—Tendrías que haber organizado una cena —dijo Anne Riordan, mirándome desde el otro lado de su alfombra marrón con dibujos—. Plata y cristal resplandecientes, blanca mantelería almidonada (si es que todavía usan mantelerías en los sitios donde se dan cenas), candelabros, las damas con sus mejores joyas y los caballeros con corbata de lazo, los criados discretamente atentos con botellas de vino envueltas en servilletas, los policías un poco incómodos en sus esmóquines alquilados, como le pasaría a cualquiera, los sospechosos de sonrisas crispadas y manos inquietas, y tú, a la cabecera de una larga mesa, explicándolo todo, paso a paso, con tu encantadora sonrisa casi imperceptible y un falso acento inglés a lo Philo Vance.
—Claro —dije—. ¿Qué tal un poco de algo para tenerlo en la mano mientras te dedicas a ser inteligente?
Anne se fue a la cocina, hizo ruidos diversos, regresó con dos whiskis con mucho hielo y volvió a sentarse.
—Las facturas de licores de tus amigas deben de ser temibles —comentó antes del primer sorbo.
—Y de repente el mayordomo se desmayó —dije—. Aunque no era él el asesino. Se desmayó para llamar la atención.
Bebí parte de mi whisky.
—No era ese tipo de historia —dije—. No era ágil e inteligente, sino oscura y llena de sangre.
—¿De manera que la señora Grayle escapó?
Asentí con la cabeza.
—De momento. No ha vuelto a casa. Debía de tener un escondite donde cambiar de ropa y de aspecto. En realidad vivía en peligro, como los marineros. Estaba sola cuando vino a verme. Sin chófer. Llegó en un coche pequeño y lo dejó a unas cuantas manzanas.
—La atraparán…, si de verdad se lo proponen.
—No pienses tan mal. Wilde, el fiscal del distrito, es buena gente. Trabajé para él en otro tiempo. Pero si le echan el guante, ¿qué pasará después? Tendrán en contra a veinte millones de dólares, un rostro encantador y a Lee Farrell o a Rennenkamp. Va a ser terriblemente difícil probar que mató a Marriott. Todo lo que tiene la policía es algo que parece un motivo sólido y su vida pasada, si es que pueden rastrearla. Probablemente carece de antecedentes, porque de lo contrario hubiera jugado sus cartas de otra forma.
—¿Y Malloy? Si me hubieras hablado antes de él, habría sabido de inmediato quién era ella. Por cierto, ¿cómo lo supiste tú? Esas dos fotos no son de la misma mujer.
—No. Ni siquiera estoy seguro de que la vieja señora Florian supiera que le habían dado el cambiazo. Pareció más bien sorprendida cuando le puse la foto (la que tenía escrito Velma Valento) delante de las narices. Pero puede que lo supiera. O tal vez la escondió con la idea de vendérmela más adelante, sabiendo que era inofensiva, que se trataba de la foto de otra chica que le había proporcionado Marriott.
—Todo eso no son más que suposiciones.
—Tenía que ser así. Del mismo modo que cuando Marriott me llamó y me contó toda una novela sobre el pago para rescatar unas joyas, el motivo era que yo había ido a ver a la señora Florian preguntándole por Velma. Y a Marriott lo mataron porque era el eslabón más débil de la cadena. La señora Florian ni siquiera sabía que Velma se había convertido en esposa de Lewin Lockridge Grayle. No es posible. Compraron su silencio por muy poco dinero. Grayle dice que fueron a Europa a casarse y que ella contrajo matrimonio con su verdadero nombre. No ha querido decir ni dónde ni cuándo. Tampoco cuenta cuál era su verdadero nombre. Ni dónde está ahora. A mí me parece que no lo sabe, pero la policía no se lo cree.
—¿Por qué tendría que ocultarlo? —Anne Riordan apoyó la barbilla en las manos entrelazadas y me miró fijamente con ojos ensombrecidos.
—Está tan loco por ella que no le importa en qué regazo se siente.
—Espero que disfrutara sentándose en el tuyo —dijo Anne Riordan con entonación mordaz.
—Jugaba conmigo. Me tenía un poquito de miedo. No quería matarme porque es mal negocio liquidar a alguien que es algo así como un policía. Pero probablemente lo hubiera intentado al final, como también hubiera acabado con Jessie Florian si Malloy no le hubiera evitado la molestia.
—Apuesto a que es bien divertido que jueguen con uno rubias despampanantes —dijo Anne Riordan—. Incluso aunque se corra algún riesgo. Como, imagino, sucede de ordinario.
Yo no dije nada.
—Supongo que no podrán hacerle nada por matar a Malloy, puesto que empuñaba un arma.
—No. No con las influencias que tiene.
Los ojos con motas doradas me estudiaron solemnemente.
—¿Crees que tenía intención de matar a Malloy?
