LA sesión de la mañana la abrió Irvine, llamando a declarar a un testigo llegado de Nueva Orleans. El testigo manifestó que era propietario de una tienda en aquella ciudad, y que había vendido el revólver presentado por el fiscal, al acusado John Dittmar Ansel, varios años atrás. Mostró su libro˗registro de armas, donde figuraba la firma del acusado, a quien identificó.
No hubo interrogatorio por parte de la defensa.
—Y ahora, con la venia de la sala —dijo Irvine, como si se tratara de algo de rutina, y mostrando por el tono de la voz no estar interesado en ello—, quisiera solicitar la reincorporación de la declaración de la testigo Manning.
El juez Lawton ya había abierto la boca para denegar la petición, cuando Barney, poniéndose en pie rápidamente, dijo:
—¿Permite Su Señoría que diga unas palabras?
—No es necesario —contestó el juez Lawton.
—Muy bien, Señoría, muchas gracias. La defensa opina que, con la identificación del arma en cuestión, la declaración de la testigo Manning ya se había relacionado debidamente, y la defensa retira su petición de anular el testimonio de dicha señorita.
—¿Qué usted hace que…?
—Retiramos nuestra petición de anular la declaración. La defensa opina que, técnicamente, ahora debe figurar en el proceso.
—Bueno, pues el tribunal no lo cree así —afirmó con cierta aspereza el juez Lawton.
Irvine se vio en disposición de aprovechar la ventaja.
—¿Ha retirado la defensa su objeción, ha retirado su petición de anular el testimonio de la testigo Manning? —preguntó.
—Así es —aseguró Quinn.
El juez Lawton vaciló durante un largo rato.
—En vista de las circunstancias —resumió Irvine—, no existe, al parecer, objeción alguna ante el tribunal, y la deposición de la mencionada testigo es de nuevo incorporada.
—Muy bien —asintió el juez Lawton, mirando a Quinn con el ceño fruncido.
Después de aquello, Drude Nickerson fue llamado a declarar.
Nickerson, un tipo barrigón, con apariencia de cacique del barrio, inició su declaración refiriéndose a la noche del crimen, cuando andaba conduciendo un taxi. Identificó a Ansel como el individuo que tomó su coche en el aeropuerto, algo después de las ocho de la noche, el individuo parecía estar nervioso y disgustado, el individuo que él condujo hasta la residencia de Karl Carver Endicott.
Quinn interrogó muy superficialmente a Nickerson.
Luego, el fiscal llamó a declarar a Cooper Franklin Hale.
Hale subió silenciosamente a la tribuna, prestó juramento, dio su nombre y dirección, y se sentó con muchas precauciones, como asegurándose de que no había alambres escondidos o trampas secretas.
Hale declaró que había ido a casa de Endicott la noche del crimen, que Endicott había recibido a un visitante, se había excusado y había subido al piso alto; que él había permanecido abajo, esperando a que Endicott terminara de hablar con el hombre que les había interrumpido cuando tocó el timbre de la puerta, que oyó un disparo de revólver que provenía de arriba, y que al dirigirse él hacia las escaleras vio a un hombre que bajaba corriendo por ella, sucediendo todo eso inmediatamente después del disparo. Identificó al hombre con el acusado John Dittmar Ansel.
De nuevo Quinn hizo un breve interrogatorio.
—Hasta aquí, la causa del ministerio fiscal, Señoría —manifestó Irvine.
—Con la venia de la sala —dijo Quinn, poniéndose en pie—, deseo hacer constar que no se nos dio oportunidad de interrogar a la testigo Helen Manning. Según entendimos fue retirada de la tribuna, y…
—Su testimonio resultó anulado —interrumpió Irvine—, y más tarde reincorporado sin indicación alguna por parte de la defensa de desear ejercer el derecho de interrogatorio.
—Eso no obsta en lo más mínimo —decidió el juez Lawton—. Se sobrentendía que la defensa tendría la oportunidad de interrogar a la testigo. El tribunal perdió de vista el hecho, a causa de que el tribunal creyó que… No importa. La testigo Manning regresará a la tribuna para ser interrogada por la defensa.
Helen se había preparado cuidadosamente para los fotógrafos de los periódicos.
