coolCap19

EL juicio propiamente dicho comenzó a las once de la mañana. El juez Lawton anunció:

—El ministerio público puede ejercer el derecho definitivo de elección de jurado.

Mortimer Irvine, de pie, hizo una cortés inclinación, sonrió al tribunal, volvió sus ojos melancólicos al jurado, y dijo:

—La acusación está completamente de acuerdo con el jurado. El ministerio público renuncia al derecho de elección.

El juez Lawton miró a Barney Quinn. Éste se volvió en redondo para dirigirme una rápida mirada, y yo le hice una seña disimulada de conformidad.

Quinn se levantó, y se puso a la altura de las circunstancias. Sonrió al jurado, con una sonrisa cansada, ojerosa, y dijo:

—Con la venia del tribunal, la defensa está plenamente convencida de la imparcialidad y justicia con que actuará este jurado.

El juez Lawton frunció un poco el ceño, debido a la oratoria del parlamento, pero declaró:

—Muy bien. El jurado prestará ahora el juramento para enjuiciar esta causa. Los otros miembros del auto de convocación que están presentes, pueden retirarse. Tan pronto como el jurado haya prestado el juramento, el tribunal se retirará durante diez minutos, después de lo cual el fiscal hará, su primera declaración.

Se produjo un gran bullicio en la sala. Los periodistas se dirigieron corriendo a los teléfonos, para enviar la noticia de que el jurado había sido aceptado, y dar el nombre de sus componentes.

Barney Quinn se acercó a donde yo estaba y, una vez disminuyó el ruido, comentó:

—Bueno, muy pronto sabremos lo peor. Su primera declaración nos informará de con qué tendremos que enfrentarnos.

—Quizá, —dije—. Por otro lado, si nos tiene preparada una sorpresa, puede desviarnos con su verborrea.

—¿Qué tal lo estoy haciendo? —preguntó Quinn.

—Mejor —le contesté—. Recuerde esto. El jurado siempre está mirado a los abogados. Las pequeñas cosas que haga denunciarán sus sentimientos. Los jurados no lo apreciarán por una sola cosa, sino por las mil cositas que haga. La manera de echarse hacia atrás en la silla. La manera de mirar el reloj. La forma de pasarse la mano por la cabeza. La forma de levantarse cuando se dirige al tribunal. La forma de coger un lápiz. La rapidez con que tome notas. Todo cuenta. Usted no puede convencer a un jurado hasta haberles entrado por los ojos. Éste en su caso más importante. Ésta es su oportunidad. Aprovéchela hasta el máximo.

Quinn objetó tristemente:

—Éste es el caso más importante de Irvine. Y también es su gran oportunidad. Ahora es cuando va a alcanzar su campaña para secretario de justicia. Está sonriente, cortés, persuasivo, y… ¡maldita sea!, Lam, tiene ocho mujeres en el jurado.

—¿Y qué? —le contesté—. ¿Qué hace cuando se enfada? ¿Se excita mucho?

—No lo sé —admitió Quinn.

—Ésa es una manera absurda de ejercer la abogacía criminal —le espeté—. Averigüe qué es lo que hace cuando se enfada.

Quinn me dedicó una débil sonrisa.

—Generalmente no me comporto de esta manera, Lam; pero este asunto me ha enervado. Dígame, ¿encontraron el revólver?

Le miré a los ojos.

—No —le contesté.

—¿No lo encontraron? —Volvió a preguntar con rostro alegre.

—¡Qué no, caramba! —le respondí—. Usted es el abogado de la defensa. Yo le diría la verdad, ¿no es así? ¡Vaya, hombre! Estamos trabajando para usted.

—¿Quiere usted decir con todo eso que no están reteniendo evidencia alguna?

—¡Ni un poquito!

Pareció crecer varios centímetros.

—Bueno, ¿y por qué no me lo había dicho?

—Porque no me lo preguntó.

—Tenía miedo. Yo pensé… Ansel estaba seguro de haber tirado el revólver en aquel seto.

—Dudo que ni siquiera llevara un revólver —le dije—. ¿Sabe usted lo que opino?

—¿Qué?

—Yo creo que el pobre imbécil se imagina que Elizabeth Endicott mató a su esposo y está tratando, a medias, de cargar con la culpa.

Quinn se quedó pensativo.

