coolCap10

LOS diarios de la mañana publicaban grandes titulares que decían:

«SOSPECHOSO DE ASESINATO CAE EN LA TRAMPA DE LA POLICÍA».

El relato era largo. El misterioso asesinato, acaecido seis años atrás, del millonario Karl Carver Endicott, que tenía extensos intereses petroleros por todo el país, así como grandes plantaciones de naranjales, estaba a punto de resolverse, al decir de la policía.

Hacía tiempo que la policía contaba con una buena descripción del asesino. Un individuo que en aquella fecha era chófer de taxi, pero que desde entonces había prosperado, gracias al corretaje de fincas y otras inversiones, les facilitó una detallada descripción del último hombre que había visto vivo a Endicott.

La policía siempre había actuado basándose en la teoría de que el asesino, quienquiera que fuese, había actuado por motivos sentimentales. Sabían, también, que la debilidad fatal del caso estribaba en que Drude Nickerson, el antiguo taxista, era el único testigo ocular del presunto asesino.

Por lo tanto, y como último recurso, la policía preparó una trampa con la cooperación de la prensa.

Un vagabundo sin identificación murió cerca de Susanville, en un accidente de tránsito, aprovechando lo cual la policía efectuó los arreglos necesarios para que Drude Nickerson permaneciera fuera de circulación durante unos días. Simularon que se identificaba a la víctima como Drude Nickerson y, gracias a la cooperación de la prensa, se había logrado que el sospechoso se sintiera seguro.

Después, se había logrado que el sospechoso se sintiera seguro.

Tras haberse mantenido oculto durante todos esos años, John Dittmar Ansel —el cual se suponía muerto en el Amazonas, años antes— volvió a la vida normal. Pocas horas después del anuncio de que la policía daba por cerrado el caso del asesinato de Endicott, debido a la muerte del único testigo que podía identificar el presunto asesino, John Dittmar Ansel y Elizabeth Endicott, la rica viuda de Karl Carver Endicott, se habían presentado en Yuma, Arizona, habían obtenido un permiso para casarse y estaban a punto convertirse en marido y mujer, cuando la policía —que permanecía, esperando entre bastidores— cayó sobre la pareja, y se llevó a Ansel a la cárcel.

Todavía no se habían levantado cargos contra Elizabeth Endicott, pero el fiscal del condado de Orange había anunciado que quería interrogarla como testigo material, y pensaba hacerlo así. Su interrogatorio, según indicó, intentaría determinar si Mrs. Endicott sabía que Ansel estaba vivo, y dónde se había escondido durante los últimos seis años; el número de veces que Mrs. Endicott había visto a Ansel; qué es lo que había hecho para ayudarle a mantenerse oculto, y si sabía algo concerniente al asesinato de su marido que no se hubiera declarado previamente a las autoridades.

El periódico señalaba que debía recordarse que mistress Endicott había abandonado la casa poco antes del crimen. La hora de éste había podido fijarse con exactitud y Mrs. Endicott tenía una especie de coartada en el hecho de haber estado —aparentemente— poniendo gasolina a su coche en una estación de servicio situada a unos tres kilómetros de la casa, a la hora exacta de haberse cometido el asesinato.

El fiscal añadió que se iba a abrir una nueva investigación sobre ese elemento de tiempo, y que el caso entero iba a ser completa y totalmente investigado de nuevo.

Nos desayunamos y regresamos a Los Ángeles. Fui a una peluquería, me hice afeitar y dar masaje, con montones de toallas bien calientes.

Al regresar a la oficina, Elsie Brand, mi secretaría, le dio una nota con un número de teléfono al que tenía que llamar.

—¿No dieron nombre? —le pregunté.

—No, no dieron nombre, sólo una voz muy seductora que dijo que le conoció en Reno, y que si quisiera usted llamarle.

Llamé, Stella Karis me dijo:

—Estaba preguntándome si le gustaría desayunar conmigo.

—Yo soy trabajador —le respondí—. Hace ya mucho tiempo que lo hice.

—¿Cuánto tiempo?

—Horas.

—Entonces tal vez le apeteciera desayunar por segunda vez.

—¿Dónde está usted?

—En mi piso.

—¿Cómo regresó? —le pregunté.