—Le tenía miedo —dije—. Lo había denunciado ocho años antes. Malloy acabó por darse cuenta. Pero no le hubiera hecho daño. También él estaba enamorado de Velma Valento. Sí, creo que estaba dispuesta a matar a todos los que hiciera falta. Era mucho lo que tenía que defender. Pero no se puede seguir haciendo una cosa así indefinidamente. Disparó contra mí en mi apartamento, pero no le quedaban proyectiles. Tendría que haberme matado cuando acabó con Marriott.
—Estaba enamorado de ella —dijo Anne casi con dulzura—. Me refiero a Malloy. No le importó que llevara seis años sin escribirle ni que no hubiera ido a verlo mientras estuvo en la cárcel. Tampoco le importó que lo hubiera denunciado para cobrar la recompensa. Se compró ropa de buena calidad y lo primero que hizo al salir de la cárcel fue ponerse a buscarla. De manera que ella le metió cinco balas en el cuerpo a manera de saludo. Él, por su parte, había matado a dos personas, pero estaba enamorado de ella. ¡Qué mundo!
Acabé mi whisky y puse otra vez cara de sed. No me hizo caso.
—Y tuvo que decirle a Grayle de dónde había salido y tampoco a él le importó. Se marchó al extranjero para casarse con ella utilizando otro nombre y vendió la emisora de radio para romper todo contacto con cualquiera que pudiese conocerla y le dio todo lo que se puede comprar con dinero y ella le dio…, ¿qué le dio?
—Eso es difícil de decir. —Agité los cubos de hielo en el fondo del vaso, pero tampoco me sirvió de nada—. Imagino que le dio algo así como la satisfacción de que un hombre más bien mayor tuviera una mujer joven, hermosa y elegante. La quería. ¿Para qué demonios estamos hablando de eso? Cosas así suceden todo el tiempo. Daba lo mismo lo que hiciera o con quién tuviera líos o lo que hubiera sido en otro tiempo. La quería.
—Como Moose Malloy —dijo Anne sin alzar la voz.
—Salgamos a dar un paseo en coche por la orilla del mar.
—No me has dicho nada de Brunette ni de las tarjetas que había dentro de aquellos porros, ni de Amthor ni del doctor Sonderborg ni de aquella pista insignificante que te puso en el camino de la gran solución.
—Le di una de mis tarjetas a la señora Florian, y ella le puso encima un vaso que estaba mojado. Una tarjeta así apareció en los bolsillos de Marriott, señal de vaso incluida. Marriott no era una persona descuidada. Eso era una pista, si se le puede llamar así. Una vez que sospechas algo es fácil descubrir otros vínculos, como que Marriott poseía un contrato fiduciario sobre la casa de la señora Florian, con la finalidad evidente de tenerla controlada. En lo referente a Amthor, es un tipo de cuidado. Lo han localizado en un hotel de Nueva York y dicen que es un estafador internacional. Scotland Yard tiene sus huellas y también están en la Sureté de París. Cómo demonios han conseguido todo eso desde ayer o anteayer es algo que ignoro. Esos muchachos trabajan deprisa cuando les da por ahí. Creo que Randall lo había preparado todo desde hace días y temía que yo metiera la pata. Pero Amthor no estaba relacionado con el asesinato de nadie. Ni tampoco con Sonderborg, a quien siguen sin encontrar. Creen que tiene antecedentes, pero no estarán seguros hasta que le echen el guante. En cuanto a Brunette, no se puede probar nada contra un tipo como él. Pueden llevarlo ante un jurado de acusación y negarse él a hablar, basándose en sus derechos constitucionales. No tiene que preocuparse por su reputación. Pero aquí en Bay City están llevando a cabo una agradable reorganización. Han puesto al jefe de patitas en la calle, la mitad de los detectives han sido degradados a simples policías en funciones y un tipo estupendo llamado Red Norgaard, que me ayudó a entrar en el Montecito, ha recuperado su puesto. Es el alcalde quien está haciendo todo esto, y se cambia de pantalones cada hora mientras dura la crisis.
—¿Por qué tienes que decir cosas como ésa?
—El toque a lo Shakespeare. Vayámonos a dar ese paseo en coche. Después del último whisky.
—Puedes beberte el mío —dijo Anne Riordan; levantándose, me ofreció su vaso, que no había tocado. Se quedó delante de mí sosteniéndolo, los ojos muy abiertos y un poco asustados.
—Eres tan maravilloso —dijo—. Tan valiente, tan decidido, y trabajas por tan poco dinero. Todo el mundo te golpea en la cabeza y te estrangula y te machaca la mandíbula y te atiborra de morfina, pero tú sigues adelante con la cabeza baja hasta que los destrozas a todos. ¿Qué es lo que te hace ser tan maravilloso?
—Sigue —gruñí—. Pide por esa boca.
Anne Riordan dijo con aire pensativo:
—Me gustaría que me besaran, ¡maldita sea!