coolCap16

BERTHA suspiró, gruñó, se quejó y renegó cuando la llamé, pero estaba lista al pasar a recogerla y el viaje a Santa Ana lo hicimos rápidamente.

Quinn estaba encerrado en su oficina. Tenía unas grandes ojeras. El cuarto estaba lleno de humo de tabaco, los ceniceros atestados de cigarrillos a medio fumar. Estaba nervioso y agitado.

Bertha atravesó la oficina, se dejó caer en silla, y anunció:

—Joven, se está usted convirtiendo en una verdadera miseria.

—Es esta dichosa causa la que me está poniendo así —dijo—. He mandado a buscar a Elizabeth Endicott, que debe estar al llegar. Si no les importa, esperaré hasta que venga y les contaré la triste noticia cuando ella esté presente, y así no tendré que hacerlo dos veces.

—¿Es triste? —pregunté.

—Lo es —respondió, aplastando otro medio cigarrillo en el cenicero.

—Yo puedo agregar algo desagradable también —le dije.

—Pues adelante. Así podremos recogerlos todos al mismo tiempo…

Sonaron golpes de nudillos en la puerta.

Quinn atravesó la oficina, abrió la puerta y Mrs. Endicott saludó:

—Buenas noches, Barney.

—Adelante, Betty —le dijo él—. Siento haber tenido que convocar esta conferencia nocturna, pero la carne está en el asador.

—¿Qué carne y qué asador? —preguntó ella.

—Siéntese —le aconsejó Quinn.

Mrs. Endicott se dejó caer en una silla.

Quinn se le enfrentó, y comenzó:

—Usted me contó una estupenda historia sobre la gran sensibilidad psíquica de John Ansel, y de cómo él se dio cuenta, apenas penetró en la casa, de que usted no estaba allí, y de la idea que acudió a su mente de que Karl Endicott, le iba a asesinar. Me dijo usted que cuando Karl entró en la otra habitación, John Ansel tuvo la sensación repentina que Karl estaba preparándose para matarle y luego colocarle el revólver.

—Y es la verdad —afirmó ella.

—¿Es la verdad —preguntó él—, o es la historia que usted creyó que debía contarse, y que le ha estado metiendo en la cabeza a John Ansel para que la contara así?

Su rostro no mostraba la menor expresión.

—Es la verdad.

—No, no es la verdad —aseguró Quinn—. Ése es el cuento que John me ha contado las primeras dos veces, pero ya nos estamos acercando a la hora de la verdad. John debe prestar declaración ante el jurado, y cuando lo tenga que hacer va a ser interrogado por un fiscal sumamente listo.

Elizabeth Endicott, afirmó:

—John Ansel no miente. Su declaración está basada en hechos.

—¡Basada en hechos! ¡Narices! —explotó Quinn—. John fue a Citrus Grove con la intención de encararse con Karl Endicott y exigirle cuentas. Tenía la intención de matar a Karl. Llevaba un revólver. Karl era el que tenía presentimientos. Le echó la vista a John, y en seguida se las arregló para llevarle arriba, dejarle en un cuarto y, excusándose por un momento, entrar en la habitación contigua, que era un dormitorio. Y usted estaba allí.

—¿Que yo estaba allí? —preguntó ella.

Quinn afirmó con la cabeza.

—Una cosa era cierta en la historia que nos contó. John había estado en la selva y había vivido apartado de la civilización. Vivió luchando por la vida y contra la muerte, con todos sus sentidos siempre alerta. Usted estaba en aquella habitación. Cuando Karl abrió la puerta, el perfume que usted usa llegó hasta John. Entonces Karl cerró la puerta, al mismo tiempo que le decía algo a usted en voz baja. De pronto, John se dio cuenta de que usted era la mujer de Karl Endicott, con quien había estado viviendo como su esposa. Un sentimiento de asco se apoderó de él y comenzó a sentir nauseas. Arrojó por la ventana el revólver que tenía en la mano y éste cayó en la espesa cerca de arbustos que rodean la casa. Sintió que se iba a poner malo. Se precipitó por la puerta, escaleras abajo, y, por último, fuera, al aire libre de la noche.

Quinn dejó de hablar, y permaneció frente a Mrs. Endicott, de pie, con las piernas un poco separadas, y dejando que la acusación implícita que reflejaba su actitud entera le diera de lleno cual impacto físico y real.

No lloró. Se encogió. Le miró fijamente, pero pareció ir haciéndose cada vez más pequeña. Finalmente habló:

—Ya le dije que nunca, nunca, debía contar eso.

