APRETÉ el botón del timbre del piso de Helen Manning.
—¿Quién es? —preguntó ella misma, en tono almibarado.
—Donald Lam —contesté.
—Un momento, Donald.
Esperó un instante, se rió y dijo:
—Estaba en la ducha. Déjeme ponerme algo.
Bertha y yo esperamos unos cinco minutos, hasta que por fin se abrió la puerta. La ropa que se había puesto era vaporosa, semi˗transparente y bonita. Alzó su mirada, y me dijo con cierta malignidad:
—Perdóneme la apariencia, Donald, pero acabo de salir del baño y ¿Quién es esta señora?
Bertha Cool penetró en la habitación como un tanque blindado que atacara contra una trinchera enemiga.
—Soy Bertha Cool —anunció—. Soy detective. Déjese de pamplinas y vamos al grano. Siéntese allí, donde la pueda ver bien.
Bertha cerró la puerta de una patada.
—¿Por qué demonios mató a Karl Endicott? —le pregunté.
Helen Manning retrocedió. Se llevó la mano a la garganta, y abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Pero qué está usted diciendo?
—Usted sabe a lo que me refiero —le replicó Bertha—. Usted fue a ver a Endicott el día que le mataron. Y llevó su revólver, ¿no es verdad, queridita? Y mientras declaraba esta tarde, haciendo tantas monerías desagradables, y flirteaba con el romántico fiscal, no se le ocurrió decirle todo lo que había pasado. No le dijo que había comprado un revólver, ¿verdad? Bueno, pues yo se lo voy a contar todo, queridita. Usted compró el revólver en una tienda de artículos para deportes en Santa Ana, un monísimo revólver Colt, calibre 38. Lo compró dos días antes de que Karl Endicott fuera asesinado, y no ha vuelto a estar en su poder desde entonces.
Bertha se detuvo un momento, y espetó:
—¿Qué le parece, verdad que será bonito contarle eso al fiscal?
Helen Manning exclamó:
—Pero usted cómo… Yo no hice… Yo nunca.
—No me diga usted que no lo hizo —le gritó Bertha—. Ahora no le está enseñando sus malditas piernas a un hombre impresionable. Está hablándole a una mujer que se sabe todos los trucos. Y no me venga con el truquito de hacerse la señora. Usted se acostaba con Karl Endicott y no le importó que él se casara, mientras usted siguiera siendo la amante número uno, pero cuando Karl Endicott metió a una nueva y la relegó al puesto de amante número dos, se volvió loca.
—Yo… yo… —y Helen Manning se echó a llorar.
—Eso está bien, siga llorando —le dijo Bertha—. Así no tiene que mirarme a los ojos. Pero no le va a servir de nada. Cuando se sequen sus lágrimas se enfrentará con Bertha Cool, no con Donald Lam. Y ahora, pare el chorro, y cuéntemelo todo antes de que me ponga bruta de verdad.
—¿Qué… qué es lo que quiere?
—¿Qué sucedió la noche en que Endicott fue asesinado?
—Yo… yo no sé.
—A otro perro con ese hueso —replicó Bertha—. A Mrs. Endicott le contó todo lo de que Karl mandó a John Ansel al Amazonas, en un viaje del que no debía volver. Usted se refociló contando aquello. Y ella tuvo que ir y contárselo a su vez a su marido. Eso puso la carne en el asador, como suele decirse, y el marido le telefoneó a usted. Así es como me lo imagino. De todas maneras, usted estaba allí la noche del crimen. Estaba usted allí cuando llegó John Ansel. Usted era la mujer que se hallaba en la habitación del piso alto. Y después de matarle, pensó que jamás se encontraría el revólver. Y ya ve, queridita, para que lo sepa, nosotros lo encontramos, y el experto en balística testificará que la bala fue disparada por ese revólver, un revólver comprado por usted dos días antes en una tienda de artículos para deportes de Santa Ana. ¿Y ahora, quiere hablar o prefiere que llame a la policía, y que los periodistas den a la luz pública todos los pormenores de su vida?
Bertha permanecía en pie junto a Helen Manning, mirándola con ojos que brillaban amenazadores. Bertha era enérgica, de eso no había la menor duda. Cuando Bertha se ponía dura era de temer.
Helen Manning exclamó:
—Yo no le maté, Mrs. Cool. De verdad que no le maté.
—¿Quién lo hizo?
—Cooper Hale fue el único que pudo hacerlo.
—Ahora está hablando —dijo Bertha Cool—. Vamos a ver si me da algunos detalles. ¿Qué sucedió?
Helen contestó:
—Yo se lo expliqué a su esposa. Su esposa le contó lo que yo le había dicho, y él se puso furioso. Mandó a buscarme para decirme que fuera a verle. Yo estaba asustada. Había comprado aquel revólver… no sabía qué hacer; pero… Quise mucho a Karl Endicott y le di mucho más de lo que él me dio a mí. Le di mi corazón; los mejores años de mi vida; yo…
—¡Corte el chorro! —exclamó, Bertha—. Cuénteme los hechos. ¡No tenemos mucho tiempo!