—¿No era verdad que ella le había comunicado a Mrs. Endicott lo de que John Ansel había sido enviado a una expedición suicida, unos dos días antes de la muerte de Karl Endicott?
La testigo admitió que aquello era verdad.
—¿Y no es verdad —continuó Quinn— que Karl Endicott le telefoneó a usted el día de su muerte, para decirle que lo que usted le había contado a su esposa era falso, y que deseaba una oportunidad de explicarle su punto de vista acerca del asunto, y que estaba muy disgustado de que hubiera tenido que utilizar los chismes de la oficina como fuente informativa, sin haberle dado a él una oportunidad de explicarse?
—Sí.
—¿Y no fue usted a la casa de Karl Endicott, accediendo a su ruego, el mismo día de su muerte?
—Sí.
—Y —exclamó Quinn poniéndose en pie y señalándola con el dedo—, ¿no llevaba usted un revólver del calibre 38 en su bolso aquella noche?
—No en el bolso. Lo llevaba en el sostén.
—No hay necesidad de gritarle a la testigo —intervino Irvine en voz baja—. No hay motivo para tanto dramatismo.
El juez Lawton parecía estar completamente aturdido. Miraba del pulido y suave fiscal al abogado defensor y de éste a la testigo.
—Proceda —ordenó.
—¿Y no es verdad que cuando fue usted allí aquella noche, el finado, Karl Carver Endicott, su antiguo jefe, le dijo que estaba esperando a un individuo llamado Cooper Franklin Hale y le pidió que fuera arriba y le esperara, hasta que hubiera podido librarse de Mr. Hale?
—Sí.
—¿Y fue usted allá arriba con él?
—Sí.
—¿A un dormitorio?
—Sí.
—¿Y allí descubrió Mr. Endicott el arma que usted llevaba?
—Sí.
—¿Y qué hizo con ella?
—Me la quitó y se burló de mí por llevarla.
—Y después, ¿qué pasó?
—Sonó el timbre de la puerta, y Mr. Endicott me dijo que era Mr. Hale y que le excusara.
—¿Y qué más?
—Entonces se marchó abajo, donde estuvo unos quince minutos; luego volvió a sonar el timbre y Mr. Endicott le abrió la puerta al acusado.
—¿Sabe usted que era el acusado?
—Oí su voz.
—¿Conoce usted al acusado?
—Sí.
—¿Conocía su voz?
—Sí.
—¿Y qué hizo Mr. Endicott?
—Condujo a Mr. Ansel… quiero decir al acusado, arriba, a un cuarto.
—¿Y el cuarto en cuestión, se comunicaba con el dormitorio donde usted estaba esperando?
—Sí.
—Y, luego, ¿qué pasó?
—Mr. Endicott se excusó y entró en el dormitorio, y me dijo que la situación se había complicado y que sería mejor que me fuera a mi casa, pero que más tarde se pondría en contacto conmigo y tendríamos otra cita.
—¿Y, qué hizo usted? —preguntó Quinn, mostrando por su aspecto lo sorprendido que se hallaba ante lo que ocurría.
Frente a él, se encontraba una testigo que debería estar histérica, llorando, admitiendo a empujones hechos perjudiciales y que, sin embargo, estaba allí sentada, con perfecto dominio de sí misma, tranquila y reposada, contestando a sus preguntas sin el menor síntoma de vergüenza. Y el fiscal debiera haber estado al borde del pánico, al ver como se destrozaba su caso, tan cuidadosamente preparado; por el contrario, Irvine se hallaba tranquilo, reposado y sardónico, reflejando en su apariencia la tolerancia del hombre que aguanta pacientemente las tácticas de un vulgar picapleitos, sólo por no hacer perder el tiempo al tribunal con sus objeciones.
Un agente del sheriff se acercó a mí de puntillas, y me entregó un papel doblado. Era un aviso de nuestro experto en armas de Pasadena. Decía que le habían dirigido una orden judicial para presentarse a declarar llevando el revólver.
Entonces me di cuenta de que estábamos hundidos.
Traté por todos los medios de captar la atención de Quinn antes de que pronunciara la pregunta fatal.
—¿Y qué hizo usted después?
La muchacha contestó:
—Salí de la casa, y dejé el revólver sobre la cómoda del dormitorio.
