HABÍA una cosa que no concordaba con lo que John Dittmar Ansel le había contado a Barney Quinn. El revólver estaba sumamente oxidado. Ni siquiera pude abrir el cilindro, sin someter el arma a un largo tratamiento destinado a quitarle el óxido. Pero después de sacar la suciedad adherida al cañón, pude ver, con ayuda de mi linterna y, a pesar del óxido, que el cartucho correspondiente al cañón había sido disparado.
El rayo de luz de la linterna mostraba claramente el cartucho vacío. Los otros cinco cartuchos conservaban sus respectivas balas.
Era un enredo descomunal.
El juicio comenzó el día y hora señalados. Primero tuvimos que soportar el tedioso proceso de formar el jurado.
Barney Quinn tenía nuestras notas. Nos hizo sentar en la sala para poder consultarnos; pero el tipo había perdido el valor. Parecía un hombre al que arrastraban a la cámara de ejecución. Tuvo buen cuidado de no preguntarnos nada acerca del revólver.
Durante el intermedio del mediodía, me lo llevé a un lado donde no había periodistas, y le hablé de manera directa y sin tapujos.
—Éstas son las cosas que distinguen a los hombres de los niños —le dije—. Usted está aquí como abogado que representa a un acusado de asesinato. El castigo de tal delito es la muerte. Los jurados les están observando al fiscal y a usted. Su apariencia es la de un hombre que defiende a un cliente culpable. Lo cual no es justo ni para usted ni para su cliente. ¡Por todos los demonios del mundo!: ¡vaya y luche! Pero no luche como si estuviera entre la espada y la pared, luche con la confianza sonriente del hombre que defiende a un inocente.
—No soy un actor tan bueno —aseguró Quinn.
—Pues será, mejor que empiece a aprender —le contesté.
Por la tarde lo hizo un poco mejor.
Gracias a los informes que le habíamos facilitado, Quinn sabía todo cuanto era necesario saber acerca de los jurados. El peligro, por supuesto, estribaba en que se agotaran los convocados. En ese caso, el juez se hubiera visto obligado a promulgar un nuevo auto de convocación, y Quinn se habría encontrado ante una lista de nombres sobre los cuales no sabía nada.
Mortimer Irvine, el fiscal del distrito, era un hombre de aspecto distinguido, alto, guapo, cabello oscuro y ondulado, anchas espaldas, y cintura estrecha. Irvine no estaba casado y se le consideraba como a uno de los solterones más solicitados del momento, al que le encantaba tener jóvenes e impresionables damiselas en el jurado. También aceptaba a las de más edad, de pelo blanco y tipo de matrona. No le gustaban los rancheros de rudos modales.
Las jóvenes e impresionables damiselas le miraban como si fuera un ídolo del teatro o del cine. Escuchaban sus argumentos, votaban por un veredicto de culpabilidad, y salían de la sala de juicios, diciéndose la una a la otra:
—¿Verdad que estuvo maravilloso?
Las mujeres de más edad contestaban que Irvine les recordaba lo que «Jimmy» hubiera sido, si «Jimmy» hubiera vivido. «Jimmy» siempre había querido ser abogado.
Algunos de los viejos rancheros de rudos modales contemplaban el cabello cuidadosamente peinado de Irvine, su melancólica mirada, y votaban a favor del acusado.
Barney Quinn había confeccionado su lista de jurados, con la idea de tener el menor número posible de mujeres en el estrado.
Irvine había confeccionado su lista con el propósito de tener un jurado compuesto todo de mujeres, si resultaba posible.
Tras observar cómo iban las cosas, me llevé a Barney a un lado, y le dije:
—Hágale el juego, Barney.
—¿Qué quiere decir?
—Déjele poner mujeres en el jurado.
—¡No, hombre! —protestó Quinn—. Ya tiene demasiadas por ahora. Las mujeres le siguen. Tiene una voz profunda, resonante. Cuando argumenta mira con languidez a cada una de las que hay en el jurado. Paga trescientos dólares por sus trajes, y cada mañana se pone uno distinto y acabado de planchar. Es un tipo que tiene fortuna propia; de modo que no depende de su profesión para vivir. Lo que quiere es adulación e influencia. Ha puesto su mira en llegar a senador del Estado, secretario de justicia y gobernador.
—A pesar de todo eso —insistí—, hágale el juego. Déjele que ponga mujeres en el jurado.
Quinn suspiró.
—¡Qué diablos! —afirmó—. No sé para qué queremos un jurado, después de todo: lo mejor que podría hacer ese tipo sería confesarse culpable.
—Lo que usted necesita —le aseguré— es media botella de whisky, un buen sueño, y una muchacha. ¡Anímese! Este juicio o le da prestigio o le destruye.
—Prestigio no me va a dar —respondió tristemente—. Eso es seguro.
—Lo es si sigue de esa manera —afirmé.
Permanecí allí hasta que el juicio se suspendió, a las cinco de la tarde. Dejé a Bertha que se marchara a su casa en el coche, telefoneé a Stella Karis y la invité a cenar.
Tomamos unos cócteles, cenamos y regresamos a su piso a tomar una copa. Esta vez no se sentó en la cama turca, sino en una silla. Se la notaba un poco más retraída.
—¿Qué tal le va con su buen amigo? —le pregunté.
—¿A quién se refiere?
—Al banquero.
—¡Ah, Cooper! —dijo—. Caramba, Donald, me parece advertir un poquitín de celos masculinos por su parte.
Me miró burlonamente.
—Quizás los haya —admití.