—Ahora sí que me ha reventado —dijo luego muy despacio.

Vi abrirse la puerta que conducía al departamento del juez, y le di un codazo a Quinn, al tiempo que le decía:

—Vaya adentro, y haga enfadar al fiscal.

El juez Lawton abrió la sesión. Mortimer Irvine comenzó su discurso de apertura, con la bien modulada voz del hombre que ha seguido un curso de teatro, en la Universidad.

Fue un informe de apabullantes generalidades. Dijo que confiaba en probar que había existido una aventura entre Elizabeth Endicott, la viuda de Karl Carver Endicott, y el acusado, John Dittmar Ansel. Esperaba probar que, tras haber consentido Elizabeth Endicott en casarse con el finado, Karl Endicott, el acusado Ansel no se contentó con ser un buen perdedor, sino que había continuado con la esperanza de llegar a destruir aquel hogar, sin importarle el hecho de ser un empleado de Karl Endicott, y sin importarle el hecho que Endicott le hubiera enviado en misiones confidenciales. Ansel, como una serpiente al acecho, había esperado a que llegara su hora…

Barney Quinn se levantó para protestar. Dijo que no deseaba interrumpir, pero que aquélla no era la oportunidad para entablar una discusión. Que se trataba tan sólo del discurso de apertura; el fiscal tenía el derecho de hablar sobre lo que esperaba probar, pero no meterse a dramatizar y a tratar de impresionar a los jurados con su «conmovedora personalidad».

El juez Lawton se puso furioso. Mortimer Irvine se puso furioso. El juez amonestó a Barney por la forma de presentar su objeción. El juez amonestó también a Irvine por abusar del privilegio del discurso de apertura. Y por último, el juez mantuvo la objeción.

Irvine no lo hacía tan bien cuando se enfurecía. Perdía buena parte de su suavidad. En su naturaleza existía una veta salvaje y sarcástica. Tal y como le juzgué desde el primer momento, no era un luchador. Cuando las cosas se ponían duras, no se atrevía a pelear. Se limitaba a describir círculos alrededor del asunto y a tirar pellizcos.

Irvine continuó su perorata. Dijo que confiaba poder mostrar que Ansel había regresado de una expedición, para la cual se había ofrecido voluntariamente, y por la que recibió una gratificación de veinte mil dólares. Esperaba poder mostrar que a los pocos minutos de su llegada al aeropuerto, Ansel hizo una llamada telefónica a la residencia de Karl Carver Endicott, pero había sido una llamada personal y los comprobantes correspondientes mostrarían que había advertido específicamente que solamente deseaba hablar con Mrs. Endicott y con ningún otro si ella no estaba.

Irvine continuó diciendo que esperaba mostrar que Ansel había ido a la casa. Ante la sorpresa del acusado, el que le abrió la puerta fue Karl Carver Endicott, quién invitó al acusado a subir a una habitación del piso alto. Unos minutos después Karl Carver Endicott había muerto y Elizabeth Endicott era viuda. Inmediatamente, Ansel se dio a la fuga. Consiguió permanecer oculto, moviéndose en las sombras, y fuera del alcance de la ley, solamente por suponerse que estaba muerto. Durante el largo tiempo de espera, había continuado viéndose en secreto con Elizabeth Endicott.

Finalmente, cuando la policía logró formarse una idea de la verdad, preparó una trampa en la que cayó la pareja culpable. Elizabeth Endicott, la viuda, que frecuentaba la compañía del asesino de su esposo aún antes de estar frío el cadáver de éste, y John Dittmar Ansel, el acusado, que pagó las oportunidades de prosperar que le dio Karl Carver Endicott, disparándole por detrás una bala calibre 38 en la cabeza.

Irvine se sentó, entre el silencio absoluto de la sala. Uno o dos de entre los jurados femeninos más jóvenes, contemplaron a John Dittmar Ansel con gestos de marcada repulsión en sus rostros.

El tribunal se retiró para el descanso del mediodía.

—Es suyo —le dije a Barney Quinn—. No puede resistir la lucha cuerpo a cuerpo. Le estropea su bella apariencia. Suba al estrado y pelee violentamente. No le deje escapar con todo eso que ha dicho acerca de traicionar los intereses de su jefe. Haga también un discurso de apertura de su propia cosecha, y dígale al jurado que Endicott envió a Ansel, deliberadamente, a una expedición suicida, poniéndole el anzuelo de los veinte mil dólares; pero que era tan cruel que ni siquiera se los pagó por adelantado. Eran únicamente para recibirse al regreso de aquella misión, imposible de llevar a cabo.

