coolCap14

EL alcalde Taber era un hombre de cincuenta y cinco años, de mandíbulas pronunciadas, labios gruesos, ojos color acero, fría mirada, y una costumbre de hablar a rápidos borbotones, que hacía que las palabras sonaran como disparos de ametralladora.

Cooper Hale era bajo de estatura, gordo y reposado. Me examinó de pies a cabeza, y volvió la vista; repitió nuevamente la operación, y otra vez volvió la vista.

Bertha hizo las presentaciones, y los dos hombres me estrecharon las manos. Taber llevaba la voz cantante.

—¡Una publicidad muy lamentable, realmente muy lamentable! Parece haber salido de esta oficina. No sé cuáles son sus fuentes de información, Lam, ni me importa. Todo lo que puedo decir es que se ha insinuado que el municipio de Citrus Grove ha estado durmiendo, y que hemos dejado que una estúpida ordenanza territorial se interpusiera en el camino del progreso.

Hizo una pausa, respiró profundamente, y siguió disparando las palabras.

—Eso no me gusta. No es manera de luchar. Si tienen ustedes alguna queja legítima contra el municipio, vengan a Citrus Grove y dígannos de qué se trata. No sé qué es lo que se proponen. Sé que andan mezclados en el proceso Endicott, y aunque no estoy preparado —todavía— para hacer una acusación directa y pública, no puedo evitar pensar que debe existir una relación con todo esto.

—¿Quiere decir que mis informes son falsos? —pregunté.

—Claro que lo son.

—¿Y qué me dice del fondo para la campaña de Crosset? —inquirí.

—Bien, eso sí que ha sido algo lamentable. Soy muy amigo de Crosset, y le respeto y admiro enormemente. Era un hombre de gran integridad. Tiene unos principios tan rígidos, un patrón de honradez tan alto, que cualquier cosa que pudiera significar la manchita más imperceptible en su reputación, la hace crecer enormemente en su imaginación. Siento muchísimo lo sucedido.

—Igual que Crosset —le aseguré.

—Tiene derecho a aceptar contribuciones para campañas políticas, siempre que actúe de buena fe.

—Así es.

—Bueno, ¿entonces para qué hablar de ello?

—Dimitió, ¿no es cierto?

—Sí, dimitió.

—¿Por qué?

—Porque, tal como le acabo de explicar, su concepto del honor es tan alto, que no puede tolerar que la más leve sospecha recaiga sobre él.

—¿Y para con los otros?

—¿Qué otros?

—Los otros que también recibieron donativos de dos mil dólares, para sus fondos de campañas electorales.

—¿Sabe usted de algún otro que haya recibido?

—¿Tengo entendido que uno más declaró que había aceptado una contribución similar?

—Bueno, ¿y eso qué tiene de malo?

—Nada.

—¿Por qué lo saca a relucir entonces?

—No saqué nada a relucir.

—Usted hizo la pregunta.

—Estaba tratando de familiarizarme con la situación —respondí.

Hale cambió de postura, y levantando la vista hacia mí, dijo:

—Después de todo, Lam, puede ser que tampoco usted se encuentre en una situación invulnerable.

—¿De qué manera?

—De muchas maneras.

—Nómbrelas.

—No tengo por qué hacerlo.

—Nombre una.

—Me he limitado a hacer una observación.

—Está bien. Ya la hizo. Ahora retírela.

—No vinimos aquí a pelear —dijo Tober.

—¿Y para qué vinieron?

—Nos gustaría contar con la cooperación de su agencia.

—¿En qué forma?

—Ustedes han estado haciendo declaraciones a la prensa.

—¿Tiene alguna objeción que presentar?

—Nosotros opinamos que algunas de esas declaraciones que se han dado a la publicidad son irresponsables.

—¿Le gustaría ver cómo Santa Ana le quita una gran fábrica a Citrus Grove?

—Claro que no. Y para que lo sepa, no hay posibilidad de que suceda nada de eso.

—¿Quiere hacer una apuesta?

—Yo no soy apostador, pero sí un hombre de negocios.

—¿Es usted político?

—He actuado en la política.

—¿Y espera volver a hacerlo?

—Posiblemente.

—Esa compañía desea ir a Citrus Grove —le aseguré—. Ha elegido el sitio. Aspira a una cooperación razonable del municipio. Claro que no sé lo que dirá la prensa, pero conozco la idea que se le ha ocurrido a un periodista.

—¿Cuál es?