—Ansel es un mal embustero —aseguró Quinn—, cuando se le empieza a atacar con energía. No le gusta combatir. Yo siempre admití su declaración como buena, pero vamos a juicio y allí tiene que someterse a un interrogatorio. Le van a destrozar a preguntas. De manera que esta mañana me decidí a interrogarle yo mismo, como ensayo para ver cómo aguantaría en la realidad. Y ya lo vi —dijo Quinn amargamente, volviéndose de espaldas.

—Lo siento —murmuró Elizabeth Endicott, con los ojos secos y la voz firme.

—Y bien que lo debe sentir —exclamó Quinn.

—¿Estaba usted en la habitación? —le pregunté a Elizabeth Endicott.

—No —contestó rápidamente, pero sin énfasis.

—Ésa no es una negativa —gritó Quinn—. Mañana va a tener usted que declarar. Póngale algo de sentimiento.

—¡No! —exclamó ella.

—Así está mejor —dijo Quinn.

—Su coartada depende de un sujeto llamado Walden, que cerró su gasolinera a las nueve de la noche —le indiqué yo.

—Es una buena coartada —me contestó.

—El fiscal —continué— tiene a un ranchero llamado Tomás Victor, que llegó a la estación de servicio en cuestión, a las nueve menos siete minutos. Quería gasolina. Y la estación estaba cerrada.

Elizabeth Endicott se humedeció los labios con la punta de la lengua.

—El reloj de Victor no marchaba bien —comentó.

Barney dijo:

—¡Por Dios, Lam! No puede haber nada malo en esa coartada. Walden declaró en el juicio de investigación y se le sometió a un severo interrogatorio. Víctor es el que debe de estar equivocado.

Seguí mirando fijamente a Mrs. Endicott.

—Está, jugando al póquer con nosotros —le dije a Quinn.

Quinn se volvió rápidamente a ella.

—Betty —le dijo—, mañana comienza el juicio. No puede mentirnos. Somos amigos suyos. Tenemos la responsabilidad de salvar todo lo que usted quiere en la vida. Si nos miente, se está ahorcando a sí misma. Dígales la verdad.

—Ya se la he dicho —respondió.

Quinn, volviéndose a mí, me preguntó:

—¿Qué opina, Donald?

—Yo creo que miente.

Bertha Cool exclamó:

—Donald, no puedes…

—Ya lo creo que puedo, —le interrumpí—. Lea el párrafo 258 del Código testamentario, Barney. Léaselo a ella.

—¿Qué párrafo es? —preguntó Barney.

—El 258 —le contesté.

Elizabeth Endicott me miró.

—¿Es usted abogado? —me preguntó.

—Lo era —afirmó Bertha Cool—. Ha estudiado leyes. Es un tipo muy listo. Si está usted mintiendo, querida, será mejor que lo confiese.

Quinn pasó las hojas del Código testamentario.

—¿Lo ha encontrado ya? —pregunté.

—Sí —dijo.

—Léaselo —le indiqué.

Quinn leyó el párrafo:

«Ninguna persona convicta del asesinato u homicidio voluntario del finado, tendrá derecho a porción alguna de la herencia; y la parte que, de no ser así, le correspondería, pasa a las otras personas con derecho, según se especifica en este capítulo».

Quinn miró a Mrs. Endicott, y luego a mí. Su rostro había palidecido.

—¡Dios mío! —murmuró.

—Vamos —le dije a Elizabeth Endicott—, cuéntenos la verdad.

—Usted trabaja para mí —me contestó—, y no tiene derecho a decir que estoy mintiendo.

—¡Que no lo tengo! Estoy trabajando para usted, y por eso me gustaría salvar algo, antes de que sea demasiado tarde.

—Yo no estaba en la casa cuando dispararon —afirmó.

—¿Y dónde estaba?

—En la carretera de San Diego.

—Vamos a probar otra vez —dije.

—Está bien —contestó—. Se lo diré. Yo estaba en la carretera de San Diego, pero no puedo probarlo. Walden, el de la estación de servicio, estaba equivocado. Creyó haber cerrado a las nueve. Aquel día no le debió dar cuerda a su reloj y se paró a eso de las siete. Conectó su radio para saber la hora. El programa terminaba a las siete y cuarto. Él creyó que terminaba a las siete y media y puso el reloj con quince minutos de adelanto. No se dio cuenta de ello hasta después de haber prestado declaración. Estaba positivamente seguro de que su reloj iba bien. En su declaración afirmó que había puesto su reloj por la radio, menos de dos horas antes de cerrar. Todo el mundo pensó que lo había puesto con una señal horaria, pero no fue así. Lo puso con el programa. Y se equivocó de quince minutos.

