LA mayor parte del trabajo de un detective, en un juicio por asesinato, consiste en obtener todos los datos personales posibles acerca de las personas que compondrán el jurado. Tan pronto como la causa quedó lista para juicio, Bertha y yo empezamos a trabajar en el auto de convocación del jurado, del cual debían ser seleccionadas las doce personas que juzgarían el caso.
Bertha se encargó de las personas de más edad de ambos sexos, y yo de las más jóvenes.
Hubiera sido un desacato a la autoridad y una falta de ética, el discutir la causa con esas personas, o seguir a todas partes, dejando que se percataran de la vigilancia, o hacer cualquier otra cosa que pudiera estimarse como si las estuvieran influenciando.
No había, sin embargo, ley alguna que impidiera que se conversara de manera casual con amigos de esas personas, ni que se investigaran archivos e informes, para averiguar dónde habían actuado antes como jurados, en que clase de causas y cómo habían votado.
El trabajo era lento y pesado, pero al fin reunimos una colección bastante buena de biografías resumidas.
Barney Quinn se hizo cargo de ellas y las redujo a breves notas, y éstas, a su vez, las puso en clave. Una raya vertical corta, colocada en un cuadrado frente al nombre del posible jurado, significaba que éste era honrado y decente, pero aceptable. Si la raya se inclinaba a la izquierda, significaba que era de una integridad exagerada. Si la marca se colocaba en la parte baja de la figura, significaba que el hombre era obstinado, terco e intolerante. Si la raya era horizontal, quería decir que era de los que se dejaban vencer cuando las cosas se ponían difíciles.
Entretanto yo seguía confrontando y comprobando los hechos.
La víspera del juicio, Stella Karis me telefoneó.
—Nunca viene a verme, Donald —me dijo.
—Estoy ocupado día y noche.
—Pero tiene que comer.
—No como. Trago.
—Me gustaría verle tragar. Tengo algo que contarle.
—¿De qué se trata?
—Del caso para el que trabaja.
—¿Y qué hay de ello?
—Mr. Hale ha venido a visitarme.
—¡No me diga!
—Pues sí, señor; y varias veces.
—¿Y qué es lo que quiere?
Se rió de manera seductora.
—Se lo diré, pero no por teléfono.
—Sinceramente, Stella, ahora no tengo tiempo para…
—Se trata de un testigo del proceso.
—Iré, a verla.
—¿Cuándo?
—¿Qué le parece esta noche?
—¿A cenar?
—Mejor después de cenar —le contesté—. Ya tengo un compromiso. ¿Sería demasiado tarde a las nueve?
—Nada de eso. Estaré esperándole.
Dediqué el día a acabar la lista de jurados, preparando las cosas, y a las nueve menos cinco minutos llegué a casa de Stella.
Cuando abrió la puerta y se inclinó hacia mí, el escote dejó entrever deliciosas curvas, y al volverse para guiarme adentro, un trozo muy tentador de pierna se mostraba por una generosa abertura de la ceñida falda.
Tomamos café y después licor. Luego, me anunció:
—Donald, Mr. Hale quiere administrar mis propiedades.
—¡Qué amable! —comenté.
—Usted que dijo que un Banco debía…
—Un momento —le repliqué—, ¿está usted tan loca como para confiar sus propiedades a ninguna empresa que administre Hale?
—Está organizando una compañía de inversiones.
—¡Qué estupendo, qué magnífico… para Cooper Hale!
Stella continuó:
—Está en plan muy amable. Y a usted le odia.
—Eso puedo soportarlo muy bien.
—Y cree que yo también le odio.
—¿Ah, sí?
—Así mismo. Le dije que usted ya no venía nunca a verme. Quiso sacarme informes suyos.
—Siga.
—Y me contó algo que nadie sabe, según me explicó.
—¿Qué?
—Se trata de un ranchero llamado Tomás Victor. ¿Recuerda la noche en que Endicott fue asesinado?
—Por supuesto.
—Como usted sabe, se supone que Mrs. Endicott estaba en una estación de servicio precisamente a las nueve de la noche, y el disparo mortal se hizo exactamente a esa hora. Bien, ahora resulta que Tomás Victor estuvo en la misma estación de servicio a las nueve menos siete minutos, para poner gasolina, y la estación ya estaba cerrada. En su opinión, el empleado de la estación o bien cerró temprano o su reloj iba adelantado.
—También pudo ocurrir que el reloj de Victor estuviera atrasado —puntualicé yo.
—Victor afirma que no lo estaba. Creí que debía decírselo, Donald.
—Gracias.
—¿Es importante? —preguntó.
—Probablemente no lo es tanto como el hecho de que Hale creyera oportuno contárselo a usted —le contesté.
—¿Por qué?
—Eso —le respondí— es algo que no sé. De todas formas, lo comprobaré. ¿Cómo anda el asunto de la fábrica?
—Oh, ya han firmado el contrato. ¿Sabe usted una cosa, Donald? Tenía razón. No se trataba de una empresa de artículos de novedad. Cuando llegó la hora de la verdad, resultó que se trataba de una gran compañía de cojinetes de rodillos, que fábrica una extensa línea de ellos en el este, y quería instalar otra planta aquí para abastecer esta región oriental.
—¿Ah, sí?
—¿No se entusiasma?