—¿Quién se encontraba en el dormitorio?
—El finado, Karl Endicott.
—¿Y dónde estaba el acusado?
—En el cuarto contiguo.
Quinn dijo:
—Eso es todo —y se sentó. Parecía un hombre que se hubiera lanzado con todas sus fuerzas contra una puerta para forzarla, y se hubiera encontrado con que la puerta estaba abierta y sin pestillo.
El fiscal Irvine sonrió con condescendencia.
—Eso es todo, Mrs. Manning. Y muchas gracias por su exposición clara y franca de los hechos.
La testigo hizo ademán de marcharse.
—Un momento —le dijo Irvine—. Una pregunta más, sólo una. Mrs. Manning, ¿hizo usted una declaración escrita de todo cuanto aquí ha testificado, a la defensa de esta causa?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Anoche.
—¿A quién prestó esa declaración?
—A dos detectives empleados por el acusado, Donald Lam y Bertha Cool.
—Gracias, gracias. Eso es todo —dijo Irvine.
La testigo abandonó la tribuna.
Irvine dijo:
—Y ahora, Señoría, en vista del testimonio de la declarante, se hace necesario que llame a un testigo más.
Y llamó a nuestro experto de Pasadena.
El experto identificó el revólver como el que le habíamos llevado nosotros. Admitió haberlo limpiado para lograr disparar una bala de prueba. Dijo que, no había tenido acceso al proyectil fatal y, por consiguiente, no podía afirmar si era aquél el revólver que lo había disparado.
—Si se le concede la oportunidad de consultar con el experto del ministerio fiscal y una oportunidad de examinar la bala fatal, ¿cree usted que podría llegar a una conclusión? —le preguntó Irvine.
El experto dijo que creía que sí.
El sonriente Irvine sugirió que el testigo abandonase la tribuna y se le diera una oportunidad de realizar el examen, ya que Steven Beardsley, el experto en balística del ministerio fiscal, tendría mucho gusto en cooperar con un experto de tan reconocida fama.
Y, entonces, Irvine pidió que se llamara nuevamente a declarar a Cooper Hale. Eso fue la puntilla.
Cooper Hale testificó que, tras oír el disparo, subió precipitadamente, encontrándose a Endicott en el suelo, muerto, con un agujero de bala en el cerebro y no había revólver alguno sobre la cómoda del dormitorio.
—Y ahora, permítame hacerle unas preguntas sobre hechos más recientes, Mr. Hale. ¿Dónde vive usted en la actualidad?
Hale dio su dirección.
—¿Y con referencia a la mansión conocida como «El Whippoorwill», propiedad del finado Karl Carver Endicott, dónde se encuentra su casa?
—Al lado.
—¿Es la casa contigua?
—Sí.
—Si fijó usted su atención, la noche anterior al día en que comenzó este juicio, ¿notó usted que ocurriera algo fuera de lo corriente en la residencia Endicott?
—Sí, señor.
—¿Qué?
—Dos personas estaban desenterrando algo, en un seto de la residencia.
—Tuvo usted la oportunidad de ver a esas personas o reconocerlas.
—Sí, las reconocí por sus voces.
—¿Quiere contarme lo ocurrido?
—Mi casa estaba oscura. Yo ya me había retirado. Fue bastante después de la media noche. Pude ver vagamente a dos individuos en el seto. Como sentí curiosidad, me puse una bata oscura y salí por la puerta lateral. Por su conversación en voz baja me enteré que estaban buscando algo.
—¿Y luego, qué pasó?
—Oí decir a uno de ellos: «Ya lo encontré».
—¿Sabe usted quién era el que hablaba?
—Sí, señor.
—¿Quién?
—Donald Lam, un detective contratado por la defensa.
—¿Había usted oído su voz anteriormente?
—Sí.
—¿Reconoció la voz?
—La reconocí.
—Antes de eso, ¿vio usted a alguien que tratara de enterrar algo cerca del seto?
—Sí, señor.
—¿A quién?
—A Mrs. Endicott.
—¿Quiere usted decir Elizabeth Endicott, la viuda de Karl Carver Endicott?
—Sí, señor.
—¿Vio usted lo que estaba enterrando?