—Pero un abogado defensor no debe hacer su discurso de apertura hasta estar completamente preparado para empezar a exponer el caso —subrayó Quinn.

—Para entonces puede que no le quede caso que exponer —le previne—. Ahora mismo usted no se atreve a sacar a declarar al acusado, y antes de terminar probablemente tampoco se atreverá, a presentar a Elizabeth Endicott, Explíqueles qué es lo que usted espera probar, y utilice todos los trucos que sepa. Irvine habló de la lealtad que le debe el empleado a su jefe. Muéstreles el reverso de la medalla, y cuénteles del hombre que, sentado cómodamente en su oficina, envía deliberadamente a otro a la muerte, para poder casarse con su novia.

—El tribunal me amonestará —afirmó Quinn.

—También amonestó a Irvine —le contesté—, así que estarán empatados. ¡Vamos, adelante!

Quinn se portó bastante bien. Irvine se enfureció, se puso en pie, agitó las manos e interrumpió.

A medida que las palabras brotaban de los labios de Quinn, algunas de las mujeres empezaron a dirigir miradas de simpatía a John Ansel. Varias de ellas miraron a Elizabeth Endicott estudiando su cara de póquer.

Tomé nota, para recordarle a Quinn que dijera al jurado que aquélla era una mujer que había sufrido tanto que abandonó las lágrimas como un consuelo inútil. Una mujer que durante años estuvo sin poder dar rienda suelta a sus emociones, a sus sentimientos: una mujer que había sufrido hasta quedar agotada por completo.

Quinn comenzó a cogerle el juego a la cosa. Estaba más seguro, y mostraba algunas de las cualidades que le habían ganado la reputación de ser un abogado criminalista que prometía.

Cuando empezaron a ofrecer las pruebas, la mayor parte de la impresión causada por Irvine, con su discurso de apertura, había desaparecido. Los jurados mostraban interés y curiosidad. Seguían mirando a los abogados, a los testigos, al acusado y, sobre todo, a Elizabeth Endicott.

Después de todo, era una figura pública, la rica gobernante de un imperio petrolero, una mujer misteriosa que se había mantenido retirada después de la tragedia, pero que ahora estaba acusada de haberse entrevistado, ocultamente, con un amante, que, a su vez, estaba huyendo de la policía.

Los jurados se prepararon para escuchar todos los jugosos detalles.

Irvine presentó a varios testigos, y pasó rápidamente por los preliminares necesarios: el hecho de la muerte, un agrimensor que presentó un lugar de los hechos, un reporter con fotografías, el cirujano que hizo la autopsia al cadáver, demostrando que Karl Carver Endicott había muerto a causa de una bala del calibre 38, que le entró por detrás de la cabeza: una bala que casi llegó a salir por la frente.

Se enseñó el proyectil como prueba. El disparo fue hecho a una distancia que no dejó quemaduras de pólvora. En la opinión del testigo fue a «pocos pasos» de donde se encontraba el finado, y en ocasión de hallarse éste de espaldas al asesino.

Mortimer Irvine miró hacia el reloj, y dijo dramáticamente:

—Llámese a declarar a la testigo Helen Manning.

Helen se había arreglado muy bien. Aparte unos pocos kilos de más, era una mujer bonita y lo sabía. Uno sólo necesitaba echarle una mirada, cuando se sentó a declarar, para comprender que las cosas habían ido exactamente al revés. Lejos de haber fascinado a Mortimer Irvine, éste le había aplicado todo su hechizo, y se la había metido en el bolsillo.

Se portaba exactamente como un perro bien entrenado, llevado con una correa, y haciendo exactamente lo que se espera de él. Contó la historia en su voz gruesa, un poco ronca; es decir, la historia que quiso contar.

