LA voluminosa Bertha Cool me dijo, con la gracia de un hipopótamo coquetón y tímido en la época de celo:
—Donald, quiero presentarte a Mr. Ansel, a Mr. John Dittmar Ansel. Mr. Ansel, éste es Donald Lam, mi socio.
John Dittmar Ansel, un hombre alto, con ojos de poeta, nariz aguileña, boca gruesa y sensual y negro cabello ondulado, manos finas y largas, y vestido muy discretamente, estaba sentado muy tieso en una silla. Se levantó para que le presentaran. Sus ojos quedaban a unos 18 o 20 centímetros por encima de los míos. Le calculé, aproximadamente, un metro noventa de estatura. Su voz era suave y entonada. Su apretón de manos fue más bien tímido, como el de un hombre que huye de la violencia física.
Era difícil imaginarse mayor contraste que el existente entre Bertha Cool y John Dittmar Ansel.
Berta, sentada tras su escritorio, continuó hablando y tratando de hacerse simpática, al mismo tiempo que gesticulaba con ambas manos, donde sendos diamantes brillaban a la luz que penetraba por la ventana.
—John Dittmar Ansel es escritor, Donald. Quizá, hayas leído algunas cosas suyas, quiero decir obras suyas.
Calló, mirándome ansiosamente.
Yo afirmé con la cabeza.
Berta resplandeció.
Ansel dijo, excusándose:
—No escribo muchas novelas; más que nada hago artículos técnicos bajo la firma de Dittmar.
—Mr. Ansel tiene un problema —continuó Bertha—. Le fuimos recomendados por alguien. Preguntó por mí, porque el nombre de «B. Cool» sobre la puerta le hizo creer que yo era un hombre.
Bertha sonrió a Ansel, y dijo:
—Me pidió que le excusara, con la mayor cortesía; pero como reconocí los síntomas, le dije que mi socio era un hombre y que deseaba que te conociera. Si podemos serle útiles a Mr. Ansel, Donald, lo seremos; y, si no podemos, pues tan amigos, tan amigos como siempre.
Los labios de Bertha dibujaban una amable sonrisa. Le resultaba muy difícil controlar la expresión de sus ojillos avariciosos, que brillaban tan fríamente como los diamantes que llevaba en sus dedos.
Ansel nos miraba con recelo; su mirada iba de Bertha a mí, y de mí a Bertha.
Bertha, una mujer que pesa setenta y cinco kilos, de unos sesenta años, tan dura, áspera y tosca como un rollo de alambre de púas, sonreía y hablaba de una manera tan exagerada que resultaba francamente falsa. Ansel, que todavía seguía de pie, cambió de posición. Era evidente que Bertha no le caía bien y fue a situarse entre ésta y la puerta.
Me miró vacilante, buscando aparentemente la manera de decirme lo que pensaba procurando no herir mis sentimientos.
Bertha se apresuró a soltar una andanada de palabras dichas a toda velocidad, con objeto de dar a conocer sus pensamientos, antes de que Ansel se marchara de la oficina.
—Mi socio, Donald Lam, es joven, y no tiene la apariencia física que uno espera encontrar en un detective particular. Pero tiene inteligencia, mucha inteligencia, y como su aspecto es tan… tan…
Bertha, buscando evidentemente una palabra, decidió de repente que el asunto no valía la pena del esfuerzo de ser fina y tan bien educada; así es que, echando a un lado sus buenos modales, dejó de expresarse en el tono comedido que había estado usando, y tiró por la calle de en medio.
—¡Qué diablos! —dijo bruscamente—, lo que quiero decir es que su aspecto es tan inofensivo que puede circular por todas partes, y obtener todas las informaciones que quiera sin que nadie se dé cuenta que es un individuo inteligente. Y ahora, ¿qué? ¿Nos toma o nos deja? Si no le conviene, dígalo de una vez y váyase al diablo, porque estamos muy ocupados. Si decide lo contrario, venga, siéntese y vaya al grano. Me pone nerviosa verle quieto, apoyado primero sobre un pie y luego sobre el otro, como si estuviera esperando su turno a la puerta del baño de una pensión.
Dio resultado. La boca sensual de Ansel se entreabrió en una sonrisa. Regreso y tomó asiento.
—Creo que les necesito —dijo.
—Muy bien —le contestó Bertha—, pero va a costarle dinero.
—¿Cuánto?
—Cuéntenos su problema y entonces se lo diremos.
Ansel dijo:
—Los escritores no suelen nadar en la abundancia, mistress Cool.
—Ni los detectives tampoco —saltó Bertha.
La confesión no produjo el menor resultado.
Ansel bajó la vista, y le miró los brillantes.
—Excepto los muy buenos —rectificó Bertha—. ¿Qué es lo que quiere en definitiva?
—Quiero que encuentren a una persona.
—¿A quién?
—He olvidado su apellido. Pero su nombre es Karl.
—¿Bromea usted? —preguntó Bertha.
—No.
Bertha me miró.
—¿Por qué quiere encontrarle? —pregunté.
Ansel se pasó sus largos dedos por los cabellos oscuros y rizados. Me miró, y sonriendo me confesó:
—Porque me dio una idea para un libro estupendo.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Hace seis años.
—¿Dónde?
—En París.
—¿Por qué quiere encontrarle?
—Para ver si puedo conseguir los derechos exclusivos para utilizar la historia.
—¿Novela o realidad?
—Realidad, pero quiero convertirla en novela. Sería una obra intensa, convincente.