—No sé lo que era: algo que sacó de un paquete. Cavó un pequeño agujero en el suelo, y metió allí la cosa en cuestión, lo que fuera, cubriéndolo luego con tierra.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Aquella misma noche.
—¿A qué horas?
—Aproximadamente una hora antes de que Mr. Lam y Mrs. Cool desenterraran el revólver.
—¿Les oyó referirse a lo que encontraron como si se tratara de un revólver?
—Sí.
—Bien, y ahora, con referencia al lugar donde usted vio enterrar aquello, ¿dónde fue? ¿En qué lugar del seto exactamente? ¿Puede usted señalarlo en el mapa?
El testigo señaló un sitio en el mapa.
—Ahora, márquelo con una «X», y ponga sus iniciales.
El testigo lo hizo así.
—Con referencia al lugar donde usted vio desenterrar el tal revólver, o más bien donde oyó a las personas que estaban escarbando, ¿puede identificarlo?
—Sí, señor.
—¿Dónde era?
—En el mismo lugar, poco más o menos —contestó el testigo.
Irvine, volviéndose a Quinn con una sonrisa, le dijo:
—Su testigo.
Afortunadamente, Quinn tuvo el buen sentido suficiente en aquel momento, para recordarle al tribunal que era la hora del alto matinal.
El tribunal se retiró a descansar, y Quinn me salió al encuentro.
—Está bien —le dije—. Todavía vamos a ser más listos que ellos.
—¿Pero qué demonios ha ocurrido?
—Lo que ocurrió es perfectamente obvio —le contesté—. El maldito fiscal, con su romántica apariencia, sus ojos expresivos, ha hipnotizado completamente a Helen Manning y ésta hace lo que él quiere. Debe haberle telefoneado tan pronto como salimos de su apartamento para contarle todo lo que pasó. Por supuesto, no había forma de impedirlo. Si fuéramos del ministerio fiscal, podríamos haberla detenido, para que no se hubiera podido comunicar con el otro lado. Entonces el fiscal habla con Hale; y le cuenta las malas noticias y Hale se ríe, y le dice que sólo esperaba que cayéramos en la trampa y, por primera vez, le dice al fiscal que vio a Mrs. Endicott enterrando algo en el seto, y luego a nosotros, desenterrando algo también.
—¿Cree usted que Irvine le dejará hacer, sin preguntarle por qué no lo había contado todo antes?
—Seguro que se lo preguntó; y probablemente Hale le explicó que él creía que las autoridades estaban en posesión del arma criminal, que no sabía exactamente lo que habíamos encontrado y que esperaba a ver qué clase de trampa estábamos preparando, antes de mostrar sus cartas.
—Irvine no es tan imbécil —aseguró Quinn—. Hale está mintiendo.
—No lo podemos probar, y como Irvine es tan sumamente parcial a su lado del caso, lo juzga todo según le conviene. Quiere ganar este juicio.
—¿Pero qué vamos a hacer ahora? —preguntó Quinn.
—Pues ahora es cuando usted va a despedazar al testigo Hale —le dije—. Pregúntele si no es cierto que estuvo en mi oficina, para ofrecernos variar su declaración, —y lograr así que el acusado fuera absuelto—, si le dábamos la oportunidad de arrendar unas propiedades suyas a un fabricante del Este.
—¿Cómo? —exclamó Quinn, con sorpresa—. ¿Quiere usted decir que les hizo una proposición semejante?
—Pregúntele.
—Pero no puedo hacerlo sin tener la seguridad de que fue así.
—Pregúnteselo —insistí—. Va a tener que luchar con fuego contra el diablo.
—¿Me asegura usted que está dispuesto a declarar que eso fue lo que dijo Hale?
—No —repliqué—. No voy a declarar que dijo semejante cosa y con esas palabras. Sin embargo, eso es lo que Hale tenía «in mente», y no recordará exactamente lo que dijo. Adelante y pregúnteselo.
—No, a menos que usted asegure que declarará sobre el particular.
Insistí:
—Pregúntele para qué fue a nuestra oficina. Pregúntele si no fue allí manifestando que era amigo personal del fiscal, y diciendo que trataría de interceder en nombre del acusado, si yo quería cooperar con él.
—¿Está, dispuesto a declarar eso?