Declaró haber trabajado varios años con Mr. Endicott. Finalmente decidió dimitir, porque el trabajo le estaba resultando un poco pesado, y quería un cambio, y, francamente, existía una atmósfera en la oficina que le disgustaba, pero no quiso molestar a Mr. Endicott con eso. Era una secretaria muy competente y podía conseguir trabajo en cualquier parte, y decidió abandonar su empleo con Mr. Endicott. Éste sintió mucho que se fuera, y trató de averiguar el motivo. Le ofreció hacer lo que fuera necesario para que se quedara; pero ella se negó repetidamente a decirle por qué se marchaba, debido a que la otra joven empleada con la que no se llevaba bien, tenía a su madre enferma y necesitaba el empleo, y como no era muy buena secretaria, hubiera tenido dificultad para colocarse, mientras que Helen era muy competente, y estaba muy entrenada y podía conseguir un puesto en cualquier sitio.

Tenía en su poder una carta firmada por Mr. Endicott, lamentando su marcha y asegurando que lo hacía por su propia voluntad. También la recomendaba en términos muy elogiosos.

En aquellos días, poco más o menos, le «contaron» que al acusado, John Dittmar Ansel, le habían enviado a la selva brasileña en una expedición suicida. Desgraciadamente se lo había creído y así se lo contó a Mrs. Endicott.

—¿Y qué dijo Mrs. Endicott? —le preguntó Irvine.

Quinn recuperó su aplomo habitual. Se levantó indignado, y acusó al fiscal de utilizar procedimientos incorrectos. Protestó ante la pregunta y propuso que se retirase todo el testimonio de la testigo. Nada de lo que se le hubiera comunicado a Mrs. Elizabeth constituía evidencia contra el acusado, y el fiscal lo sabía muy bien. Aquello era un intento insidioso de crear prejuicios en el jurado, lo que constituía un «procedimiento perjudicial». Quinn lo calificó como tal, y pidió al tribunal que no se admitiera el testimonio de la testigo, y amonestara al ministerio fiscal.

El juez Lawton tomó una actitud seria ante el asunto, y preguntó a Irvine:

—¿Cuál es su posición exacta de la acusación en cuanto a esto? ¿Cómo puede afirmar que una notificación hecha a Mrs. Endicott pueda relacionarse de alguna manera con el acusado?

—Nos proponemos demostrar que Mrs. Endicott comunicó al acusado la información recibida —contestó Irvine.

—¿Está usted en condiciones de hacerlo así?

—Bueno, por deducción —respondió Irvine.

El rostro del juez Lawton enrojeció.

—¿Tiene usted evidencia personal que apoye esa deducción, señor fiscal?

Irvine titubeó.

—Con la venia de Su Señoría, yo creo que ciertos hechos hablan por sí mismos y, en mi opinión, debería permitirse que los jurados saquen sus conclusiones.

—Le he hecho una pregunta directa —interrumpió el juez Lawton—. ¿Tiene usted una evidencia personal, definida, que proporcione hechos para apoyar su deducción en forma legal, y no basándose en una probabilidad?

Irvine se pasó un dedo alrededor del cuello de la camisa.

—No me gusta descubrir mi posición por adelantado —manifestó—. Si el tribunal me concede un poco de tiempo, estoy seguro que la relación entre estos hechos se logrará.

—¿Cómo? —exclamó el juez Lawton.

—Por las circunstancias y por la propia admisión del acusado —contestó Irvine.

El juez Lawton manifestó:

—Es prerrogativa del tribunal controlar el método probatorio. Creo que este testimonio podría ser altamente perjudicial, a menos que se relacione debidamente. Antes de hacerle más preguntas a la testigo, le sugiero presente cualquier prueba que tenga y que demuestre cómo se propone usted relacionar la declaración con el acusado.

—Con la venia de la Sala, aún no he terminado con el interrogatorio —dijo Irvine.

—En lo que concierne a este tribunal y a esta testigo, y hasta que demuestre lo antedicho, el interrogatorio ha terminado —afirmó el juez Lawton—. El tribunal controla el método probatorio y es su intención proteger los derechos del acusado en este sentido. El tribunal opina que se necesita algo más que la seguridad del fiscal para establecer la debida relación con el asunto que nos concierne.

—Muy bien —admitió Irvine—. ¿Puedo retirar a la testigo por un momento, y llamar a otro?

—¿Es con el propósito de relacionar el testimonio de la testigo declarante?

—Sí, Señoría.

