse una tremenda carrera. Tuve que esforzarme para mantenerme cerca. Finalmente, la pudo acorralar y sacarla de la carretera, justamente antes de llegar al límite del Estado, a unos veinticinco kilómetros de Reno.
El policía estaba furioso. Llegué y estacioné mi coche detrás del suyo, me apeé y me acerqué adonde estaba parado.
—Esa joven ha sido asaltada —le dije—. Íbamos corriendo en busca de la autoridad. Si se hubiera parado a escuchar lo que trataba de decirle, podría haber capturado a aquel coche lleno de gamberros que iba hacia Susanville. ¡Pero nada de eso! Estaba usted tan ocupado dando órdenes que no podía escucharme.
Inclinando la cabeza a un lado, me preguntó:
—¿De qué me está usted hablando?
—De un coche lleno de gamberros que desviaron a esta joven fuera de la carretera, y trataron de violarla. Quién sabe lo que hubiera ocurrido si no hubiera aparecido yo. ¡Mírela! ¡Fíjese en su ropa!
El policía exclamó:
—¿Qué clase de cuento es ése? Lo que le pasa a ella es que está borracha. Conducía de un lado a otro de la carretera. Usted trataba de pasarla y ella se le ponía delante. Usted la perseguía, y…
—Lo que ocurre es que está histérica —le interrumpí—. Hecha un manojo de nervios. Estaba tratando de llegar a algún sitio desde donde telefonear a la patrulla de caminos.
—Pues yo llevaba la sirena sonando —me respondió—, y no me hizo el menor caso.
Me acerqué al coche de la chica, y pregunté:
—¿Oyó usted la sirena, señorita?
Se echó a llorar y dijo:
—Creo que la oí, pero estaba demasiado asustada para parar. Creí que eran otra vez esos sinvergüenzas que regresaban.
Le dije al policía, a modo de explicación:
—La hicieron parar de esa manera. Uno de los muchachos imitó el sonido de una sirena. Una imitación bastante buena. La chica arrimó el coche a un lado de la carretera y paró, y entonces la sacaron por la fuerza.
—¿Dónde estaba usted? —me preguntó.
—Debo haber estado a unos ocho kilómetros de distancia —le contesté—. Cuando me pasaron también me hicieron salir de la carretera.
—¿Qué marca de automóvil era?
—Un «Buick» del año 52, sedán, color negro.
—¿Cuántos eran?
—Cuatro —dije—. Todos muy jóvenes. Uno llevaba un jersey y una chaqueta de cuero color tabaco, otro una chaquetilla de gamuza, el tercero un suéter abotonado y el restante un abrigo deportivo y una camisa sin corbata, con el cuello fuera del abrigo.
—¿Tomó el número de la matrícula?
—Sí —admití tímidamente—, y luego en la confusión se me olvidó. No tuve la oportunidad de anotarlo, porque no quise perder de vista a esta joven, para que no le sucediera algo.
El policía permaneció indeciso por un instante, y luego dijo:
—Parece cierta pandilla que nos ha estado dando que hacer. ¿Es uno de ellos un rubio alto?
—Sí —le contesté—. El que vestía la chaquetilla de gamuza. Parecía un jugador de baloncesto.
—¿De unos diecinueve o veinte años, y de un metro ochenta y cinco más o menos? —quiso saber.
—No estoy muy seguro —le dije—. Se marcharon de allí volando cuando llegué y paré mi coche.
—¿Pensaba enfrentarse usted sólo con esos cuatro rufianes? —me preguntó.
—No sabían que iba yo solo en el coche —le contesté—, y además, tengo una pistola que podía haber usado en caso necesario.
—¿Tiene pistola?
—En efecto.
—Déjeme ver su permiso.
Le mostré mis credenciales.
Meditó por unos instantes, y dirigiéndose a la joven le dijo:
—A ver su permiso de conducción.
La chica se lo dio.
—Stella Karis, ¿eh? Está bien, ¿qué quiere usted hacer? ¿Quiere presentar una denuncia?
—Eso es lo que quería, pero ya no quiero. ¿Para qué dejar que salga mi nombre en los periódicos, después de todo lo que he pasado?
El policía le dijo:
—Con eso no va a ayudar a la próxima chica a quien detengan en la carretera, miss Karis.
Intervine para decir:
—Si le hacen una entrevista, miss Karis, no necesita mencionar que el agente la siguió a usted en vez de seguir a ese coche lleno de delincuentes juveniles.
El policía frunció el ceño.
—¿Dijo usted que era un «Buick» del año 1952?
—Sí.
—¿Un sedán negro?
—Negro, o de un color tan oscuro que lo parecía. Tal como yo lo entiendo, ellos la adelantaron una vez, después aflojaron la marcha y dejaron que ella les pasara. Luego, volvieron a adelantarse observando el coche, y entonces se quedaron muy atrás. Por último, la tercera vez, volvieron, haciendo el ruido de la sirena y cuando miss Karis se detuvo, la sacaron a rastras del coche, y…
—Está, bien, está bien —dijo el policía—; pero debiera haberse acordado usted del número de la matrícula.
—Si usted me hubiera hecho caso cuando le gritaba —le contesté—, todavía habría tenido tiempo de alcanzarlo.
—Quizá —murmuró él—; pero ésa no es excusa para que miss Karis condujera de esa manera.
—Es que sufre un trastorno emocional.
—Bueno, bueno —dijo—. Me iré al puesto más cercano para avisar por teléfono para que bloqueen la carretera. Es probable que esos gamberros hayan desviado por otro camino, pero queda una posibilidad de atraparlos. Ya hemos tenido problemas con esa pandilla. ¿Podría usted identificar el coche, Lam?
