EL artículo apareció con grandes titulares en la prensa de la tarde. La edición nocturna del «Clarín de Citrus Grove» contenía una declaración de Bailey Crosset, uno de los concejales de la población.
Crosset negaba rotundamente la escandalosa acusación hecha por un «detective irresponsable de Los Ángeles», en el sentido de que uno o varios miembros del consejo municipal de Citrus Grove hubieran recibido dinero o estuvieran estorbando el progreso de la ciudad.
Admitía, sin embargo, que se estuvo discutiendo extraoficialmente la modificación de una ordenanza municipal que afectaba a una extensión de tierras. El consejo municipal tenía el asunto en estudio.
Crosset afirmaba que en ninguna oportunidad recibió dinero alguno, en relación con sus deberes de concejal. Era, no obstante, un político, y como tal, tenía derecho a aceptar contribuciones con destino a sus campañas políticas. A ese efecto, había aceptado una contribución de Drude Nickerson, por la cantidad de dos mil dólares. Cuando Nickerson le dio el dinero, Crosset entendió que aquello no tenía motivos ulteriores; pero ahora iba a realizar una investigación, y si resultaba que Nickerson aparecía interesado de alguna manera en el asunto de la modificación de la ordenanza municipal, sería una novedad para Crosset, y, como cuestión de principio, votaría contra cualquier cambio de la ordenanza, para que no existiera la menor duda en cuanto a que él llegara a recibir dinero por ese motivo.
El periódico continuaba diciendo que Drude Nickerson, que había sido mencionado por Crosset como el que hizo una contribución de dos mil dólares a su campaña política, era el mismo Drude Nickerson, testigo en el proceso Endicott, y que por tal motivo, de momento, no estaba en disposición de ser interrogado.
Los diarios de Santa Ana publicaron un artículo acerca de una importante empresa del Este, que buscaba terrenos adecuados para erigir una planta, y que, en principio y según rumores, escogió a Citrus Grove, pero que ahora había indicaciones de que se estaba considerando una propiedad contigua a Santa Ana, para esta gran expansión industrial.
Stella Karis me llamó por teléfono. Estaba tan furiosa que apenas podía hablar.
—¿Qué demonios es lo que me ha hecho? —me preguntó—. ¡Vaya con el bandido traidor! ¡Y todavía…!
—Cállese —le interrumpí—. Ya le dije que ningún informe que me diera sería confidencial.
—Ésas pueden haber sido sus palabras, pero en la forma que me lo dijo usted… Usted…
—Escúcheme —le dije—. ¡No se desanime! La última vez que la vi estaban tratando de sacarle diez mil dólares, además de los quince mil que ya pagó. No ha vuelto a saber nada más de ese asunto, ¿no es verdad?
—No —tuvo que admitir.
—Ni volverá a saber nada —le aseguré—. No se apure ni sea tonta. Vaya al Banco. Encomiéndeles sus asuntos para que se los administren y empiece a pintar desnudos.
Y, con esas palabras, colgué.
Recibí otra llamada. La voz era suave y cálida.
—¿Mr. Lam?
—El mismo.
—Soy Home Garfield, Presidente de la Cámara de Comercio de Citrus Grove.
—¿Cómo está, usted, Mr. Garfield?
—Muy bien, gracias, Mr. Lam. He estado leyendo en la prensa varias declaraciones acerca de una posible expansión de Citrus Grove. La fuente de información de dichas declaraciones parece provenir de usted, Mr. Lam.
—Así es.
—¿Puedo preguntarle si tiene informes verídicos?
—Sí puede hacerlo.
—¿Y los tiene usted?
—Sí, los tengo.
—¿Me puede decir cuáles son?
—No.
—¿Por qué?
—No puedo darle más informes que los que he facilitado a la prensa —le contesté—. Sin embargo, puedo decirle esto: el periódico de la noche trae unas declaraciones de Bailey Crosset, sobre una contribución para una campaña política, que le hizo Drude Nickerson. ¿Por qué no se pone en contacto con Nickerson y averigua lo de esa contribución? ¿Por qué no interroga a los demás concejales, para ver si también ellos han recibido aportaciones similares?