—Llegaré al extremo de declarar que esa oferta se hizo en su presencia y con su aprobación.
El tribunal dio la sesión por comenzada.
Hale, sonriente y seguro de sí mismo, esperaba el interrogatorio de la defensa.
Quinn empezó:
—¿No es verdad que conoce usted desde hace algún tiempo a Donald Lam y a Bertha Cool, los dos detectives?
—No desde hace mucho tiempo, sino de muy poco.
—¿No es cierto que usted le dijo a Mr. Lam y a su socia, Mrs. Cool, que era amigo del fiscal del distrito?
—Puede ser. Considero como amigo al fiscal. Conozco a muchas de las autoridades de este condado y a todos les tengo por amigos míos.
—¿No ofreció usted interceder en nombre del acusado con el fiscal, si Mr. Lam cooperaba con usted en un negocio particular?
—No, señor.
—¿No ofreció usted actuar de intermediario ante el fiscal para intentar suavizar o mejorar la situación del acusado en este proceso, si Cool y Lam colaboraban con usted en un asunto de cierta propiedad? ¿Y no es verdad que ellos rehusaron y que usted como consecuencia les amenazó?
—¡Rotundamente no!
—¿No se celebró tal conversación en la oficina de Cool y Lam?
—No, señor.
—¿Estuvo usted alguna vez en su oficina?
El testigo vaciló.
—¿Estuvo? —gritó Quinn.
—Pues sí.
—¿Antes de comenzar este juicio?
—Sí.
—¿Después de haber sido arrestado el acusado?
—Creo que sí. No puedo recordar la fecha exacta.
—¿Y no discutió usted este caso con Mr. Lam y Mrs. Cool en aquella oportunidad?
—Discutimos una serie de cosas.
—¡Conteste a mi pregunta! ¿No discutió éste caso con ellos?
—Puede que lo mencionara.
—Y al hacerlo, ¿no aludió usted a su amistad con el fiscal?
—Tal vez.
—¿No insinuó que estaba dispuesto a cooperar?
—Cooperar es una palabra muy elástica, Mr. Quinn.
—Conozco el significado de la lengua inglesa —declaró Quinn—. ¿No ofreció su cooperación?
—Puede ser que usara la palabra. Pero lo que pretendiera decir puede haber sido enteramente diferente de lo que los demás hayan creído que yo quería decir.
—Pero ¿usted fue a su oficina?
—Sí.
—¿Cuando ya estaba listo el caso para juicio?
—Sí.
—¿Y mencionó su amistad con el fiscal del distrito?
—Sí. O bien yo o mi compañero.
—¿Y ofreció utilizar esa amistad en el caso que ellos quisieran ayudarle a usted?
—Bueno, puede que sí, o tal vez ofreciera algo como cooperación. No lo sé.
—Está bien. ¿No es cierto que la oferta fue rechazada?
—No hubo ninguna oferta definida que pudiera rechazarse.
—¿Abandonó usted la oficina tras haber proferido algunas amenazas?
—Yo… no.
—¿Diría usted que abandonó la oficina con el mismo espíritu amistoso y cordial con que entró en ella?
—Sí.
—¿Le dio la mano a Donald Lam al salir?
—No recuerdo.
—¿Y a Mrs. Cool?
—No recuerdo.
—¿No es verdad que no se estrecharon las manos?
—No puedo recordar ese detalle.
—¿Para qué fue usted a la oficina?
—Bueno… es que… es que…
—Su Señoría, protesto —dijo Irvine—. Este asunto ya ha ido demasiado lejos.
—Protesta denegada —decidió el juez Lawton.
—¿Para qué fue a la oficina?
—Porque quería ciertos informes.
—¿Sobre qué?
—Sobre unos rumores que circulaban en relación con que un fabricante estaba planeando edificar su fábrica en Citrus Grove.
—¿Y no mencionó usted en aquella ocasión que tenía terrenos en Citrus Grove?
—Puede ser.
—¿Y no ofreció, en aquella oportunidad, utilizar su amistad con el fiscal, si Cool y Lam cooperaban con usted?
—No con tales palabras.
—¿Pero era ése el propósito de la visita?
—No, señor.
—¿Cuál era el propósito de su visita?
—Quería obtener todos los informes posibles.