—Muy bien —dijo el juez Lawton—. Y ahora, dejemos bien claro todo cuanto está sucediendo para que así conste en los informes del juicio. Hay una petición ante el tribunal para retirar el testimonio entero de esta testigo. Otra petición, solicitando que el tribunal instruya al jurado para que haga caso omiso de las preguntas y de las respuestas de esta testigo, y para amonestar al ministerio fiscal por su «procedimiento perjudicial». El tribunal se reserva el derecho de decidir sobre dichas peticiones, hasta oír el testimonio del próximo declarante. Está usted en libertad de abandonar la tribuna de los testigos provisionalmente, miss Manning, pero no abandone la sala. Su testimonio aún no ha concluido. Tiene que ser interrogada por la defensa. Retírese momentáneamente, para que el fiscal pueda llamar al siguiente testigo. Y ahora, señor fiscal, llame al testigo, por quien confía en relacionar este testimonio con el acusado.

—Muy bien, Señoría —dijo Irvine de mal talante—. ¡Llámese a John Small Ormsby!

Ormsby iba de estreno. Zapatos nuevos, traje confeccionado, corbata nueva y el cabello recién cortado. Parecía sentirse un poco incómodo.

Según quedó patente, Ormsby estaba cumpliendo una sentencia en la cárcel del condado, por habérsele encontrado cigarrillos de marihuana en su persona. Admitió el hecho y pidió excusas, siendo condenado a seis meses de cárcel. Se hizo simpático a los funcionarios policíacos, se convirtió en confidente, y lo pusieran en la misma celda de John Dittmar Ansel, con quien sostuvo una larga conversación.

—¿Y qué le dijeron? —preguntó Irvine.

Ormsby cambió de postura en la silla, cruzó las piernas reflejándose la luz en sus zapatos nuevos.

—Bueno —dijo—, parece ser que Ansel acababa de regresar a la celda, tras una entrevista con un abogado, y que éste le había hecho pasar un mal rato.

—Un momento —interrumpió el juez Lawton—. No queremos que nos cuente sus suposiciones. Únicamente, ¿qué fue lo que hablaron?

—Sí —agregó Irvine con mucha melosidad—, ¿qué fue lo que hablaron? ¿Le contó Mr. Ansel que su abogado le había hecho pasar un mal rato?

—Ésas fueron exactamente sus palabras —contestó Ormsby—. Dijo que su abogado le había hecho pasar un mal rato.

—¿Y qué agregó después?

—Pues dijo que se había dejado abatir, y le había contado a su abogado que la noche que fue a ver a Endicott, llevaba un revólver. Que lo había arrojado por la ventana al jardín, en el seto que rodea aquella parte.

—¿Y qué más dijo? —preguntó Irvine.

—Que creía haber cometido una equivocación al contarle aquello al abogado, porque éste pareció desmoronarse por completo.

Las miradas de los jurados se dirigieron a Barney Quinn, quien consiguió tener la presencia de ánimo de echar la cabeza hacia atrás y reírse silenciosamente.

—¿Qué más? —siguió preguntando Irvine.

—Pues me dijo que Mrs. Endicott le habló de una secretaria que había sido despedida y fue a verla para contarle cómo Endicott le había enviado…

—Un momento, al decir «le había enviado» ¿se refiere usted a Ansel?

—Así es. Ansel me dijo que la secretaria le contó a mistress Endicott que éste le había enviado deliberadamente al Amazonas para ponerlo fuera de la circulación, porque sabía que moriría.

—¿Dijo algo más?

—Eso fue casi todo. Me lo explicó dos o tres veces, y me preguntó si yo creía que había cometido una equivocación al contarle a su abogado lo del revólver.

—Su testigo —le dijo Irvine a Quinn.

—¿Y él le dijo que había arrojado un revólver por la ventana? —le preguntó Quinn desdeñosamente.

—Así es.

—¿Y dijo que era su revólver?

—Sí, señor, eso dijo.

—¿Y que lo llevaba consigo cuando fue a visitar a Endicott?

—Sí, señor.

—¿Y le contó por qué razón lo había arrojado por la ventana?

—Pensar que la muchacha que amaba estuviera casada con un tipo como Endicott.

—Ahora bien —exclamó Quinn, apuntando con su dedo al testigo—, ¿le dijo que hubiera disparado el revólver?

—No, señor.

—¿Y le dijo concretamente que no había disparado el arma?

—Eso fue lo que me dijo, que no la había disparado.

—Ahora bien, ¿le dijo cuándo le informó Mrs. Endicott de lo que le había contado la secretaria?