—Cooper es una buena persona. A mí no me cae del todo mal. —Se rió y agregó—: Pero a usted, ¡no sé qué le cae bien! Es usted una de las personas más reservadas que he conocido. Pero le diré una cosa: Cooper es listo.
—No soy reservado —le dije—. Estoy trabajando en este asunto de Endicott, y me tiene preocupado.
—¿Por qué?
—Confidencialmente —le contesté—, existe un testigo que tengo miedo que descubra el fiscal un testigo que puede suministrar motivos para un crimen.
Stella bajó los párpados, fijó la vista en la punta de su cigarrillo, y, sin mirarme me preguntó:
—¿Quién es?
—Una muchacha llamada Helen Manning —le respondí—. Una ex secretaria que trabajó con Endicott. Endicott le despidió. Esto no es público, pero lo cierto es que ella se fue a ver a Mrs. Endicott, y le contó que su esposo era un sinvergüenza, y que había enviado a John Ansel a la selva brasileña para quitárselo de en medio. Fue una historia desagradable.
—Puedo imaginarme cómo le sentaría a Mrs. Endicott —dijo Stella.
No hice el menor comentario. Stella Karis estuvo reflexionando unos instantes.
—¿Sabe una cosa, Donald? —me dijo—. Creo que tiene usted razón. Me parece que debo convertir mis propiedades en valores que me den una renta, y volver a mi trabajo artístico.
—Sólo que debe tener mucho cuidado con el que le administre esos valores —le indiqué.
La joven se mordió los labios.
—Por regla general, me doy cuenta de la manera de ser de una persona —manifestó—. Y si no, bueno, si alguien tratara de engañarme, Donald, soy despiadada, completa y totalmente despiadada.
—La mayoría de las mujeres lo son —le dije—, sólo que pocas lo admiten.
—No sólo lo admito, sino que me enorgullezco de ello. No trate nunca de engañarme, Donald.
—No lo haré —contesté.
—Soy como un gato montés —añadió.
Se levantó a servir más licor. Vestía un conjunto blanco y extraordinariamente vaporoso. La botella se estaba terminando. En la cocina había otra, y abrió la puerta que daba a ella para traerla.
La cocina estaba brillantemente iluminada, y la luz inundaba el hueco de la puerta, marcando en una silueta perfecta cada línea de su cuerpo.
A medio camino, se le ocurrió algo, se volvió y me preguntó:
—¿Preferiría coñac y Benedictine en vez de crema y menta, Donald?
Por un instante, debatí el asunto mentalmente.
—¿Tiene las dos cosas? —le pregunté.
—Sí —contestó, cambiando ligeramente de postura.
Las luces cumplieron su cometido a la perfección.
—Coñac y Benedictine —le dije—. Pero sólo un poco, Stella. Me tengo que marchar ya. He de seguir trabajando en ese maldito caso.
—¡Usted, y su dichoso caso! —gritó furiosa.
—Pero cuando haya terminado —declaré—, nos veremos más a menudo.
—Para entonces —me dijo muy enfadada—, puede que ya no me vea más.
Entró en la cocina, cogió el coñac y el Benedictine, y al regresar apagó las luces de la cocina.
Nos tomamos un coñac con Benedictine. Le di un beso de despedida, y me fui a casa.
A la mañana siguiente, a las ocho, sonó el teléfono.
Tomé al auricular, y dije: «Hola». La voz que llegó a mi oído parecía histérica.
—¿Mr. Lam?
—Sí.
—Habla Helen, Helen Manning.
—Ah, sí, Helen, ¿qué tal, cómo está?
—Me acaban de traer una citación. Hay un policía aquí. Dice que el fiscal del condado de Orange quiere hablarme.
—¿Y el agente está, ahora ahí? —le pregunté.
—Sí.
—¿Dónde?
—En la otra habitación. Le dije que tenía que entrar al dormitorio para cambiarme de ropa. ¿Qué debo hacer?
—¿Qué puede hacer? —inquirí.
Quedó reflexionando.
—Creo que nada —admitió.
—Podría consultar a un abogado —le dije—. Pero no parecería muy bien. Se diría que tiene algo que ocultar. Podría rehusar hablar, pero eso sólo atraería la atención hacia usted. Yo creo que lo único que puede hacer es decir la verdad.
—Oh, Mr. Lam, Donald, ojalá pudiera hablar con usted.
—No puede ser —le dije—. Ahora mismo me marcho a Santa Ana. Tengo que estar en la sala mientras seleccionan el jurado. Será mejor que les cuente la verdad.
—No puedo. Simplemente no puedo decirles la verdad.
—Si la cogen en muchas mentiras —le dije—, va a verse mal. ¿Puedo darle un consejo?
—¿Cuál es? —preguntó.
—Mortimer Irvine, el fiscal del distrito del condado de Orange, es alto, moreno, guapo, muy impresionable y soltero. Y por si acaso no lo sabe todavía, ¡usted es algo muy serio!
Su voz sonó más animada.
—¿Lo cree usted, Donald?
—Lo sé —contesté—. Tiene usted ese algo que irradia de una mujer guapa, personalidad, atractivo sexual, «pose», y la habilidad para saber llevar la ropa.
—¡Oh, Donald!
—No hable con ningún subordinado. No discuta nada con los agentes. Diga que lo que tiene que decir es únicamente para los oídos del fiscal. ¿Me entiende? —continué—. Para él solo.
Su voz mostraba ahora mucha más animación.
—Donald —me dijo—, ¡es usted maravilloso y tonificante!
—Hasta la vista —me despedí; y colgué.