coolCap3

AL entrar en la oficina, la telefonista me dijo:

—Bertha está, desesperada tratando de encontrarle.

Miré el reloj, alcé las cejas y dije:

—Ya voy.

Atravesé el salón de espera, y abrí la puerta de la oficina particular de Bertha, sin que la telefonista tuviera tiempo de avisarla por teléfono.

Ansel estaba muy tieso, sentado en la silla, y con sus largas piernas cruzadas. Su rostro mostraba un gesto de martirio y reproche.

Bertha Cool me lanzó una mirada. El color de su piel era unos dos tonos más oscuros que de costumbre.

—¿Dónde diablos has estado? —me preguntó.

Le indiqué a Ansel con la cabeza, y contesté:

—Trabajando en el asunto de nuestro cliente. ¿Por qué?

—Porque me fue imposible localizarte.

—Estuve fuera.

—Así parece. Se supone que tenías que traerle un informe a Mr. Ansel.

—Ya lo tengo.

Ansel arqueó sus negras cejas.

—¿De verdad? —dijo suavemente.

Me acerqué a estrecharle la mano, y apoyándome en un extremo del escritorio de Bertha, dije:

—Conseguí todo lo que usted quería.

—¡Eso es estupendo! —exclamó Ansel—. ¿Quiere decir que ha podido localizarle?

—Sé su nombre —le contesté—. El hombre que usted busca es Karl Carver Endicott. Vive en Citrus Grove. Se casó con Elizabeth Flanders hace seis años.

Y ahí mismo dejé de hablar.

Ansel se inclinó hacia adelante en el borde de la silla, esperando que yo continuase.

Encendí un cigarrillo.

Los segundos transcurrían, y el silencio se hacía insoportable. Bertha comenzó a decir algo, pero se dio cuenta de que mi silencio era intencionado y decidió callar. Ansel cambió de posición; me miró, miró a la alfombra y después otra vez a mí.

Yo seguí fumando.

—¿Y bien? —preguntó Ansel finalmente.

—Y bien, ¿qué? —contesté, aparentando sorpresa—. Ésa es la información que usted deseaba. El nombre del individuo es Karl Carver Endicott. La dirección de su residencia era efectivamente Citrus Grove; pero no en la misma ciudad, sino en las afueras, en un rancho sembrado de naranjos llamado Whippoorwill.

—Whippoorwill —repitió en voz baja.

Sonreí.

—Así es, en efecto. Whippoorwill.

Yo continué fumando, y Ansel permaneció sentado, pero moviéndose inquieto.

—Bien —le dije a Bertha—. Ahora me marcho. Estoy trabajando en el caso Russet, y…

—Pero ¿y lo mío? —preguntó Ansel.

Me volví sorprendido, y le miré.

—¿Lo suyo?

—Mi asunto.

—Se terminó. Ya está resuelto. Usted quería averiguar el apellido de su amigo Karl, a quien conoció en París, y también quién era el sujeto en cuestión. Ya le conseguí el apellido.

—Muy bien, ¿y dónde se encuentra Karl ahora? —me preguntó.

—¡Por Dios! —dije—. Eso no fue lo que usted quiso que le descubriésemos. ¡Yo qué sé dónde está ahora!

Se humedeció los labios con la punta de la lengua.

—Me gustaría mucho saberlo.

—Puede que eso resulte difícil —le respondí.

—¡Por todos los santos! ¿Por qué? —exclamó Bertha—. Un hombre como ése no tiene por qué marcharse sin dejar su dirección.

—Depende de donde haya ido —le dije de un modo muy ostensible.

Bertha captó el significado de mi mirada, y guardó silencio.

—Pues claro que me gustaría saberlo —dijo Ansel—. Yo creía… ¡En fin, que no se me había ocurrido que usted averiguara el apellido solamente!

—Eso fue todo lo que usted pidió.

—Quizá no me expresé con suficiente claridad —añadió Ansel.

—Tal vez no.

—Bueno —interrumpió Bertha, con impaciencia—. ¿Para qué diablos está usted perdiendo su tiempo con detectives privados, si ya consiguió el nombre y la dirección de ese individuo? Váyase a una cabina telefónica, llámelo. Escríbale una carta o una postal. Póngale un telegrama.

—Eso mismo, Ansel —le dije—. Usted quería ponerse en contacto con el amigo Karl, al que conoció en París. El que tenía una idea para una novela, ¿recuerda?

Ansel se pasó la mano por el pelo y dijo:

—Seguramente descubrió usted algo acerca de Karl mientras averiguaba su nombre.