—No, señor, no me lo dijo.

—Pero a usted le dio la impresión de que mucho después de la muerte de Endicott cuando él llegó a enterarse, ¿no es verdad?

—Protesto —dijo Irvine—. La impresión que el testigo tuviera no es importante. La pregunta implica una respuesta.

—Protesta aceptada —dijo el juez Lawton.

—¿No le contó que no había vuelto a ver a Mrs. Endicott hasta después de la muerte de Endicott?

—Sí, señor, me lo contó.

—¿Por lo tanto, Mrs. Endicott no pudo haberle dicho nada con anterioridad a ese instante?

—Protesto por ser una pregunta capciosa —dijo Irvine.

—Protesta aceptada —dijo el juez Lawton.

—¿Pero él le dijo de una manera concluyente que, desde que partió a la selva, no volvió a ver a Mrs. Endicott, hasta después de la muerte de Endicott?

—En efecto, así fue.

—Usted es el vendedor de drogas, ¿no es verdad? —preguntó Quinn.

—Protesto —dijo Irvine—. Ésa no es una razón adecuada para acusar. El testigo sólo puede ser acusado demostrando ser convicto de delito.

—La pregunta, sin embargo, puede ser preliminar. Puede ser considerada como secundaria —manifestó el juez Lawton.

—Entonces la otra pregunta debiera formularse primero —dijo Irvine.

—Muy bien, aceptaré la protesta por esta vez.

—¿Está usted en la cárcel en calidad de detenido? —interrogó Quinn.

—Sí, señor.

—¿Y cuánto tiempo lleva allí?

—Poco más de cuatro meses.

—¿Y cuánto le queda por cumplir?

—Unos diez días.

—¿Por qué le enviaron a la cárcel?

—Por tener cigarrillos de marihuana.

—¿Los fumaba usted?

—Sí, señor.

—¿Los vendía?

—Protesto por considerar la pregunta como incompetente, fuera de razón y sin importancia —declaró Irvine.

—Protesta aceptada —decidió el juez Lawton.

—¿No mantuvo usted una conversación con agentes de la policía, al efecto de que, si bien podían acusarle de vender cigarrillos de marihuana, si usted prestaba declaración en este juicio, no formularían ese cargo contra usted?

—Bueno… no.

—¿No habló con algunos agentes, en relación a que si le ponían en la celda del acusado, John Dittmar Ansel, y usted trataba de entablar conversación con él, y decía alguna cosa que pudiera utilizase como testimonio, usted sería puesto en libertad y no se le acusaría de dedicarse al tráfico de marihuana?

—No, señor, no con esas palabras.

Quinn contempló burlonamente al testigo.

—¿Cuánto tiempo hace que tiene esos zapatos? —le preguntó, señalándolos desdeñosamente.

—Desde ayer.

—¿Y de dónde los sacó?

—De una zapatería.

—Pues parece ser que está usted en la cárcel. ¿Cómo salió de allí?

—El sheriff me dejó salir.

—¿Y dónde consiguió esos pantalones?

—En una casa de confecciones.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Dónde compró la chaqueta?

—En el mismo sitio.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Quién pagó el traje?

—El sheriff.

—¿Quién pagó los zapatos?

—El sheriff.

—¿Cuándo le cortaron el cabello la última vez?

—Ayer.

—¿Quién pagó?

—El sheriff.

—¿Dónde le cortaron el cabello?

—En una peluquería de la ciudad.

—¿No sabe usted que hay peluqueros en la cárcel?

—No lo sé.

—¿Cuánto tiempo lleva usted allí?

—Cuatro meses y medio.

—Durante ese tiempo le han cortado el cabello, ¿no es verdad?

—Sí, señor.

—¿Quién se lo cortó?

—Un peluquero, en la cárcel.

—Pero ayer, después de haberles ido con este cuento a los agentes, después de haberles servido de «confidente», un vulgar corte de pelo en la cárcel no era lo suficientemente bueno para usted. Con objeto de impresionar a este jurado, los agentes le llevaron a una buena peluquería para que le arreglasen bien, ¿no es verdad?

—Bueno, me llevaron a la ciudad.

—Esa corbata que lleva es nueva, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Quién la pagó?

—El sheriff.

Barney Quinn se apartó del testigo, con un gesto de asco.

