coolCap13

HELEN Manning se había emperifollado para nuestra cita. Tenía gusto para elegir su ropa. Había estado en un «salón de belleza», y mostraba ese algo indefinido que permite a ciertas mujeres llevar vestidos que parecen modelos parisienses.

Nos tomamos un par de cócteles, y cuando llegó el momento de pedir la cena, representó la acostumbrada comedia de fijarse mucho en lo que iba a comer, para conservar la línea; pero se rindió fácilmente al camarero, al menú, y a mis sugerencias. Empezó por un cóctel de langosta; luego, una sopa de tomate, un filete «mignon», ensalada de aguacate y toronja, una patata asada, y de postre, un pastel de fruta.

Después fuimos a su piso, y allá sacó una botella de licor de menta. Amortiguó las luces porque los ojos le escocían, tras un largo día en la oficina.

Cruzó las piernas. Las tenía bonitas. En la suave penumbra de la habitación, parecía rondar los veintidós años, y, sobre todo, tenía «clase».

Cuando la vi de día, aporreando la máquina de escribir en la oficina donde trabajaba, aparentaba veinticinco años, y se la veía cansada.

—¿Qué quiere usted saber? —me preguntó.

—¿Trabajó usted para Karl Carver Endicott? —le dije.

—Sí.

—¿En calidad de qué?

—Como secretaria particular.

—¿Y qué tal era para trabajar con él?

—Estupendo.

—¿Un caballero?

—¡Maravilloso!

—¿Algo amigo de tomarse confianzas?

—Nada de eso —dijo con acritud—. Nuestras relaciones eran puramente comerciales. Si no hubiera sido lo suficientemente caballero para mantenerlas así, yo era lo bastante señora para haber insistido en que así fuera.

—¿Conocía usted bien sus asuntos?

—Sí.

—¿Y en cuanto a honradez?

—Era escrupulosamente honrado. El empleo era muy bueno.

—¿Y por qué lo dejó?

—Por razones personales.

—¿Cuáles eran?

—Dimití.

—¿Por qué?

—Porque la atmósfera de la oficina cambió en un aspecto.

—¿En qué aspecto?

—Es difícil de explicar. No me llevaba muy bien con las otras muchachas de la oficina, y como podía colocarme en cualquier otra parte, no tenía que aguantar en un lugar que no me agradaba. Y por eso dejé el empleo.

—¿Se marchó disgustada?

—Por supuesto que no. Mr. Endicott me dio una excelente carta de recomendación, que puedo enseñarle si lo desea.

—Me gustaría verla.

Se levantó, y entró en su dormitorio, saliendo al poco con una carta escrita en el papel timbrado de las «Empresas Endicott».

Era una carta magnífica. En ella recomendaba a Helen Manning como competente secretaria, que había trabajado con él durante años. Renunciaba voluntariamente y él lamentaba la pérdida.

—Ahora bien —le dije doblando la carta—, poco después fue usted a hablar con Mrs. Endicott, ¿no es cierto?

—¿Yo? —exclamó con incredulidad.

—Usted.

—Puedo asegurarle que no —dijo—. Yo vi a Mrs. Endicott en la oficina una o dos veces, y sabía quién era, y, por supuesto, cambié algunas palabras con ella; pero eso es todo.

—¿No habló usted con ella después de abandonar su puesto?

—Puede ser que le haya dado los buenos días si me la encontré por la calle, pero ni de eso me acuerdo.

—¿No la llamó usted por teléfono para preguntarle dónde podían encontrarse, porque usted tenía algo que comunicarle?

—Claro que no.

—Estupendo —le dije—. ¿Le importaría darme un certificado de su declaración?

—¿Y por qué he de hacer semejante cosa?

—Para que yo puede mostrar la realidad de los hechos a quienes me pagan, y cortar un rumor que anda rondando por ahí.

—Pero no veo la razón para hacer esa declaración.

—¿Es auténtica, no es así?

—Claro que lo es. Yo no mentí.

—Entonces puede extender un certificado.

Permaneció en silencio unos segundos. Y luego, preguntó abruptamente:

—¿Cómo se enteró de eso?