—No le vi ningún distintivo especial, pero sé que iban cuatro de esos jóvenes gamberros y que era un sedán negro, un «Buick» del año 1952. Eso es lo más que puedo decirle; aparte de que podría identificar a ese muchacho rubio, o por lo menos creo que podría. Y quizá también al tipo rechoncho de pelo negro. A los demás no los pude ver tan bien.
—Está, bien, me iré a telefonear.
El policía regresó hasta su coche, se montó en él, y pasó por nuestro lado como un rayo.
Permanecí junto a la ventanilla del coche de Stella Karis. De repente, se echó a reír, y dijo:
—Donald, ¿creyó usted seriamente que le iba a denunciar?
—Pues a juzgar por el traje que se desgarró…
—No quería que se mezclara en mis asuntos. He comprobado que es un sistema excelente para alejar a cualquier hombre que se pone impertinente. Es algo que les aterra verdaderamente. Ahora tengo que abrir mi maleta y cambiarme de ropa.
—Será, mejor que espere hasta que hayamos cruzado el límite del Estado —le dije—. Pasaremos por un puesto de control que está en la misma línea divisoria.
—Muy bien, usted guía.
—Perfectamente —respondí—. ¿Qué le parece si cenamos juntos en Reno?
Se rió, y me dijo:
—Trabaja usted muy de prisa. ¿Qué es lo que se trae entre manos, eh?
—Ando atando cabos sobre lo de Drude Nickerson, el taxista —le contesté—. Me echaron de la ciudad.
Abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Era eso lo que estaba haciendo?
—Sí.
—Pues acepto su invitación a cenar. ¿Conoce un buen motel?
—Naturalmente.
—Pues adelante, y yo le sigo.
El policía de tránsito estaba telefoneando desde el puesto de control cuando pasamos. Le saludé agitando la mano y apenas movió la suya para contestarme. Supuse que la publicidad le interesaba tanto como a nosotros. También me inquietaba la idea de que pudiera estar repasando en su imaginación todo lo ocurrido y que, al final de sus razonamientos, el resultado no fuera muy agradable.
Atravesamos la línea divisoria, y unos ocho kilómetros antes de llegar a la ciudad, paramos.
Stella Karis detuvo su coche detrás del mío, sacó una maleta, y se situó al otro lado del vehículo.
No le llevó más de un minuto quitarse la blusa y la falda desgarradas, y ponerse otro traje. Volvió hacia donde yo estaba, y mirándome de arriba a abajo, me preguntó:
—¿Bromea usted o habla en serio?
—Hablo en serio —le contesté.
—¿Le interesa a usted Drude Nickerson?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por razones que no le puedo contar, y que tampoco pude contar a las autoridades locales. Por eso me dijeron que me largara.
—¿Y cuál es su opinión? —me preguntó.
—¿Acerca de qué?
—No sea tonto. De Nickerson.
—En estos momentos no puedo darle ninguna.
—¿Por qué no?
—Por varias razones.
—¿Quiere usted decir que no tiene opinión, o que no puede dármela?
—No puedo dársela.
—¡Vaya! —dijo—. Resulta usted una gran ayuda.
—Estoy trabajando —le contesté.
—Muy bien —exclamó—. Me invitó a cenar y acepté. Y también voy a averiguar la información que quiere.
—¿Cómo? —le pregunté.
—Con astucia —me contestó—. Con encanto seductor. Quizá con bebida.
—¿Qué interés tiene en lo de Nickerson? —inquirí.
—No tengo el menor interés.
—No me haga reír.
—Condúzcame a un motel —me dijo—. Y nada de cosas raras cuando nos inscribamos. Usted en un cuarto sencillo y yo en otro, y confío que estén bien lejos el uno del otro. Me concede veinte minutos para refrescarme y arreglarme, y luego, con mucha delicadeza, golpea con los nudillos en la puerta de mi habitación y nos iremos a cenar. ¿Viaja con los gastos pagados?
—Sí.
—Magnífico —fue su comentario—. Usted paga.
—Yo pago —respondí.
Entré en el coche, y me dirigí a Reno. Escogí un buen motel, pero estaba lleno. Fui a otro y también estaba lleno. Me acerqué al coche de Stella Karis, y le dije:
—Puede que tengamos dificultad para encontrar hospedaje.
—Está bien —me contestó—. Trataremos de acomodarnos lo mejor que podamos.
—Supongo que no podemos obtener dos departamentos separados —le dije—. ¿Podríamos…?
—No, no podríamos —me interrumpió.
—¿Podríamos —seguí insistiendo— quedarnos en diferentes moteles?
Sonrió.
—Le juzgué mal, Donald. Sí que podríamos.
—De acuerdo —dije—. Seguiremos probando.
El siguiente motel tenía una apariencia bonita y moderna. Había dos habitaciones individuales.
El gerente nos examinó con cierto escepticismo, pero nos dio las llaves.
—Veinte minutos —me recordó Stella.
—¿Va a telefonear? —le pregunté.
—A lo mejor —contestó sonriendo—. ¿Y usted?
—Voy a poner un telegrama.
—Muy bien. Y recuerde: veinte minutos.
Entré en mi cuarto, y redactó un telegrama para Bertha, que decía:
«La situación es puramente hortícola. Otra planta simplemente. No hay motivo para excitarse, pero no creo que nuestro cliente quiera agregar una planta de esta variedad tan corriente a su colección. Recuerdos, Donald».