—En coche, por carretera.

—¿Cuándo llegó?

—Anoche, alrededor de las once.

—¿Ha leído los periódicos?

—No.

—Hay algunas noticias que conciernen a Citrus Grove —le dije—. Le interesaría verlas.

—Ya las leeré. La cuestión es: ¿viene a desayunar?

—¿Cuándo?

—Ahora.

—¿Dónde?

—Apartamentos Monaster.

—Voy para allá —le dije.

Elsie Brand, que había estado escuchando la conversación, tenía cara de póker.

—¿Quiere dictarme la correspondencia ahora, Donald? —me preguntó.

—Ahora no —le contesté—. Estoy ocupado.

—Va me lo parecía.

—Mire, Elsie, si Bertha me llama, le dice que ya he estado aquí y que me he vuelto a marchar. Usted no sabe dónde. Ya conoce a Bertha lo suficientemente bien para saber si es algo importante o si simplemente está vigilándome. Si se trata de algo verdaderamente importante, telefonéeme a este número; pero no se lo dé a nadie, y no llame a menos que sea algo muy importante. ¿Entendido?

Asintió con la cabeza.

—Buena muchacha —le dije, al tiempo que le daba una palmadita en el hombro cuando salía.

El edificio de Apartamentos Monaster era pequeño, pero elegante, y Stella Karis tenía un piso muy bonito, donde entraba la luz del sol por las ventanas, orientadas hacia el Este.

Llevaba puesto una especie de vaporoso modelo, que constantemente se abría por la garganta, con unas largas mangas acampanadas que se hubieran metido en el café, encima de los huevos y en las tostadas, si no hubiera sido una especie de acróbata doméstica que se cogía la tela justamente a tiempo.

La contemplaba fascinado.

Resultó un desayuno agradable. Yo no lo necesitaba, pero estaba sabroso.

—Donald —me dijo después que hube limpiado mi plato—, ¿sabe una cosa?

—¿Qué?

—Yo le conté lo de Nickerson.

—Lo recuerdo.

—No está muerto.

—Ya le dije que leyera el periódico.

—No me hizo falta, me llamó esta mañana a las siete.

—¿Se sorprendió al oír su voz?

—Me impresionó desagradablemente. Yo… bueno, confiaba que no volvería a tener nada que ver con él.

—Le molesta ser sincera y decir que tenía esperanzas de que hubiera muerto, ¿no es así?

—De acuerdo, tenía esperanza de que hubiera muerto.

—Así está mucho mejor.

—Me llamó para decirme que necesitaba diez mil dólares más. Que los miembros del consejo cívico de la ciudad estaban más exigentes de lo que esperaba, y que querían cinco mil cada uno, y eran cinco. Que a ese precio no le quedaría un céntimo para él. Que estaba avergonzado por no haber podido cumplir lo prometido; de modo que sólo actuaría como intermediario y recadero. Y agregó que me regalaría sus servicios y no tomaría un céntimo.

—Un filántropo, ¿eh? —le pregunté.

—Eso es lo que me dijo.

—¿Y qué hizo usted?

—Le contesté que tenía que pensarlo.

—¿Y entonces preparó el desayuno para atraerme aquí? —le pregunté sonriendo.

Lo pensó un poco y, luego, sonriendo también, admitió:

—Conforme, preparé el desayuno, y le atraje aquí.

—Soy un profesional —le dije—. Tengo un socio y vendemos nuestros servicios.

—Estoy dispuesta a comprar sus servicios.

—No puedo venderlos en este caso. No puedo admitirla como cliente.

—¿Por qué no?

—Porque podría haber un conflicto de intereses.

—¿Y no puedo llegar a ser cliente suya, sin importarle lo que pague?

—No en lo que respecta a Nickerson.

—¿Y, como amigo, podría sugerirme algo?

—Como amigo, sí.

—¿Qué?

—Dígale que se vaya al infierno —le dije—. Dígale que quiere que le devuelva sus quince mil.

—¿Que quiero que me devuelva dinero un hombre como Nickerson? —me preguntó—. ¿Está usted loco?

—Yo no le digo que se lo vaya a devolver —le contesté—. Simplemente dígale que usted quiere que le devuelva el dinero.