—¿De qué?

—De que fui a ver a Mr. Endicott.

—No sea tonta —le dije—. Usted no fue a verla; y me va a dar un certificado en que conste así.

—¡Está bien! —me gritó apasionadamente—, ¡sí fui a verla! Le conté cosas que creí debía saber.

—¿Qué pasaba con Karl Endicott? —pregunté.

—Muchas cosas —me respondió—. Después de todo lo que hice por él. Le dediqué los mejores años de mi vida. Le fui leal y adicta en absoluto. Aguanté cosas que… Cerré los ojos ante ciertos… Ni siquiera me permití que me pasara por la imaginación pensamiento alguno acerca de sus trampas y líos. Y entonces admitió a esa pícara. No habría estado tan mal si al menos hubiere podido hacer el trabajo; pero siquiera sabía escribir a máquina. Era una simple ramerilla que le había engañado y que…

—¿Y usted hizo una escena? —le interrumpí.

—Yo no hice escenas —me respondió—. Simplemente le dije a Endicott que si quería una amante, le debía poner un pisito, y no entorpecer el negocio, por empeñarse en tenerla en la oficina. Y también añadí que, si yo iba a seguir siendo la secretaria en jefe, deseaba hacer constar que yo era la secretaria en jefe, y que no quería que una aventurera cualquiera sin sesos, y sólo con cuerpo y rostro, me dijera lo que tenía que hacer.

—¿Y entonces le despidió a usted?

Comenzó a llorar.

—¿La despidió? —insistí.

—Me despidió, ¡maldito sea! —me respondió entre sollozos.

—Eso ya está mejor —le dije—. Y fue usted a ver a la señora Endicott. ¿Y qué le dijo?

—Le dije lo que había ocurrido. Que Karl Endicott había enviado a John Ansel y a otro individuo a las selvas del Amazonas, sabiendo que aquello era un asesinato legalizado. Que lo que quería era verse libre de ambos.

—¿Cuándo supo eso?

—Lo sabía ya cuando hablé con Mrs. Endicott.

—¿Cuánto tiempo antes?

—No mucho.

—¿Por qué no?

—Porque… porque ni siquiera me preguntaba los motivos que Endicott pudiera tener.

—¿Cómo sabía él lo que se iban a encontrar en el Amazonas?

—Porque otras persones habían estado por la misma región. Aquélla fue una expedición de buena fe. Les mataron a todos y Endicott estaba enterado.

—¿Cómo?

—Porque se trataba de la expedición de otra compañía petrolera, y Endicott les pidió los datos.

—¿Cómo?

—Por correspondencia.

—¿Dónde está esa correspondencia?

—Supongo que en los archivos.

—¿No la sacó usted cuando se marchó?

—No, y ojalá, lo hubiera hecho.

—¿No tiene fotocopias?

—No.

—¿No hay manera de probar lo que usted sabe?

—Solamente que yo las vi y también que escribí a máquina alguna de las cartas en que Endicott pedía informes.

—¿Al marcharse usted, le facilitó Endicott algún arreglo económico? ¿Algún título de propiedad?

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—¿Lo hizo?

—No.

—¿Depende usted de su sueldo?

—Soy una muchacha trabajadora.

Me la quedé mirando. Seis años atrás debió ser algo muy serio: todavía era una mujer guapa. Por aquel entonces, tenía veintinueve años. Ahora, treinta y cinco. Escribía a máquina maravillosamente.

Después, le dije:

—Sería lamentable que algo de esto se publicara.

—¿Por qué?

—A los jefes no les gustan las secretarias impresionables que les van con cuentos a las esposas.

Se quedó pensativa. De pronto miré el reloj, y exclamé:

—Caramba, Helen, tengo que marcharme corriendo. Estoy trabajando en el proceso Endicott, y tengo un millón de cosas que hacer. Fue verdaderamente encantador por su parte el obsequiarme con esta velada deliciosa.

—Gracias por su maravillosa cena, Donald —me respondió.

Me acompañó hasta la puerta. Le di un beso de despedida, que no fue gran cosa. Estaba sumida en sus pensamientos y endemoniadamente preocupada.