—Por supuesto —respondí—, pero fue por casualidad y completamente aparte de su encargo. Lo único que nosotros teníamos que averiguar era el apellido de esa persona. Usted quería saberlo, y nosotros se lo conseguimos.

—Y vuelvo a repetir —dijo Ansel—, que quizá no me expresé bien.

—Indudablemente —le contesté—; porque si lo que a usted le interesa es el asesinato, se expresó francamente mal.

—No me interesa el asesinato —dijo Ansel—. Yo quería solamente… —De repente su voz se quebró, quedando silencioso.

Le miré sonriendo.

—¿Y cómo sabía que se había cometido un asesinato, Ansel?

Trató de contestarme, pero no pudo. Hizo ademán de hablar, pero desistió de hacerlo.

Oí el crujido que hizo la silla de Bertha Cool, cuando ésta, súbitamente interesada al olfatear una presunta ganancia monetaria, se echó hacia delante igual que un perro de caza que olfatea su presa.

—Si está usted interesado en conocer detalles del asesinato, Ansel —le dije—, ha cometido varias equivocaciones muy importantes. Una de ellas fue no decirme que al principal sospechoso se le describió como a un individuo alto, más bien delgado, de cabello oscuro, ojos negros y largos dedos de artista. Hay un chófer de taxi que parece ser que puede identificarle. —Continué—: Y también cometió el error de no advertirme sobre lo que tendría que afrontar, para haber podido actuar con cautela. Como no fue así no tomé las precauciones debidas, y a estas horas las autoridades saben que la firma de «Cool y Lam» está interesada en el caso de Karl Endicott. Como quiera que la policía tiene inteligencias desagradables y escépticas, no creerán de manera alguna que mi único interés en el caso era el de localizar al «buenazo de Karl», que le dio una idea para una novela, cuando ambos se encontraban en París. Pensarán, más bien, que estábamos interesados en alguna nueva faceta del asesinato; y, dentro de muy poco tiempo va a querer saber el porqué de nuestro interés.

Proseguí en el mismo tono:

—Su tercer error consistió en no darnos una dirección donde pudiéramos avisarle, y, así, cuando vi el cariz que tomaba el asunto, hubiera podido prevenirle y advertirle que no viniera a la oficina. No obstante, ya que se han cometido todas esas equivocaciones, tendrá usted que sufrir las consecuencias. La próxima vez que utilice los servicios de una agencia de detectives, dígales claramente lo que quiere. Mientras tanto, páguenos cincuenta dólares.

—¡Pero…! ¡Pero…! —exclamó Ansel, escupiendo como un motor de motocicleta frío—, está usted sacando sus propias conclusiones.

—Los detectives suelen hacerlo —le dije.

Se revolvió inquieto en la silla.

—Lo siento mucho —añadió al cabo de un instante.

—Está bien —concluí—, nosotros cumplimos el trabajo que nos encomendó. Le conseguimos los informes que usted dijo que quería. No somos adivinos. Dele a mi socio los cincuenta dólares que nos debe.

Me encaminé a la puerta.

—¡Oye, espera un momento! —exclamó Bertha—. ¿Adónde vas?

—Afuera —le contesté.

Ansel permaneció allí sentado, y no parecía estar muy satisfecho.

Salí de la oficina, y una vez en la calle me dirigí al lugar donde había aparcado el cacharro de la agencia; subí a él, puse el motor en marcha y esperé.

Pasaron casi quince minutos antes de que apareciera Ansel.

Miró recelosamente a su alrededor un par de veces, pero pareció sentirse seguro cuando notó que nadie se fijaba en él.

Tenía aparcado su coche en el mismo lugar donde estaban los nuestros. Al salir Ansel, pude echarle un buen vistazo. Era un «Chevrolet» en buenas condiciones, modelo indefinido, tendría unos cuatro años, y el número de la matrícula era AWY 421.

Fui siguiéndole durante un rato y él no lo hizo del todo mal. Al llegar a un lugar donde no había mucho tráfico, empezó a doblar hacia la derecha por una calle y a la izquierda por la siguiente, trazando —en su recorrido de cuatro manzanas— una especie de número ocho. Sin duda, iría también observando por el espejo retrovisor, por si algún curioso se interesaba en sus maniobras.

Dejé de seguirle, recorrí medio kilómetro por la avenida principal, estacioné el coche en una calle lateral y esperé.

Ansel seguramente realizó una serie de maniobras complicadas para tratar de esquivarme, porque pasaron unos veinte minutos antes de que yo viera aparecer su coche por la avenida.

Como para entonces ya se había convencido de que nadie le seguía, me fue muy fácil situarme a sus espaldas.

