LA muerte de William Desmond Taylor se convirtió en un tema clásico en Hollywood.
Taylor había sido un famoso director, en la época del cine mudo.
Cuando en las primeras horas de la mañana de 1921, el mayordomo, y brazo derecho de William Desmond Taylor, abrió la puerta del anexo donde vivía éste, en el patio de los «bungalows», y lo encontró tumbado en el suelo, muerto, comenzó una serie de acontecimientos en cadena que tuvo repercusiones inesperadas.
Se descubrió que William Desmond Taylor no era William Desmond Taylor, sino un tal William Deane Tanner, desaparecido de Nueva York misteriosamente unos años atrás. Los datos biográficos del famoso director de películas eran tan falsos como los argumentos que él había concebido en los días de la pantalla silenciosa.
Unas historias que circularon por Hollywood, y que acabaron por publicarse en los periódicos, hablaban de una camisa de dormir de seda, perteneciente a una mujer misteriosa, y que el mayordomo había encontrado muy bien doblada en el cajón de un armario de la planta alta. El mayordomo la había vuelto a plegar con mucho cuidado y de determinada manera, notando que, a intervalos regulares, la vaporosa prenda había vuelto a ser doblada de diferente manera.
Los nombres de actrices de la pantalla —nombres famosos por aquellos días— se mezclaban y entremezclaban en el caso, con declaraciones portentosas, explicaciones, comentarios y rumores, completamente en consonancia con los gestos exagerados de las películas mudas.
Como se recordará, en aquellos tiempos del cine, un actor que salía en persecución de alguien que le llevaba sólo cuatro pasos de ventaja, corría hasta un ángulo de la pantalla, se paraba en seco mirando invariablemente hacia donde no debía y se ponía la mano de visera sobre los ojos para dar a entender que estaba mirando; luego se volvía en la otra dirección, repitiendo la maniobra con la mano sobre los ojos, y señalaba con un dedo para indicar, sin el menor error posible, que el perseguido seguía tal dirección. Entonces, y sin la menor transición, salía corriendo, reanudando la persecución hasta llegar al otro extremo, donde volvía a repetirse toda la pantomima.
La investigación del asesinato de William Desmond Taylor, siguió una técnica similar.
Tomé un sin fin de notas.
Cuando la biblioteca cerró, terminé, por aquella noche, con dos cuadernos de taquigrafía llenos de apuntes.
El miércoles por la mañana regresé a los archivos del periódico.
Al volver a la oficina, Berta Cool salía en aquel momento a comer.
—¿Has estado en Susanville? —me preguntó.
—Voy ahora.
—¿Qué vas ahora? —exclamó—. ¡Santo Dios! Se supone que hace tiempo que debías haberte marchado. Nuestro cliente llamó por teléfono, y le dije que ya estabas allí.
—Estupendo —contesté.
—¿Qué diablos has estado haciendo? —chilló Bertha.
—Haciéndome un seguro —le contesté.
—¿Un seguro?
Asentí con la cabeza.
—¿Para qué?
—Para no perder nuestra licencia —le dije.
—¿Cuándo vas a irte? —preguntó Bertha, demasiado exasperada para interesarse por nada más.
—Ahora —le contesté—. Tomaré el avión hasta Reno, y allí alquilaré un coche para ir a Susanville.
Lanzándome una mirada furibunda, Bertha preguntó:
—¿Cuándo llegarás a Susanville?
—Todo depende —le respondí.
Bertha agregó:
—Nuestro cliente está hecho un manojo de nervios. Ha telefoneado dos veces. Quería saber si ya te habías marchado y yo le dije que sí.
—Magnífico. Mientras crea que estamos ocupándonos de su asunto, estará satisfecho.
El rostro de Bertha se ensombreció.
—¿Para qué demonios necesitas sacar un seguro, si estamos trabajando en un caso ya muerto y enterrado?
—Precisamente porque se trata de un caso muerto y enterrado.
—¿Qué quieres decir?
Le expliqué:
—A la policía le gustaría resolver el caso Endicott. Tienen un testigo, un taxista llamado Drude Nickerson: todo el asunto depende de él. De repente, la columna necrológica del diario, informa de la muerte de Drude Nickerson, en Susanville. Un funeral privado. Sin flores. Uno supondría, naturalmente, que iban a enviar el cadáver a Citrus Grove, y que el funeral se efectuaría allí.
Bertha parpadeó varias veces tratando de digerir lo que le contaba.
—Hasta la vista —le dije, dirigiéndome hacia la puerta.
—¡Qué me zurzan si lo entiendo! —murmuró Bertha, al tiempo que yo abría la puerta.