—¿Y, luego, qué ha de hacer?

—Luego Nickerson le preguntará qué es lo que se propone usted.

—¿Y qué más?

—Entonces, le dice que tiene un proyecto para acabar con toda le podredumbre de Citrus Grove.

—¿Y después qué hago?

—Cuelgue el auricular.

—¿Y qué sucederá?

—Que la ordenanza municipal se aprueba y pasa, y usted completa el negocio con la fábrica.

—¿Está usted seguro?

—Naturalmente que no estoy seguro. Depende de hasta dónde están mezclados los miembros del consejo municipal en el asunto. Depende de cuánto ha sido la tomadura de pelo, por parte de Nickerson. Y depende de si ha llegado a dar un solo dólar de los quince mil a alguien más.

—Por supuesto, yo no tengo nada que le pueda comprometer —arguyó ella.

—¿Le pagó quince mil dólares al contado?

—Sí.

—¿Cómo?

—En tres pagos de cinco mil cada uno.

—¿De dónde sacó el dinero?

—Del Banco, naturalmente.

—¿Cómo?

—Con cheques al portador.

—¿Cinco mil cada vez?

—En efecto.

—¿Por qué en tres veces?

—Porque así lo quiso Nickerson.

—¿Con qué intervalos entre los tres plazos?

—De un día par en medio. Quiso cinco mil el lunes, cinco mil el martes y cinco mil el miércoles.

—¿Dónde le hizo los pagos?

—Aquí.

—¿En este piso?

—Sí.

—Cuénteme algo de la fábrica —le pedí.

Ella vaciló.

—O no me lo cuente. Como usted quiera —le dije—. Y no me diga nada confidencialmente. Estoy trabajando en otro asunto, y si me parece aconsejable utilizar su caso como una carta de triunfo para el mío, lo haré.

—¿Quiere decir el caso de Endicott?

—Pudiera, ser.

—Después de todo, no sé por qué me he callado algunas cosas que debiera haber propagado.

Miré el reloj.

—Está, bien, se lo voy a contar —exclamó—. La fábrica es de novedades. Quiere hacer caramelos ácidos a base de no sé qué material resinoso, naranjas que parezcan de verdad, pero a una escala miniatura, envasadas en cajitas de empacar como las verdaderas. E igual con limones. Quieren presentar varios recuerdos de California del sur, para servir al comercio de objetos de regalo, y también cosas que se puedan enviar al Este. Recuerdos de California. Quiere la dirección de Citrus Grove en su papel de cartas y en sus cajas. La gerencia opina que las palabras «Citrus Grove», California, serán una buena marca comercial.

—¿Y van a producir en gran escala?

—En gran escala. Van a vender directamente por correo. Van a colocar sus productos por todas partes donde la gente compra artículos de regalo. En los aeropuertos, estaciones ferroviarias, puntos escénicos interesantes, etc.

—¿Qué extensión de terreno quieren?

—Cuatro hectáreas.

—¡Cuatro hectáreas!

—Exactamente.

—¿Pero qué pretenderán hacer con cuatro hectáreas?

—Porque ese solar de cuatro hectáreas tiene facilidades para un desviadero del ferrocarril, y…

—¡Un desviadero del ferrocarril!

La joven asintió con la cabeza.

Estuve discurriendo sobre aquello, preguntándole luego:

—¿Está usted en tratos directos con la compañía, o con algún corredor?

—Trato directamente con la compañía. El presidente es un tal Seward, Jed G. Seward.

Volví a pensar intensamente en aquello.

—Pero, dígame una cosa —le pregunté—: ¿están esas cuatro hectáreas en la misma demarcación?

—Una parte está demarcada como propiedad residencial, y la otra parte dentro de un distrito comercial limitado.

—¿Y cómo es que hay cuatro hectáreas de terreno sin edificar, que…?

—¡Oh, no! Hay algunos edificios —me interrumpió—. Son edificios pequeños, baratos, del tipo de caja de galletas.

—¿Y es usted la propietaria de todos? ¿Cómo es que no pertenecen a varios dueños?