Le seguí hasta un «bungalow», en Betward Drive.

Estacionó el coche, y yo paré mi cacharro en la mitad de la calle. Le vi bajar y entrar en el «bungalow».

Como pasaron treinta minutos y no salía, regresé a la oficina.

Las chicas se habían marchado a casa. Bertha estaba sola, sentada y esperándome.

—¿Dónde diablos te has metido?

—Por ahí.

—¿A quién se le ocurre levantarse, y dejar a un cliente en medio de una conferencia?

—Nosotros cumplimos y resolvimos el trabajo que nos encomendó.

—¿Y qué? —dijo Berta—. Si fueras la mitad de lo inteligente que aparentas ser, te darías cuenta de que haber terminado un trabajo no quiere decir que Ansel no nos dé otro.

—Estaba seguro que nos iba a ofrecer otro —dije yo.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Bertha.

—Quiere que averigüemos si es prudente que regrese.

—¿Qué quiere decir si es prudente que regrese?

Le expliqué:

—La noche del crimen, un taxista llamado Nickerson llevó a un pasajero a casa de Endicott. Nickerson le describió como un hombre alto, delgado, de ojos negros, de cerca de treinta años y que llevaba un portafolio. Poco antes de llegar a casa de Endicott, abrió el portafolio, sacó un revólver y se lo metió en el bolsillo. El chófer del taxi pensó que era un atraco, y le observaba por el espejo retrovisor, pero no fue atraco. El pasajero continuó hasta el rancho de Endicott, y allí pagó el taxi, le dio al chófer un dólar de propina, y se dirigió hacia la puerta principal. El taxista siguió en lo suyo, pero al día siguiente dio parte a la policía.

—¿Nickerson, eh? —preguntó Bertha.

Incliné la cabeza.

—¿Es el único testigo?

—Es el único que ha mencionado la policía. Había un banquero en la sala, un sujeto llamado Hale. Tenía una cita de negocios con Endicott.

—¿Qué pasó? —preguntó Bertha.

—Todos los criados habían salido aquella noche. Endicott tuvo un serio disgusto con su esposa, poco antes, y ésta hizo una maleta y se marchó en su coche. Afortunadamente para ella, paró en un poste de gasolina en Citrus Grove, donde tenía cuenta. Mandó que le llenaran el tanque y que le revisaran el aceite. El empleado recuerda la hora, porque iba a cerrar cuando ella llegó.

Proseguí:

—Hale dijo que sonó el timbre de la puerta. Endicott se excusó y fue a abrir. Hale oyó que un hombre sostenía una breve conversación con Endicott y luego pasos en el vestíbulo, voces, y al cabo de dos o tres minutos, el ruido de un disparo que provenía del piso alto. Hale subió corriendo y tardó unos en encontrar a Endicott, que estaba en una de las alcobas y yacía en el suelo, en un charco de sangre. Estaba muerto. Una bala calibre 38 le había perforado el cráneo.

Los ojillos avariciosos de Bertha brillaban a causa la intensa concentración.

—¿Qué pasó con el taxista? —preguntó.

—El taxista sabe que su pasajero llegó a la casa uno o dos minutos antes de las nueve, porque terminaba su turno a esa hora. Entregó el coche en el garaje con siete minutos de retraso. El testigo Hale sitúa el disparo a las nueve en punto, y el empleado de la estación de servicio de Citrus Grove dice que Mrs. Endicott salió de allí a las nueve en punto, cuando él estaba a punto de cerrar.

»Mrs. Endicott se dirigió a San Diego. Nadie conocía su paradero. Más adelante le contó a la policía que no supo nada del crimen hasta la mañana siguiente, cuando oyó la noticia por radio. Regresó para asistir al funeral. Endicott no había hecho testamento. Su esposa lo heredó todo. No había más herederos. Pasados unos meses, mistress Endicott se fue a vivir definitivamente a Whippoorwill, a la casona de los Endicott. Sale muy raras veces y dicen que lleva vida de reclusa.

Hice una pausa, y añadí:

—Hale le ha contado a algunos amigos íntimos que poco antes del crimen, Endicott le confió que su esposa le había dejado para siempre, y que Endicott estaba muy abrumado y extraordinariamente nervioso. La policía tiene la idea de que Endicott estaba sufriendo chantaje por parte de alguien, y que la persona que le asesinó puede haber sido el chantajista.

—¿En qué se fundan? —preguntó Bertha.

—En que Endicott había retirado veinte mil dólares del Banco aquella mañana. Era la tercera vez que retiraba gruesas sumas en un período de tres meses. Las otras veces había sacado diez mil. Le dijo a Hale que esperaba a un visitante, que sólo estaría breves momentos.