—Eso es todo —anunció.

—No hay más preguntas —dijo Irvine.

El testigo abandonó el asiento.

—Y ahora, Su Señoría —declaró Quinn—, renuevo mi petición de retirar el testimonio completo de la testigo Helen Manning, porque queda claro que nada de lo que dijo a Mrs. Endicott pudo habérselo comunicado al acusado, con anterioridad a la muerte de Karl Endicott. También renuevo mi petición de que el ministerio fiscal sea amonestado por «procedimiento perjudicial», y que se instruya al jurado para que haga caso omiso de todo cuanto dijeron el fiscal y la testigo Helen Manning, al prestar declaración.

El juez Lawton se inclinó hacia adelante sobre la mesa del tribunal y, midiendo sus palabras cuidadosamente, dijo:

—Se concede la petición de retirar el testimonio de Helen Manning. Se instruye al jurado que haga caso omiso de la declaración de esta testigo. A todos los efectos, se obrará como si no hubiera prestado declaración. El tribunal reconoce el procedimiento incorrecto por parte del ministerio fiscal, en lo que representa a este extremo. Se instruye a los jurados para que no presten la menor atención a ninguna observación hecha por el ministerio fiscal o por el abogado de la defensa, a menos que dichas observaciones se apoyen en pruebas conclusivas que puedan presentarse al jurado. El tribunal instruye al jurado para que haga caso omiso de todas las declaraciones hechas por el ministerio fiscal en conexión con la declaración de la testigo Manning y la relación que establecería con el acusado. Y ahora, señor fiscal, proceda con el siguiente testigo.

—Mi siguiente testigo, con la venia de la sala —informó Irvine—, todavía servirá para relacionar más el testimonio que…

—Ese testigo ha sido suprimido —le interrumpió el juez Lawton en tono de reproche—. Puede solicitar su admisión nuevamente, si en cualquier momento consigue establecer la debida relación. El tribunal opina que las pruebas se han presentado fuera de turno. Opina que el fiscal debiera haber presentado la evidencia que pueda tener para establecer la relación debida con la declaración de la testigo Manning, antes de haber llamado a dicha testigo a declarar.

El juez Lawton prosiguió:

—El tribunal opina que otra referencia más, por parte del fiscal, a un testimonio que ha sido retirado del proceso, puede muy bien constituir «procedimiento perjudicial» por su parte. Y ahora, prosiga.

—Muy bien —dijo Irvine de muy mal talante—, llámese a Steven Beardsley.

Beardsley, un tipo alto y desgarbado, subió al estrado y prestó juramento.

—¿Cuál es su ocupación, Mr. Beardsley?

—Soy vice˗sheriff, de este condado.

—¿Es usted especialista en alguna rama en particular que se refiera a la aplicación de la ley?

—Sí, señor.

—¿Cuál es?

—Balística. Identificación de armas de fuego.

—¿Quiere usted decirnos cuál ha sido su experiencia en tal campo?

—He estudiado con varios de los mejores expertos del país, y vengo practicando la identificación de armas de fuego desde hace más de diez años.

—¿Conoce usted la ciudad de Citrus Grove?

—Sí, señor.

—¿Conoce usted la residencia conocida como el «Whippoorwill», propiedad de Karl Carver Endicott?

—Sí, señor.

—¿Reconoce usted la residencia que se muestra en este plano que se presenta como «Prueba No. 1 del Ministerio Fiscal»?

—La reconozco, sí, señor.

—Quiero preguntarle si ha registrado usted alguna vez el seto que se muestra en este plano.

—Sí señor, lo he registrado.

—Y ahora le pregunto si, en cualquier momento de la semana pasada, encontró usted un arma en ese Seto.

—Sí, señor, la he encontrado.

—¿La lleva consigo?

El testigo presentó un revólver de acero azulado, con una capa de orín.

—¿Qué es eso?

—Es un revólver Colt del calibre 38.

—¿Cuantos cartuchos hay en ese revólver?

—Cinco cartuchos con balas y una cámara vacía en el cilindro.

—¿Ha conseguido disparar balas de prueba con ese revólver?

—He tenido mucha dificultad para ponerlo en condiciones de disparar con seguridad pero he quitado suficiente óxido para permitir el funcionamiento del mecanismo, y he dejado el resto para poder enseñar las condiciones en que se hallaba el revólver cuando fue hallado.