—Porque mi tía fue muy lista. Ella decía que la propiedad sería extraordinariamente valiosa a medida que la ciudad creciera, y durante varios años estuvo adquiriendo trozos de propiedad tan pronto como se ponían en venta. Finalmente acabó por adquirir cuanto quedaba, pagando precios bastante elevados por algunas propiedades.

—¿Y ahora todo es suyo?

Movió la cabeza afirmativamente.

—Yo era toda su familia. Tengo algunas propiedades que no sé qué hacer con ellas. No me gusta administrar propiedades. Soy artista; me gusta dibujar y pintar. Ahora soy absurdamente rica.

Me miró pensativamente.

—Necesito un administrador, un hombre listo que pueda entenderme…

—¿Quiere un consejo? —le interrumpí.

—De usted, sí.

—Vaya a su Banco —le dije—. Confíe todos sus asuntos al departamento administrativo. Dígales que quiere usted una renta, y déjeles convertir sus propiedades en acciones y valores sólidos que le proporcionen una renta.

—No me gustaría hacer eso. Los Bancos son demasiado impersonales. Sería como declararme incompetente y tener al Banco por guardián.

—Necesitará un guardián, si empieza a buscar administradores de propiedad que congenien con usted.

—Puedo confiar en mi instinto.

—Eso prueba que necesita un guardián.

—Yo sé lo que hago.

—Está bien. Olvídelo. ¿Cuándo volverá a llamarla Nickerson?

—Esta tarde.

—Dígale que se vaya al infierno —le dije.

—Donald, es un negocio bonito. Bueno, si lograra hacer pasar la ordenanza municipal, podría…

Moví la cabeza.

—No logrará hacerla pasar.

—¿Por qué no?

—Porque es usted un bebé en pañales —le contesté—. Una compañía de artículos para regalos, novedades, etc., no necesita cuatro hectáreas de terreno con facilidades para un desvío de ferrocarril.

—¡Sí que las necesita! Han dejado una buena cantidad en depósito y en efectivo.

—Y —continué—, Nickerson está realizando un juego inteligente. Los quince mil fueron tan sólo el comienzo.

—Pero es que ya he invertido tanto, que yo…

—Eso es justamente lo que Nickerson piensa —le dije—. Y después que haya puesto veinticinco mil, también tendrá eso invertido. Entonces, habrá que poner otros veinte, y ya será tanta la inversión que no podrá echarse atrás y tendrá que formar sociedad con él.

—Pero, Donald, es… es que significa tanto y parece tan tonto el…

—Mire —le dije—, está tratando con unas autoridades municipales corrompidas. Está tratando con un bandido. Es el principal testigo de un asesinato, y le van a hacer polvo cuando comparezca a declarar. Aléjese de él. Mándele al infierno. Me pidió consejo, y se lo he dado. Puede que valga y puede que no; pero por lo menos sí vale un par de huevos fritos y una taza de café.

El rostro de la muchacha se sonrojó.

—No era mi intención el… Bueno, no es lo que usted cree. Yo quería hacerle una oferta. Me es usted simpático. Necesito a alguien que…

—Olvídese de eso —le dije—. Vaya a su Banco, y haga lo que le he dicho.

Stella se enfureció.

—No cree usted que mi instinto sea de fiar, ¿verdad? Y se imagina que yo escogería a un sinvergüenza. ¿Es usted un sinvergüenza? Le doy la ocasión de estafarme, y lejos de aprovecharla me manda a un Banco. ¡Y luego dice usted que no soy capaz de escoger hombres que…!

Sonó el timbre del teléfono una y otra vez. Stella lanzó una exclamación de disgusto, levantó el auricular, murmuró: «Hola», y luego, frunciendo el ceño, dijo:

—Es para usted, Donald.

Cogí el teléfono, y oí la voz de Elsie Brand que decía:

—El proceso ya ha comenzado, Donald. Barney Quinn ha hecho unas declaraciones desde Santa Ana. Ya estamos metidos de lleno en él y Bertha Cool anda histérica. Aquí, en la oficina, hay un par de periodistas.

—Procure detenerles. Iré inmediatamente.

—¿Qué quiere decir con «inmediatamente»? —me preguntó con escepticismo.

—Pues quiero decir eso: Inmediatamente.

Agarré mi sombrero, dije:

—Gracias por el desayuno, querida —y salí disparado hacia la calle.