—¿Y él se enteró de eso? —pregunté.

—Sí. Se enteró después de celebrado el juicio de investigación. Pero Bruce Walden confía en mí. Le dije que aquello no tenía importancia, porque yo estaba camino de San Diego, y me creyó. Por eso nunca ha dicho nada.

—¿Dónde está Bruce Walden ahora? —le pregunté.

—En aquella época, trabajaba en una estación de servicio. Ahora es distribuidor de gasolina para todo el condado.

Quinn me miró. Dije:

—Ahora han hablado con ese Victor, que está totalmente seguro de que la estación estaba cerrada cuando pasó por ella, a las nueve menos siete minutos.

Elizabeth Endicott afirmó:

—Si comienzan a investigar, Mr. Walden también declararía que su esposo estaba equivocado. Llegó a su casa a las nueve y cinco. Si realmente hubiera cerrado a las nueve, no habría podido hacerlo. Mrs. Walden dio por supuesto que su marido había cerrado más temprano. No hubo comentarios. No fue sino hasta después del juicio, cuando empezó a atar cabos, y entonces le preguntó a su marido. Él le contó lo sucedido y ella fue la que le hizo ver cómo había cometido el error, adelantando su reloj quince minutos.

Quinn me miró y levantó los brazos. Bertha Cool dijo:

—¡Qué me frían una ostra!

—Está bien —le dije a Quinn—, empezaremos desde ahí. Una de las primeras cosas que tenemos que hacer es encontrar el revólver antes que el fiscal. Recuerden esto: el fiscal está, en una situación comprometida. Acusa a John Ansel de asesinato en primer grado, y no quiere tener que echarse atrás y retractarse. Aunque pudiera probar que Walden cerró la estación quince minutos antes de las nueve, todavía no ha probado que Elizabeth Endicott sea culpable de matar a su esposo. Eso le tiene molesto y perturba sus pensamientos. Vamos, pues, a encontrar ese revólver; si todavía está allí.

—¿Pero no ve usted —me dijo Barney Quinn—, que cuando Ansel preste declaración, tendrá, que decir la verdad? Ansel no sabe mentir, y ahora que yo conozco lo ocurrido no puedo dejar que lo haga. Tiene usted que contar lo del revólver.

—No tiene necesidad de prestar declaración —manifesté yo.

—Si no lo hace, estamos vencidos —afirmó Barney.

—No —le contesté—. Conseguiremos que el fiscal caiga en nuestras manos.

—¿Cómo?

—Proporcionándole un testigo.

—¿Quién?

—Helen Manning.

—¿Y quién es ésa?

—La secretaria despedida que fue a contarle a Elizabeth Endicott lo sinvergüenza que era su marido. Es la mujer que le contó a Elizabeth, por primera vez, que Karl había enviado a John a la muerte deliberadamente. Es la mujer que hizo concebir a Elizabeth Endicott la idea de matar a su marido. Es la mujer que inculcó por vez primera esa idea en la cabeza de Elizabeth.

Elizabeth permaneció sentada en perfecta inmovilidad. Su rostro era una máscara perfecta.

—¿Qué están tratando de hacer? —preguntó—. ¿Enviarme a la cámara de gas?

—Estamos tratando de colocar al fiscal sobre una cerca de alambre de púas —le dije—, con un pie a cada lado.

—No va a poder hacerlo con ese tipo. Es listo —previno Quinn.

—Está bien —exclamé—, ¿qué va a hacer con él?

Quinn no supo qué contestar a mi pregunta.

Me volví a Elizabeth Endicott.

—Sólo podemos hacer una cosa. No nos atrevemos a usar linternas, y no podemos registrar de día, o alguien avisaría a la policía. Cooper Hale vive en la casa contigua a la suya; así es que tendremos que esperar hasta bien pasada la medianoche. Iremos a su casa, y entraremos por la puerta de servicio. Luego, agachados y de rodillas, nos pondremos a registrar cada pulgada del seto, al tacto.

—¿Pero que haremos si lo encuentran? —preguntó Barney Quinn.

—Lo guardaremos nosotros —le contesté.

—Será una prueba —señaló Quinn—, y es un delito esconder las pruebas. No es conducta profesional. Por una cosa así podrían impedirme ejercer mi carrera.

Me sonreí.

—Usted no estará presente, Barney. Mañana no se le ocurra preguntarme si encontramos un revólver en el matorral. Vámonos, Bertha. Nos encontraremos con usted en su casa, dentro de un par de horas, Mrs. Endicott. Déjenos la puerta de servicio abierta. Nos puede reanimar con un café, y asegurarnos de que la casa está libre.