—Mediante las pruebas realizadas, ¿ha podido usted determinar si fue ése el revólver que disparó la bala que mató a Karl Carver Endicott?

—Bueno, voy a explicarle. El cañón se ha oxidado enormemente. Las marcas propias de todo cañón, están en unas condiciones que hacen imposible la identificación. Todo lo que puedo decir es que éste es un revólver Colt calibre 38 que dispara balas de un tipo determinado y que la bala que se extrajo de la cabeza de Mr. Endicott es del mismo calibre que la bala que se sacó de este revólver, tiene las mismas características, y ambas balas fueron disparadas por un Colt calibre 38.

—En otras palabras, y desde el punto de vista de la balística, ¿no hay razón para que la bala extraída de la cabeza de Mr. Karl Carver Endicott, no pudiera haber sido disparada por este revólver?

—No la hay. Este revólver podría haber disparado la bala fatal.

—¿Ha podido usted investigar la propiedad de ese revólver hasta el extremo de saber a quién pertenece?

—Sí, señor.

—¿De quién es?

—Formulo objeción a la pregunta por no considerarla como buena prueba, sino como de oídas, como una deducción del testigo, y como usurpación del jurado —interrumpió Barney Quinn.

Irvine pareció molestarse.

—Con la venia de la sala, podemos llegar a la misma conclusión de otra manera; pero va a resultar costoso y se necesitará llamar a un testigo que tendrá que venir en avión para presentarse aquí.

—Sin embargo —decidió el juez Lawton—, ésa es una de las garantías constitucionales de un acusado de asesinato. Tiene el derecho de enfrentarse con los testigos de la oposición y el privilegio de interrogarles. Por lo que veo, el testigo que se encuentra declarando no sabe por sí mismo a quién pertenece el arma, sino que, como funcionario policíaco, ha llevado a cabo una investigación que le ha convencido de que dicha arma pertenece a una cierta persona.

—Así es, Señoría.

—Aceptada la objeción —decidió el juez Lawton—. Y ahora, me parece que hemos llegado al momento de terminar por hoy. El tribunal se retirará hasta mañana por la mañana. Mientras tanto, el acusado se devuelve a la custodia del sheriff, y se recomienda a los jurados que no discutan el caso entre ellos ni permitan que nadie lo haga en su presencia. No tienen que formarse ni formular opinión alguna hasta que el caso se les someta finalmente para su decisión.

El juez Lawton concluyó:

—El tribunal se retira hasta mañana por la mañana a las diez.

Quinn pasó junto a mí, al salir de la sala.

—Vaya a mi oficina —me dijo en voz baja.

Le seguí hasta emparejarme con él.

—¿Qué es lo que quiere?

—Discutir las pruebas.

—¡Al diablo con las pruebas! —le contesté—. Tengo otra cosa que hacer. Manténgase cerca de su teléfono, para que pueda comunicarme con usted a cualquier hora de la noche. Duerma lo que pueda. ¡Ésta va a ser una noche infernal!

Le hice una seña a Bertha y nos dirigimos a la salida, empujando a la multitud que nos rodeaba.

—¿Y ahora qué? —preguntó Bertha.

—Ahora —respondí—, vamos a Pasadena, a ver a nuestro experto en balística, para averiguar qué demonios fue lo que nosotros desenterramos del jardín.

—Es un revólver calibre 38 —dijo Bertha.

—Probablemente el arma homicida. Y eso quiere decir que uno de nosotros tendrá que declarar como testigo.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Bertha.

Nos dirigimos a Pasadena, donde tiene su oficina uno de los mejores físicos del país. Se puso a trabajar en el revólver inmediatamente. A la media hora ya había logrado descifrar el número del revólver, y una hora después teníamos la respuesta.

El revólver había sido comprado por Helen Manning, seis años atrás.

Colgué el receptor telefónico; y me volví a Bertha.

—Esto forma parte de tus deberes, Bertha —le dije—. Vas a tener que «deshacer» a una muñeca.

—¿A quién?

—A Helen Manning.

—¡A esa perra! —exclamó Bertha.

—¿Podrás hacerlo?

—Voy a sacarle las tripas —prometió Bertha—, y a derramar todo el serrín de que está llena por el suelo de su piso.

—Pues vamos allá, —le dije.