LA noche era oscura. Una niebla alta que procedía del mar impregnaba la atmósfera de gran humedad.
Bertha Cool y yo, arrodillados sobre la hierba húmeda nos arrastrábamos a lo largo de la cerca, registrando con los dedos cada pulgada de terreno.
—¿Por qué le dijiste a Betty Endicott que se quedara dentro? —me preguntó Bertha.
—Una razón es que no podemos fiarnos de ella —le contesté—, y la otra es que, en caso de que alguien viniera, podría avisarnos.
—Me he estropeado un vestido, un par de medias y me he roto dos uñas —se quejó Bertha.
—Eso no es nada —le dije—. A lo mejor hasta estropeas tu carrera profesional.
—¿Por qué demonios estamos haciendo esto?
—Es un servicio que prestamos a nuestros clientes.
—Jamás hice nada semejante antes de que tú llegaras —subrayó Bertha—. Cuando te asociaste conmigo, empezamos a meternos en todos estos malditos líos.
—Pero antes no ganabas dinero —le recordé—. Cállate y trabaja. No te limites a tocar y registrar solamente la superficie. Mete bien los dedos en la tierra. Lo que buscamos ha pasado años aquí y estará bastante cubierto.
—¿Y cómo es que nadie lo ha encontrado aún? —preguntó.
—Porque nadie lo ha buscado. El jardinero riega la cerca. La recorta de vez en cuando, y está tan espesa que impide que la hierba mala crezca bajo ella, y nunca la ha cavado para hacer un buen trabajo. Recorta simplemente el césped que la rodea y echa tierra en el centro. Probablemente hace años que él mismo ha cubierto lo que buscamos.
Bertha dejó escapar un rosario de palabras gruesas.
—¿Qué te pasa?
—Que me he roto el vestido y me he arañado la cara, Donald, ¿por qué diablos no podemos usar linterna para este trabajo?
—No podemos dejar que nadie sepa lo que estamos haciendo. Es posible que la policía tenga vigilada la casa. Hale vive al lado.
Bertha gruñó, gimió y suspiró, moviendo su voluminosa humanidad de un lado al otro en aquella postura de cuadrúpedo que había adoptado. Me maldijo de todas las formas habidas y por haber, y, de pronto, mis dedos tropezaron con algo.
—¡Espera un momento, Bertha! —exclamé—. Yo creo que es… es una piedra o… ¡Ya está, es el revólver!
—Bueno, gracias a Dios —murmuró Bertha—. ¡Ya era hora!
Se puso en pie con considerable esfuerzo, y continuó:
—No sé cómo diablos voy a entrar en mi casa. Si el portero me pone la vista encima va a creer que he estado robando gallinas.
—Pues dile que te está menospreciando —le aseguré—. Dile que has estado cometiendo un delito. El robo de gallinas es una fechoría de menor cuantía.
—Bueno —dijo Bertha—, vamos a contárselo a Elizabeth Endicott, y supongo que debiéramos telefonear a Barney Quinn.
—No —le repliqué.
—¿No qué?
—A Elizabeth Endicott le diremos que registramos toda la maldita cerca y no encontramos nada, y a Barney Quinn le contaremos la misma historia.
—Algunas veces —exclamó Bertha apasionadamente—, desearía no haberte visto nunca.