—Y en aquella oportunidad, y tratando de obtener cuanta información pudiera, sacó a relucir su amistad con el fiscal y ofreció cooperar en el caso del acusado John Dittmar Ansel, si usted a su vez recibía cooperación por parte de Cool y Lam. ¿Cierto o no? —gritó Quinn con voz atronadora.
—No es exactamente eso.
Quinn se volvió con expresión de disgusto.
—Eso es todo —dijo.
Irvine anunció que las pruebas que estaban realizando los expertos llevarían algún tiempo, y sugirió que el tribunal suspendiera la sesión hasta las dos de la tarde.
El juez Lawton accedió a lo solicitado.
—Espéreme en su oficina —le dije a Quinn, cuando abandonaba el recinto—. No quiero hablarle aquí.
Salí de la sala. Los reporteros gráficos me cegaron con los «flashes» ante mi cara, para sacarme fotos, haciendo igual con Bertha Cool.
Uno de los periodistas le preguntó a Bertha si tenía algún comentario que hacer en relación con la declaración de Hale.
—¡Ya lo creo que lo tengo! —le contestó Bertha.
—¿Cuál es? —le preguntó el periodista.
—Puede usted decir en mi nombre —manifestó Bertha— que Hale ofreció usar su influencia para reducir la acusación de asesinato a la de homicidio casual si nosotros le proporcionábamos ciertos informes. Puede agregar también que estoy dispuesta a prestar declaración en ese sentido y que si el fiscal trata de interrogarme, le arrancaré su maldita cabezota.
Al llegar a la oficina de Quinn, le encontré con mistress Endicott.
—¿Y bien? —me preguntó Quinn.
—Quiero que haga una cosa, Quinn —le dije—. Si lo hace exactamente como le digo saldrá bien.
—¿Qué es? —preguntó Quinn.
Le dije:
—Llame a declarar a los expertos. Demuestre que Endicott fue asesinado con el revólver de Manning y no con el de Ansel. Deje que el resto se vaya al diablo. Concéntrese en eso.
Me volví hacia Mrs. Endicott.
—¿Enterró usted ese revólver?
Negó con la cabeza, y agregó:
—Esa declaración es absolutamente falsa.
—Pero —dijo Quinn—, ¿cómo diablos voy a probarlo, Lam? Si le dejo declarar a ella van a interrogarla sobre sus movimientos la noche del crimen y van a destruir su coartada.
—Están juzgando a Ansel por el crimen —le recordé.
—Ya lo sé, pero si pueden desacreditar a Mrs. Endicott, ello recaerá, en Ansel. Parecerá como si los dos lo hubiesen planeado todo.
—Si hace usted lo que le he dicho, no necesitará que declare nadie más.
—¿Qué?
—Demuestre que el crimen se cometió con el revólver que le entregamos anoche al experto.
Pareció dudar.
—¡Qué demonios! —exclamé—. Sé lo que estoy haciendo. Haga lo que le digo con los argumentos que le doy, y con ese jurado no va a tener dificultades.
—Le encontrarán culpable de algo —replicó.
—Muy bien —le dije—, no es justo hacerle la pregunta frente a su cliente, pero ¿qué tácticas ha planeado usted? ¿Se atreve a hacer declarar a Mrs. Endicott?
—No.
—¿Se atreve a hacer declarar al acusado?
—No.
—¿Qué sucederá, si termina usted el caso sin que haya hecho declarar a ninguno de los dos?
Hizo un gesto, y afirmó:
—Ansel será, condenado como culpable de asesinato en primer grado.
—Está bien —le contesté—. Tiene usted que hacer lo que le diga, quiera o no. Olvídese de lo demás. Dedíquese sólo al revólver, y cuando argumente rete al fiscal a que le diga al jurado lo que él asegura que sucedió la noche de autos. Desafíele a reconstruir el crimen para el jurado.
Quinn dudaba.
—A él le toca el alegato final. Y es listo. Si le desafío, reconstruirá el crimen de manera que los jurados se sentirán en el mismo cuarto, viendo como Ansel dispara contra Endicott por la espalda y le agujerea la cabeza.
—¿Con el revólver de Helen Manning? —le pregunté.
Se quedó tratando de comprender lo que acababa de decirle.