coolCap23

EL tribunal abrió la sesión de la tarde. El fiscal volvió a llamar al testigo Steven Beardsley.

Beardsley declaró que el experto de la defensa y él habían examinado el arma en cuestión, que ambos llegaron a la conclusión de que el arma, a la que se refería como «segunda arma», era con toda probabilidad la que sirvió para cometer el asesinato. Beardsley declaró también, sin embargo, que, aunque nuestro experto había extraído algunas muestras de tierra del segundo revólver, quedaba la suficiente incrustada para hacer posible una clasificación de la misma, y en este caso era enteramente diferente de la tierra donde estaba plantado el seto o cerca de arbustos, y de la tierra adherida al primer revólver que se presentó como el revólver Ansel. Al segundo le llamaban el revólver Manning.

No podía existir la menor duda, por lo tanto, de que el revólver Manning estuvo enterrado por un período de tiempo en otro lugar que no era el seto; que había sido desenterrado recientemente y vuelto a enterrar en el seto, que por supuesto no podía decir quién hizo aquello, pero que alguien lo había hecho.

El testigo, miró a Mrs. Endicott que le sostuvo la mirada sin pestañear y sin que se alterara su inexpresiva cara de póquer.

—¿Está usted convencido de que el arma a la que se refiere usted como el revólver Manning es la misma que disparó el proyectil fatal?

—Sí, señor, ésa es mi opinión.

A riesgo de ser amonestado por el tribunal, escribí una nota, y se la hice entregar a Barney Quinn por conducto del alguacil.

Dicha nota decía simplemente: «No interrogue al testigo y dé por terminado su caso inmediatamente».

Quinn leyó la nota, se volvió hacia mí, arrugó el ceño, pensó por un momento, y miró hacia Irvine.

Éste se inclinó sarcásticamente al tiempo que decía:

—Su testigo, señor abogado.

—No deseo interrogarle —dijo Quinn.

—Hemos presentado nuestro caso. La acusación ha terminado —anunció Irvine.

—La defensa ha terminado —exclamó Quinn.

Fue evidente la sorpresa experimentada por Irvine.

—Señoría —balbuceó—, yo… esto me ha cogido completamente por sorpresa.

—Pues no hay motivo para ello —le indicó el juez Lawton—. Yo creo que un abogado de la acusación veterano hubiera podido prever la jugada. ¿Desea usted proceder con su alegato?

—Muy bien, Señoría —contestó Irvine.

Irvine pronunció un largo discurso preliminar.

Le siguió Quinn en el uso de la palabra, exponiendo las peculiaridades del caso, el hecho de que el arma asesina se hubiera relacionado con la testigo Manning; que aunque se había intentado demostrar de una manera indirecta que Mrs. Endicott había enterrado algo en el seto, la acusación no había podido mostrar de qué se trataba.

Le incumbía al ministerio fiscal probar su caso más allá de toda sombra de duda. No pudo probar que Mrs. Endicott hubiera enterrado nada y que en un lugar cercano otros hubieran desenterrado algo. Era de la incumbencia del ministerio fiscal hacer excavar toda la tierra donde estaba plantado el seto, y demostrar sin la menor sombra de duda que no había algún otro objeto enterrado allí.

Por otro lado, preguntaba cómo podía haber estado Mrs. Endicott en posesión del arma homicida si ella no estaba en la casa. Si Ansel hubiera pretendido matar a Endicott, lo hubiera hecho con el revólver Ansel y no con el revólver Manning. Resultaba claro que no iba a arrojar su revólver por la ventana para entrar en el dormitorio, y que diera la casualidad de encontrar otro allí.

Quinn desafió al fiscal a que reconstruyera el crimen. Dijo que retaba a Irvine a que probara exactamente cómo se había cometido el asesinato.

Irvine cogió un lápiz con el que tomó notas. Se le veía sonriente.

Quinn se sentó. Irvine se levantó muy despacio, de una manera muy digna. Anunció que aceptaba el desafío que de manera tan tonta le había lanzado la defensa.

Dijo que mostraría exactamente lo ocurrido. Describió a Ansel como emotivamente perturbado e indeciso. Primero intentó matar a Endicott; después, quiso hacer todo lo contrario. Había arrojado su revólver por la ventana, y pensaba abandonar la casa. De pronto, se le presentó la oportunidad, y apoderándose del revólver que se hallaba sobre la cómoda, asesinó a Endicott.