—Muy bien —le dije—, usted conoció a Karl en París. Hay muchos Karis que van a París. ¿Qué otros detalles puede darnos?
—Como es natural, por aquella época yo sabía su apellido; pero se me ha ido de la memoria. Procedía de esta parte del país, de un lugar llamado Citrus Grove, un suburbio de Santa Ana. Era bastante rico y estaba en viaje de luna de miel. El nombre de su esposa era Elizabeth, pero él la llamaba Betty. Parecía una muchacha encantadora.
—¿De qué trataba la historia? —pregunté.
—Pues era sobre un asunto matrimonial… Un hombre que convenció a la muchacha que amaba, pero a quien ella no quería, y su verdadero novio era…, —paró súbitamente—. No quiero divulgar el argumento de una historia tan estupendamente buena —exclamó.
—Está bien —le contesté—. Tenemos que encontrar a un hombre que se llama Karl, vecino de Citrus Grove, que fue a París hace seis años a pasar su luna de miel, y que conoce la trama para una buena novela que usted no nos puede contar. ¿Y qué aspecto tenía?
—Alto, fuerte, de hombros anchos, con una gran personalidad; una persona de la clase que consigue todo lo que quiere.
—¿Qué edad?
—Como yo.
—¿Y qué edad es la suya?
—Tengo treinta y dos años.
—¿Cómo hizo su dinero?
—No lo sé.
—¿En qué trabajaba?
—En inversiones, según creo.
—¿Y era muy rico?
—No sé. Pero parecía estar en bastante buena posición.
—Eso es generalizar mucho.
—Es todo lo que puedo hacer.
—¿Rubio o moreno?
—Pelirrojo.
—¿Ojos?
—Azules.
—¿Estatura?
—Un metro ochenta.
—¿Peso?
—Pesado. Alrededor de 97 o 98 kilos. Pero no gordo. Más bien macizo, si entiende lo que quiero decir.
—¿Se preocupaba por el peso?
—Me imagino que sí, pero no estaba a régimen. Comía lo que se le antojaba, y hacía lo que quería.
—¿Sabe en qué hotel se hospedaba?
—No.
—¿Sabe si hizo el viaje por tierra o por mar?
—Creo que fue en barco; pero no estoy seguro.
—¿En qué mes?
—Me parece que en julio, pero no recuerdo.
—¿Qué quiere que hagamos nosotros?
—Solamente localizarlo. Consígame su apellido. Eso es todo.
—Muy bien —le dije—. Lo haremos.
—¿Cuánto costara?
—Cincuenta dólares —le respondí.
La silla de su escritorio chirrió indignada cuando Berta se echó hacia delante, súbitamente. Abrió la boca como para decir algo, pero se arrepintió.
Pude ver cómo le brillaban los ojos. Pardeaba muy seguido, y un ligero rubor apareció en su cara.
—¿Dónde podemos localizarle? —le pregunté a Ansel.
—¿Cuánto tiempo tardará? —indagó él a su vez.
—No más de un día, probablemente.
—Ustedes no pueden ponerse en contacto conmigo —dijo Ansel—. Estaré aquí mañana por la tarde, a la misma hora. —Me dio la mano, un apretón ligero y afectuoso, con sus largos dedos.
Le hizo una inclinación de cabeza a Bertha Cool, y desapareció por la puerta.
A duras penas pudo Bertha esperar que la puerta se cerrara, para exclamar:
—¡Habrase visto cosa más grande que este degenerado, melindroso, apocado, cobarde!
—¿Mr. Ansel? —pregunté.
—¡Tú! —gritó Berta.
—¿Por qué? —quise saber.
—Ni un anticipo —me gritó Berta—. ¡Nada adelantado, ni siquiera para gastos! Unos cochinos honorarios de cincuenta dólares para buscar a un tipo que se llama Karl, y que estuvo en París hace seis años. Y vas a tener que encontrarle con sólo cincuenta dólares y ni un centavo más. Dejas salir a ese hombre de la oficina, sin que abone siquiera un centavo de cobre para cubrir gastos. Ajustas los honorarios por cincuenta dólares, para hacer un trabajo que puede costarnos mil.
—Cálmate, Bertha —le dije—. Ese tipo es escritor. Hace seis años, en París, alguien le dio una idea para el argumento de una novela. Gana poco dinero. Aquel hombre le contó una historia verídica, y él la va a convertir en novela. Por eso quiere encontrarle, y es muy natural que emplee una agencia de detectives para que lo haga. Es una simple cuestión de rutina.
Berta movió la cabeza, una vez que el significado de cuanto dije penetró en su cerebro.
—¡Que me zurzan si lo había entendido! —exclamó.
—Exactamente —le dije.
—Nunca pensé que fuera así —murmuró Berta.
—Pues empieza ahora —le respondí.
—Bien, ¿qué diablos es lo que realmente quiere? —me preguntó.
—Tal vez podamos averiguarlo para mañana por la tarde. Podría suceder que estuviera escribiendo un artículo sobre las agencias de detectives, y de cómo éstas tratan de embaucar a sus clientes cobrándoles sumas exorbitantes por realizar sencillos trabajos. Tú sabes el método que emplean algunos periódicos. Mandan a una persona con una radio en perfectas condiciones, a distintos talleres de reparación, para ver cuántos de ellos tratan de engañarla, diciéndole que el aparato necesita lámparas nuevas, arreglos complicados y cosas por el estilo.
—¡Que me maten si lo entiendo! —comentó Berta.
Yo hice mutis por el foro.