—¡Pues vaya negocio! —dijo Berta Cool—. ¡Diez mil pavos al mes! ¡Menudo chantaje!

—¡Menudo chantaje, sí! —respondí.

Bertha se sumió en sus pensamientos.

—¿Dejaste que Ansel te engatusara o estamos libres? —le pregunté.

—¿Qué diablos quieres decir con eso de que «te engatusara»? —preguntó Bertha a su vez.

—Pues verás —le dije—, Ansel se ajusta perfectamente a la descripción del tipo que dio el taxista, el que llegó a casa de Endicott unos minutos antes del disparo. La policía cree que se trataba del chantajista y que Endicott le presentó un ultimátum, y le dijo que no pagaba un centavo más.

—¿Y qué más? —indagó Bertha.

—¿Qué harías tú si fueras un chantajista, Bertha? —le pregunté—. Supón que tuvieras a un idiota que te pagara diez mil dólares al mes. ¿Le matarías?

—¡Quita de ahí, hombre! —exclamó Bertha—. Le sacaría un seguro de vida, y alquilaría un guardaespaldas para vigilarle, y cuidar que no lo atropellaran al atravesar las calles.

—Exactamente —comenté.

Bertha siguió pensando.

—Entonces, a no ser por ese taxista, no tendrían caso.

—Probablemente —le dije—. Sin embargo, con la policía uno nunca puede estar seguro. Son endiabladamente listos.

—Es indudable que lo son —aseguró Bertha—. ¿Conoces el nombre de pila del taxista?

—Es un nombre poco corriente.

—¿Cuál?

Saqué un cuaderno de notas y leí.

—Drude. D˗r˗u˗d˗e. Drude Nickerson.

Una sonrisa afloró a los labios de Bertha.

—Donald —dijo—, algún día tendrás que admitir que aunque tienes talento para resolver un problema, Bertha lo tiene cuando se trata de ganar dinero.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

Bertha abrió el cajón de su escritorio, y sacó cinco billetes nuevos, sin desdoblar, de cien dólares cada uno.

—¿Qué es eso? —pregunté yo.

—Un anticipo —contestó ella.

—¿Para qué?

—Por un informe que ya tenemos.

—¿Qué quieres decir?

—¿Cómo conseguiste los detalles e informes del crimen?

—Porque cuando me di cuenta que nos habíamos metido en un asunto que probablemente no nos convenía, le pasé revista a los periódicos para averiguar de qué se trataba y estar preparados.

—Bueno, pues ya tienes el informe —dijo Bertha—. Ahora échale un vistazo a esto.

Me tendió un recorte de periódico procedente de la sección necrológica de un diario.

Lo leí.

«Nickerson, Drude, esposo amantísimo de María Nickerson. Muerto en accidente de automóvil cerca de Susanville, California. Funeral privado, Funeraria Susanville. No envíen flores».

—¡Qué interesante! —dije—. Pero ¿qué tiene eso que ver con el anticipo de quinientos dólares?

—Hemos de averiguar si ese tipo que ha muerto es el mismo Nickerson que condujo el taxi a casa de Endicott. Cobraremos quinientos dólares más al terminar la investigación, y además una cantidad razonable para gastos. ¡Adelante, Donald!

—No debiste aceptarlos, Bertha.

—¿Qué demonios quieres decir con que no debí aceptarlos? —gritó Bertha—. Son quinientos dólares perfectamente legales. Podemos utilizarlos para pagar nuestros impuestos. No me digas que no los necesitamos.

—Es un asunto peligroso.

—Estoy de acuerdo —contestó Bertha—, es un asunto peligroso. ¿Y qué? Todo lo que ese tipo quiere es que contestemos una sencilla pregunta: si Drude Nickerson es el taxista.

Miré el reloj.

—Bueno —exclamé—, hay que confiar en que todavía tendremos tiempo.

—¿Tiempo qué? —gritó Bertha.

—Para investigar el asesinato de William Taylor —le contesté—. Seguramente te acuerdas del caso. Ocurrió en 1921. Es uno de los crímenes sin resolver más famosos de Hollywood.

Por primera vez saqué a Bertha de quicio.

—Uno de los dos está completamente loco —gritó.

Abrí la puerta.

—¡Vuelve aquí! —gritaba Bertha a voz en cuello—. Regresa, enano ridículo, y…

La puerta de la oficina se cerró y ahogó el sonido.

Me dirigí rápidamente a la biblioteca pública, y comencé a buscar en los archivos el asesinato de William Desmond Taylor.