—¿Y usted?
—Yo gano un montón de dinero con eso.
—¿Le gusta hacer dinero?
—Francamente, Donald, no. Me gustaría volver a mi dibujo y a mi pintura. Supongo que sólo soy una artista de segunda categoría, pero es un trabajo de creación. ¡Es mi vida! Me gusta la gente que conozco del mismo tipo. Con ellos puedo hablar de luces, perspectiva, y cosas por el estilo; y no sólo me entienden sino que charlamos de algo que vale la pena. Hoy en día todo son contratos, acciones, valores, utilidades, notas y todas esas cosas. Donald, ¿querría administrarme una compañía de inversiones?
—No.
—¿Por qué?
—Porque sería trabajar para usted.
—¿Y qué hay de malo en ello?
—Sí, sería como andar con una cadena al cuello. ¡Al diablo con todo eso! Ya me encuentro bien como estoy.
—Tenía miedo de que dijera eso. —Quedó pensativa por un instante—. Cooper Hale no piensa del mismo modo —dijo por fin.
—¡Naturalmente que él no!
—¿Cree usted que si Hale llegara a organizar una compañía de inversiones, yo debería dejarle administrar mis valores? Me garantiza una renta muy atractiva.
—Mi único consejo —le dije— es que deposite todos sus valores en el departamento administrativo de un Banco respetable. Déjeles que se los manejen de modo que obtenga una utilidad baja, pero segura. Líbrese de todo cuanto posea en bienes raíces y de todo cuanto requiere una administración personal. Invierta el dinero en acciones y bonos muy seguros, y luego dedíquese a pintar. Váyase a Europa a estudiar arte si quiere. Trate de hacer algo que realmente valga la pena.
—Sí, me parece que tiene razón —admitió.
—¿Ha estado casada? —le pregunté.
—Sí, ya se lo dije la noche que le conocí en Reno.
—¿Y qué ocurrió con su matrimonio? —inquirí.
Recorrió el diseño del tapizado del sofá con la punta del dedo índice.
—Pues que se deshizo. Estoy divorciada.
—¿Y por qué fue?
—Porque no me gusta ser propiedad de nadie. Yo creo que las personas que tienen un temperamento verdaderamente creador se irritan ante la idea de… de pertenecer a alguien. Y opino que ése es el motivo por el cual actores y actrices sólo pueden aguantar el matrimonio por temporadas. La gente habla de la inmoralidad de Hollywood y, en realidad, no es inmoralidad, Donald, simplemente algo más fuerte que uno mismo. No le impide enamorarse, pero después de que el lado amoroso llega al punto en que uno trata de respetar las tradiciones convencionales, y siente que pertenece a alguien, es cuando empieza la rebelión; no contra la persona, sino contra la idea de ser una propiedad.
—¿Quiere casarse otra vez? —le pregunté.
—¿Es una declaración?
—No, es una pregunta.
—Pues no especialmente. Creo que hay algunas personas que podría… Bueno, a veces presento síntomas de enamoramiento.
—En estos momentos usted constituye un cebo atractivo para los cazadores de fortuna. ¿Cuántas propiedades tiene usted?
—Eso no le importa a usted.
—Siga de esa manera.
—¿De qué manera?
—Pues que a nadie le importa lo que usted tiene. Si quiere mi consejo, convierta todas sus propiedades en valores, regrese a Nueva York, y viva con doscientos dólares al mes. Hágase el propósito de que, pase lo que pase, no gastará, más de doscientos dólares al mes por nada.
—¿Sabe usted que he estado pensando en hacerlo?
—Pues piénselo un poco más —le dije—. Y ahora me marcho. Estoy muy ocupado.
—Ya no le veo nunca —me dijo, torciendo la boca.
—Yo no me veo a mí mismo —le contesté—, excepto en los minutos que paso ante el espejo por las mañanas, cuando me afeito.
—¿Cuando termine este caso, le veré algo, Donald?
—No lo sé.
Se rió y dijo:
—Usted es peor que yo. Usted no quiere pertenecer a nadie. No quiere que le sujeten.
—Puede que tenga razón —le respondí—, pero ahora mismo me tengo que marchar a la cama porque mañana tengo un día muy agitado.
Bostecé un par de veces, la besé, me marché rápidamente de allí, y llamé a Barney Quinn por teléfono.
La voz de Quinn sonaba preocupada y ansiosa. Comencé a decirle que había encontrado una nueva pista, pero no me dio la oportunidad de acabar.
—Escuche, Donald —me dijo—, toda la tarde he estado tratando de localizarle. ¿Cuándo puede venir aquí?
—Inmediatamente. Bertha y yo hemos estado fuera todo el día, investigando jurados.
—Está bien —contestó—. No pude localizar a ninguno de los dos. Tráigame a Bertha.
—¿Es tan grave? —le pregunté.
—Peor —me contestó.
Le dije:
—Puedo decirle algo sobre la parte contraria. Están comprobando la hora, en el asunto de la estación de gasolina.
—¿Qué estación de gasolina? Ah, ya me doy cuenta. Eso es de poca monta ahora. Vengan cuanto antes.
—Puede que tarde algún tiempo en levantar a Bertha —le informé.
—Entonces venga usted, y deje que Bertha lo haga más tarde. Esto es importante. Se desencadenó la tormenta.