—Nickerson no está disponible.
—Pero ¡qué diablos! —le dije—. Usted representa a la Cámara de Comercio. ¿Quién le va a decir que Drude Nickerson no está disponible? ¿Va a sentarse tranquilamente, y dejar que una fábrica, con una nómina anual de veinte millones de dólares, se le escape de las manos, y se vaya a Santa Ana, porque su ciudad está tan corrompida que una industria no puede lograr una razonable modificación de una pequeña ordenanza municipal? ¿Va a dejar que un puñado de politicastros le ahuyente veinte millones de dólares de los bolsillos de sus comerciantes, porque quieren una miserable contribución para gastos electorales?
Carraspeó y me contestó:
—Ése es un punto que deseo discutir, Mr. Lam, Quiero saber más acerca de ello.
—Entonces no está hablando con la persona indicada —le dije—. El fiscal de un distrito tiene un puesto electivo. Su sheriff también tiene un puesto electivo. ¿Quién diablos va a impedirle hablar a Drude Nickerson de un asunto como éste? Usted se queda ahí sentado, retorciéndose los dedos, y Santa Ana acabara llevándose la fábrica.
Nuevamente carraspeó, antes de decir:
—¿Puedo preguntarle de dónde sacó la cifra de veinte millones de dólares de nómina, Mr. Lam?
—De mi cabeza —le contesté colgando el teléfono.
Salí en busca de la secretaria que Karl Endicott había despedido, la que le fue a Mrs. Endicott con el cuento de que a John Ansel le habían enviado a una expedición suicida.
No me costó mucho trabajo dar con ella.
Se llamaba Helen Manning. No parecía fea. Rubia, con ojos azules, de anchas caderas, pero ¡qué clase de mecanógrafa era la niña!
Trabajaba en una oficina donde su patrón no le gustaba que hablara en horas de trabajo, y ella, por consiguiente, no quería hacerlo bajo ningún concepto.
Por fin, acabamos citándonos para cenar juntos.
Regresé a la oficina, y al entrar me dijo Elsie Brand:
—Tiene usted un telegrama.
Era de Barney Quinn, y decía simplemente: «Magnífico. Siga así».
Un periodista del «Clarín de Citrus Grove» llamó pidiendo una entrevista.
—No puedo hablar del proceso —le dije—. Tendrá que hacerlo con Mr. Quinn y…
Su voz indicaba tensión nerviosa.
—¡Al diablo con el proceso! —me interrumpió—. ¿Qué hay de esa fábrica?
—¿Ha hablado usted con el presidente de la Cámara de Comercio sobre esa fábrica? —le pregunté.
—¿Qué si he hablado con él? —me contestó la voz—. Él ha hablado con nosotros.
—¿Se ha puesto usted en contacto con Drude Nickerson? —le pregunté.
—Óigame —me dijo—, ¿qué es todo eso de Drude Nickerson?
—Le he preguntado, simplemente, si se había puesto en contacto con él.
—No —contestó secamente.
—Le sugiero que lo haga.
—Escúcheme —dijo—, está pasando algo. Otro de los concejales ha declarado que él también recibió una contribución de dos mil dólares de Drude Nickerson para gastos electorales. Insiste en que en ello no había nada que pudiera relacionarse con una ordenanza territorial. Dice que va a investigar el asunto, y que si el dinero pudiera significar un intento de hacerle votar por una modificación de la ordenanza territorial, lo hará en contra.
—¡Qué magnífico puñado de concejales tienen ustedes! —le dije.
—¿Es eso sarcasmo?
—¡Es sarcasmo! —le contesté—. ¿Qué está diciendo? Todos esos señores han aceptado ayudas para la campaña electoral. Y dicen que, si esas aportaciones estuviesen relacionadas de algún modo con las ordenanzas pendientes, votarán contra las ordenanzas en cuestión.
—Oiga, espere un momento —replicó el periodista—. ¿Cree usted que eso es justo?
—¿Qué es lo que es justo?
—Que voten de esa manera contra una ordenanza cuya modificación podría significar un aumento de prosperidad para esta comunidad.