—Que una persona con relaciones públicas influyentes, y que posee terrenos en Citrus Grove, quiere cambiar el emplazamiento de la fábrica y está ganando tiempo con lo de la modificación de la ordenanza territorial, confiando así en que podrá, descubrir la identidad del fabricante y llevarse el negocio.

—¡Eso es totalmente ridículo! ¡Es absurdo! ¡Es completamente falso! —dijo Hale.

—Yo solamente comentaba la idea de uno de esos periodistas —le recordé.

—Si puede decirme quién es, le romperé las narices.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque nada de eso es cierto.

—¿Por qué va a romperle las narices entonces? ¿Qué le importa a usted?

Hale no contestó, y Taber dijo:

—Lo que quiere decir Mr. Hale es que la publicación de semejante historia, acompañada de las correspondientes insinuaciones, podría recaer sobre él personalmente.

—¿Quiere usted decir que Mr. Hale tiene propiedades en Citrus Grove?

—Siempre he sido un creyente convencido en el futuro de Citrus Grove —dijo Hale ceremoniosamente—. He hecho dinero por una serie de inversiones afortunadas en bienes raíces, que han aumentado mi fe en el crecimiento de la comunidad. He realizado considerables sacrificios personales para ayudar a esa comunidad.

—Así es verdaderamente —confirmó Taber.

—¡Ése es el verdadero espíritu de solidaridad! —le felicité.

—Está bien —intervino Bertha—. Este juego no nos lleva a ninguna parte. ¿Qué es lo que quieren?

—Mr. Nickerson es testigo en el proceso criminal Endicott —anunció Taber.

No hice un solo comentario.

—Y Mr. Hale también —continuó Taber.

—¿Y qué? —pregunté.

—Y ustedes están interesados en ese caso —dijo Taber.

—Trabajamos en él —le recordé.

—¡Ansel no tiene la menor oportunidad! ¡Absolutamente ninguna! La causa es de las que no tienen vuelta de hoja.

—Indudablemente así piensa el fiscal del distrito —le dije—. Mr. Quinn, el abogado de la defensa, tiene otras ideas.

—Los ciudadanos de la comunidad se sienten muy irritados ante ese proceso —dijo Taber—. El espíritu de la comunidad se manifestará a través del juicio. Es más, algunos de los jurados serán indudablemente de la vecindad de Citrus Grove. El fiscal del distrito pedirá la pena de muerte y no creo que exista la menor posibilidad de que Ansel pueda librarse de la cámara de gas.

Permanecí callado.

—Ahora bien —continuó Taber—, estamos dispuestos a cooperar. Si, como sospecho, mucho del motivo que impulsa a esos rumores que han ido apareciendo en la prensa se debe al deseo de restarle atención al proceso Endicott, y comprometer a ciertos testigos, pudiera ser que estén recurriendo a tácticas equivocadas. Podrían obtener mejores resultados tratando de cooperar, que intentando destruir.

—¿De qué manera?

—El fiscal es un hombre razonable. Es amigo mío, y estoy seguro de que atendería a razones.

—¿Hasta qué punto?

—Estoy seguro de que si Ansel se declara culpable, el fiscal tomaría en consideración el ahorro que eso iba a significar el erario público, y no ejercería presión alguna para conseguir que el juez impusiera la pena de muerte. Es más, pudiera ser que el propio fiscal pidiera cadena perpetua. No estoy en condiciones de asegurarle, y no represento al fiscal. Estoy únicamente explorando el terreno.

—Hasta podría suceder que Ansel llegara a ser declarado culpable de asesinato en segundo grado u homicidio casual.

—Yo no creo que a Mr. Quinn le interese su proposición —le dije—. La opinión de Mr. Quinn es que John Ansel es absolutamente inocente.

—Eso es una suposición completamente disparatada, que hace caso omiso de los hechos concretos y evidentes.

—Todavía no estoy familiarizado por completo con los detalles —le indiqué—. Estamos trabajando en la causa.

—Bien, pues cuando se haya familiarizado —dijo Taber poniéndose en pie—, venga a verme. Siempre me puede encontrar en mi oficina de Citrus Grove. Y puedo afirmar que siempre me hallo dispuesto a hacer cuanto pueda por el progreso económico de mi bella ciudad.

—Entonces lo mejor sería que se preocupara inmediatamente de esa ordenanza territorial —le dije.

—¿Qué quiere decir?