Helen continuó:
—Al llegar a la casa, me dijo que Mr. Hale regresaría en cualquier momento. Me llevó a su dormitorio del piso alto. Estaba muy amable. Me dijo que su esposa le había abandonado. Él… estuvo muy cariñoso. Me estrechó entre sus brazos y… bueno, sus manos… Vaya, que encontró el revólver.
—¿Y entonces, qué?
—Se rió, me lo quitó y lo puso sobre la cómoda.
—Y luego sonó el timbre de la puerta, y era Hale.
—Me dijo que le esperara, que volvería, que Hale iba a estar poco tiempo. Estaba tan confusa y disgustada que no sabía qué hacer. Y entonces volvió a sonar el timbre, y esta vez era John Ansel. Yo creía muerto a John Ansel y me sorprendió vivamente oír su voz.
Karl condujo a Ansel arriba y se excusó con él un momento. Entró en el dormitorio; y me dijo en voz muy baja:
—Tendrás que marcharte, querida, porque la situación se ha complicado. Regresa a la ciudad y te llamaré más tarde. —Entonces me dio una palmadita y un beso y me dijo—: Baja sin hacer ruido y esfúmate de la escena.
—Muy bien, ¿y qué hizo usted?
—Bajé la escalera, y, al llegar a la acera, oí un disparo de revólver en el dormitorio del piso alto.
—¿Y qué hizo? —preguntó Bertha Cool.
—Vacilé y un momento, y luego corrí. Corrí hasta la esquina, y después caminé y caminé y caminé hasta que no pude dar un paso más; y, finalmente, tomé un autobús para volver a la ciudad. Yo sabía… en lo más profundo de mi corazón… sabía lo que había ocurrido. Sabía que estaba muerto.
Bertha me miró.
—Escríbalo —le ordené.
La llevamos hasta una mesa, y le pusimos un papel delante, donde escribió su declaración.
—¡Fírmela! —le ordené.
Y cuando la firmó:
—¡Féchela!
Después de fecharla, Bertha Cool y yo firmamos como testigos.
—¿Se dio usted cuenta de que estaba enviando a un inocente a la cámara de gas? —le reproché.
—No sabía qué hacer —me contestó—. Traté de permanecer alejada de todo. Pero usted no comprende lo que significa para mí, Donald. Mi carrera… tengo un buen empleo. Soy una secretaria muy competente y en este empleo voy ascendiendo. Tengo un buen sueldo. La más leve sospecha de escándalo y me echarían… ya no soy joven. Es decir, yo…
—¿Qué diablos está diciendo? —exclamó Bertha—, no diga que no es joven. ¡Caramba, si sólo debe tener unos treinta y cinco años! Ésa es precisamente a la edad en que empieza a vivir una mujer. Usted sabe ya todo lo que hay que saber. Sabe cómo piensan los hombres y cómo trabajan, y si es medianamente lista, sabrá cómo volverlos locos. Me disgusta oírla hablar así. Y no ande jugando con esa cantinela de «los mejores años de su vida». Eso es lo que espanta a los hombres más de prisa que un letrero de: «Hay sarampión». Deje de comer tantos malditos dulces y propóngase cazar a alguno de esos tipos. Ahora es cuando está entrando en los mejores años de su vida.
—Lo sé —dijo Helen tristemente—, pero los hombres que conozco están todos casados, o casi todos.
—¡Qué mal está, eso! —comentó Bertha sin el menor entusiasmo—. Pero yo no veo señales de fracaso a su alrededor, queridita. —Se dirigió a una silla, cogió una faja, la contempló un instante, la arrojó a un rincón y dijo—: Con la figura que usted tiene es una verdadera vergüenza que se meta una de estas cosas. Quítese algunos kilos y vuelva a poner en circulación ese cuerpo.
—Vámonos, Donald.
Dejamos a Helen Manning sollozando.
—¿Y bien? —preguntó Bertha Cool.
—Vete a la cama —le dije—. Voy a llevarle esto a Barney Quinn.
—¡Ojalá le alegre un poco! —exclamó Bertha.
—El que un cliente le engañe a uno es una experiencia funesta, particularmente cuando se ha basado toda la defensa en una suposición falsa —le dije.
—Ya lo sé —contestó Bertha—. ¿Y qué tal lo hice allí dentro? ¿Estuve lo suficientemente enérgica?
—Lo estuviste.
—Se lo tiene merecido —continuó Bertha—, por no haberse preparado su nido. Debía haberle sacado suficiente dinero a ese hijo de perra, y así hubiera tenido lo necesario para no tener que trabajar cuando llegara el rompimiento.
—¿Y cómo iba a saber que habría un rompimiento? —pregunté.
—¡Vamos! —exclamó Bertha—. Con un tipo como Karl Endicott siempre hay un rompimiento. ¡Y esa rubia tonta está, pensando que ya ha terminado, a los treinta y cinco! ¡Qué diablos, si está comenzando! Con dos kilos menos, ya anda lista para empezar. Treinta y cinco es la edad correcta. Pero entonces es cuando uno se da cuenta ya de las cosas. Está bien, Donald, vete a ver a Barney Quinn, que Bertha se va a comer un enorme bistec, tierno y jugoso. Gracias a Dios yo ya no tengo que preocuparme por mi figura. Ya he terminado con los hombres.