—Eso presenta el asunto sobre una base de dólares y centavos —le respondí—. Los concejales lo presentan sobre la base de integridad personal. Me sorprende que llegue usted a una consideración de esa índole, cuando se trata de una decisión que afecta a la integridad personal de cualquier miembro de su consejo municipal. Y no tengo nade que decir.
Y colgué.
Esperé diez minutos, y telefoneé al Home Garfield, presidente de la Cámara de Comercio de Citrus Grove.
—Tengo entendido que hay otro concejal que ha admitido haber recibido dos mil dólares de Nickerson, como aportación a su campaña electoral —le dije.
Su tono de voz era canto esta vez.
—Sí —contestó—, es verdad.
—¿Se ha entrevistado con Nickerson?
—Como ya le dije anteriormente, Nickerson no está disponible.
—¿Va usted a dejarles que continúen con el asunto? —le pregunté—. ¿Por qué tiene Nickerson que hacer contribuciones para campañas electorales?
Dijo secamente:
—Contribuciones de dos mil dólares son un poco altas para el puesto de concejal.
—Es verdad —afirmé—. Y también podría preguntarle a Nickerson qué otras contribuciones se han hecho para campañas electorales. Sería interesante averiguar si los cuatro mil dólares representan las únicas contribuciones que ha hecho.
—¿Puedo preguntarle cuál es su interés en este asunto, Mr. Lam?
—El interés por un gobierno honrado —le contesté—. El interés de mantener los ideales de nuestra patria. El interés de evitar que los comerciantes de su ciudad le miren como a un infeliz, que deja esconderse a Nickerson tras las faldas del fiscal del distrito, simplemente porque es testigo de una causa criminal.
—El fiscal del distrito me ha dicho que se halla usted sumamente interesado en ese proceso criminal.
—Y le ha dicho la verdad.
—Y que le gustaría ver a Nickerson desacreditado.
—Me gustaría averiguar la realidad de los hechos.
—Y añade que no permite que su departamento se encuentre colocado en la posición de sacarle a usted las castañas del fuego.
—¿Quiere decir que no puede interrogar a Nickerson?
—Eso es lo que él dice.
—¿Y que el gran jurado tampoco podrá interrogarle?
—Eso no se lo he preguntado.
—¿Quiere usted decirme cuál es su ocupación, Mr. Garfield?
—Tengo una ferretería aquí.
—¿Algunas propiedades en Santa Ana?
—No.
—¿Ningún solar por edificar?
—Bueno… tengo alguna propiedad rentable en Santa Ana.
—Me doy cuenta.
—Exactamente, ¿qué es lo que quiere decir?
—Nada, nada, sólo preguntaba; pero me parece que está usted en mala situación. No quisiera hallarme en su lugar. Si ponen la fábrica, en Citrus Grove, usted no consigue crédito alguno por ello, y si Santa Ana se la lleva, todo el mundo dirá que se vendió. Es una situación difícil.
Evadió aquello, y dijo a su vez:
—La única compañía de automóviles que tiene razones para, dar tal paso, niega tener el menor interés en esta nueva empresa.
Le contesté:
—¿Recuerda a las autoridades británicas, que negaron de manera inequívoca que Inglaterra, abandonaría el patrón oro?
No hizo comentario alguno, y continué:
—Si no hay tal compañía que está pensando en edificar una fábrica de esa naturaleza, ¿cómo se explica que por lo menos dos, y probablemente todos sus concejales, hayan recibido dos mil dólares para gestos de campaña?
—¡Ése —explotó— es el detalle que me preocupa!
—Y no hay para menos —le aseguré—. Déjeme preguntarle otra cosa. ¿Cree usted que las preguntas que pudiera usted hacerle a Drude Nickerson sobre las dichosas contribuciones políticas, podrían afectar de algún modo sus declaraciones en el proceso criminal Endicott?
—No veo razón alguna para que lo hiciera.
—Ni yo tampoco —le respondí—. Entonces, ¿por qué se empeña el fiscal en mantenerlo apartado? Y ahora tengo que colgar, Mr. Garfield. Me esperan para cenar. Adiós.