—Si cinco concejales recibieron dos mil dólares cada uno de Drude Nickerson —le contesté—, no deja de resultar asombroso que alguien estuviera tan interesado. Ahora bien —continué—, tengo mi propia teoría, y es que los concejales que recibieron dos mil dólares cada uno como contribución a sus fondos para campañas políticas, no los recibieron con la idea de votar a favor de la modificación de una ordenanza territorial. Diría que ese dinero lo recibieron convencidos de que Mr. Nickerson estaría encantado de ver que la ordenanza permanecía sin modificarse, para que el lugar escogido para la nueva fábrica pudiera pasar a propiedad de un amigo suyo. De momento no puedo darles todos Los nombres, pero confío en poder hacerlo mañana a esta misma hora.

—¿Está usted trabajando en este asunto? —preguntó Taber.

—Por supuesto que sí.

—¿Profesionalmente?

—Confío en no estar haciéndolo en plan de aficionado.

—¿Sabe usted que podría verse metido en un lío?

—Claro que podría. Y muchos otros también. Me pregunto si Mr. Crosset anotaría los dos mil dólares que recibió, en su declaración del impuesto de utilidades.

—Uno no tiene que declarar contribuciones para gastos de campañas políticas —dijo Taber.

Me limité a sonreír.

—O al menos, así lo creo —se corrigió.

Continué sonriendo.

Hale intervino diciendo:

—Ya hemos hecho todo cuanto hemos podido, Charles. Ofrecimos nuestra cooperación. El fiscal del distrito es amigo mío, y estoy dispuesto a hacer lo que pueda, pero me gusta que los demás también lo estén.

Taber asintió con la cabeza.

—Conforme —exclamó—, sólo vinimos a visitarles para conocerles. Creímos que ustedes sabrían apreciar nuestra, actitud.

—Y yo estoy más que seguro de que ustedes la nuestra —le respondí.

—Ya volverán a saber de nosotros —nos aseguró, al tiempo que los dos salían sin despedirse.

Al cerrarse la puerta, los ojillos de Bertha, despedían chispas como los diamantes de sus sortijas.

—Donald —exclamó—, ¿qué demonios estás intentando hacer? Has insultado en esos hombres. Les has estado acusando prácticamente de estar haciendo chanchullos.

—¿Fue ése la impresión que sacaste? —le pregunté.

—Ésa, exactamente.

—Entonces, en buena lógica, ellos se llevaron la misma impresión.

—¿Tienes una idea de todo lo que estás diciendo?

—Claro que sí. Nickerson le cogió quince mil dólares a una tal Stella, Karis, que quería que se modificara una ordenanza territorial, porque hay una fábrica que desea comprarle un terreno. Nickerson se enteró y Hale se enteró. Hale tiene unos terrenos que quería arrendarle a la fábrica, y no quería a Stella. Karis por en medio. Por lo tanto, Hale decidió sobornar a los concejales para que modificaran la ordenanza. Sin embargo, Hale, por su manera, de ser, no estaba dispuesto a soltar el dinero, y entonces, junto a Nickerson, idearon un estupendo plan, gracias al cual hicieron que Stella Karis pusiera el dinero con el propósito ostensible de comprar a los concejales para que accedieran a la modificación de la citada ordenanza. Pero Nickerson utilizó el dinero para sobornar a los concejales y que dejaran la ordenanza territorial tal y como estaba.

Proseguí:

—Cuando los residentes de Citrus Grove se den cuenta de que una gran fábrica, capaz de dar empleo a miles de hombres, se marchó a otra parte, sólo porque un político quiso aprovecharse de la situación, va a haber un pequeño…

Bertha me interrumpió para advertirme:

—Espero que sepas lo que estás haciendo.

—Y yo también —le contesté—. La opinión pública es una cosa muy seria cuando se despierta.

—Pues puedes estar endemoniadamente seguro que la vas a despertar. Dicen que la gente anda reunida en pequeños grupos, en Citrus Grove, y que no hablan de otra cosa: sólo del proceso y la fábrica de automóviles.

A las tres y treinta y cinco minutos de aquella tarde, el consejo municipal de Citrus Grove se reunió en sesión especial y decidió modificar la ordenanza territorial: la propiedad de Stella Karis quedó dentro de una zona industrial.

El «Clarín de Citrus Grove», aseguró a sus lectores que, con esa medida, la expansión industrial, por la cual estuvieron trabajando en silencio las previsoras autoridades, había quedado asegurada.

Drude Nickerson continuó «incapacitado» para el interrogatorio.

Stella Karis me telefoneó dos veces sin encontrarme. Dejó un recado a Elsie Brand que ésta tomó en taquigrafía, leyéndomelo cuando entré en la oficina. Decía que miss Karis había dicho que le gustaría verme porque «le era del todo imposible expresar su gratitud con simples palabras».

No hice el menor comentario.