Irvine estaba de pie junto a la tribuna del jurado. Sus expresivos ojos miraban a los de las mujeres del jurado. Recurrió a todos los trucos.

El juez Lawton informó al jurado que tenían varias formas de veredicto; podían encontrar inocente al acusado; podían encontrarle culpable de asesinato en primer grado; de asesinato en segundo grado o de homicidio casual.

El juez Lawton definió el asesinato en primer grado como el perpetrado por medio de veneno o con premeditación, tortura, o por otra clase de muerte deliberada y voluntaria, o el que se comete durante la ejecución o intento de realizar incendio, estupro, robo, hurto, mutilación, o cualquier otro acto mencionado en el párrafo 288 del Código Penal.

Advirtió al jurado que todas las restantes clases de asesinatos lo eran de segundo grado, y que por homicidio casual se entendía la muerte ilegal de un ser humano, sin premeditación ni alevosía, aunque era un acto voluntario, producto de una súbita reyerta o en el acaloramiento producido por la cólera.

Advirtió al jurado que tan pronto como se retiraran a deliberar escogieran un presidente, y que cuando hubieran llegado a un veredicto, aquél avisara al tribunal inmediatamente.

El jurado se retiró a las cuatro y cuarto. Quinn se acercó a consultarme.

—No acabé de comprender su proyecto, Lam —me dijo.

—El taquígrafo judicial anotó el alegato del fiscal —le expliqué—. El fiscal cayó en la trampa, porque sostuvo que prescindiendo de lo que intentara hacer Ansel cuando fue a la casa, arrojó por la ventana el arma que llevaba consigo. El hecho constituye una renuncia a cualquier intento de cometer un asesinato premeditado. Si el crimen se cometió con el revólver de Manning, que estaba sobre la cómoda, tuvo que tratarse de homicidio casual.

—Bueno, ésa es exactamente mi opinión —afirmó Quinn—, y tengo miedo, mucho miedo, Lam, a pesar de su optimismo, de que ésa vaya a ser la opinión del jurado.

—¿Bueno, y qué? —le respondí—. Si el jurado le encuentra culpable de asesinato en primer grado, puede usted acudir al tribunal de apelación, y hacer que reduzcan el fallo a homicidio casual.

—¿Y si el jurado le encuentra culpable de homicidio casual?

—Entonces —repliqué—, espere hasta que el tribunal despida al jurado y venga rápidamente a consultar conmigo.

—Confío en todos los demonios que sepa lo que está haciendo —me dijo—. Me hubiera gustado seguir atacando a Hale. No tengo la menor duda de que cuando Hale subió, una vez se hubo marchado el acusado, y vio a Endicott en el dormitorio y el revólver sobre la cómoda, disparó contra Endicott y se apoderó de la gruesa suma de dinero que Endicott llevaba encima y con la que, aparentemente, pensaba pagar los veinte mil dólares de gratificación que le había prometido a Ansel.

—Claro que sí —asentí—, nosotros sabemos lo ocurrido, pero ¿cómo diablos vamos a probarlo? Hale mató a Endicott. Probablemente estaba enterado del engaño de Endicott a su mujer, y le sometía a chantaje por ello. Entonces, Helen Manning se fue de la lengua y Endicott decidió terminar con el chantaje de Hale. Hale subió de puntillas a escuchar. Una vez Manning se hubo marchado, y después que Ansel también salió, Hale entró en el dormitorio, se apoderó del revólver Manning, mató a Endicott y cogió los veinte mil dólares. Hale enterró el revólver en algún sitio. Después de saber que Ansel admitió haber arrojado su revólver por la ventana, lo desenterró y lo plantó en el seto para que lo encontrasen. Luego dijo que Mrs. Endicott lo había enterrado. No podemos probarlo y no nos atrevemos a intentarlo. Hale es ahora un banquero respetable. Ha utilizado el dinero robado para crearse una posición. Es como un sapo grande en un charco pequeño. El fiscal le ha cubierto con un manto de respetabilidad. Es el testigo clave de la acusación. Si usted tratara de probar que es el asesino, el jurado votaría por un veredicto de culpabilidad de asesinato en primer grado contra Ansel y entonces no podría hacer nada para remediarlo. En cambio, luchando por este otro camino, lo peor que puede suceder es que dictaminen un veredicto de homicidio casual.

—Si es así, pueden meterlo en la cárcel del Estado durante diez años —murmuró Quinn tristemente.

—Tal vez —le contesté.