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El reflector giratorio era un pálido dedo enturbiado por la niebla que apenas iluminaba las olas hasta unos treinta metros alrededor del barco. Se trataba más de una operación de imagen que de otra cosa, sobre todo a aquellas horas de la noche. Cualquiera que planease robar la recaudación de uno de aquellos casinos flotantes necesitaría ayuda en abundancia y trataría de dar el golpe a eso de las cuatro de la madrugada, cuando el público quedara reducido a unos pocos jugadores empedernidos, y la tripulación estuviera agotada por el cansancio. Incluso entonces sería una manera poco afortunada de ganar dinero. Ya lo habían intentado en una ocasión.

Un taxi acuático describió una curva para llegar al embarcadero, descargó al pasaje y se dirigió de nuevo hacia tierra firme. Red mantuvo su lancha motora al ralentí en el límite del recorrido del reflector. Si lo hubieran levantado un par de metros, sólo para cambiar un poco…, pero no lo hicieron. Pasó lánguidamente y el agua apagada brilló un momento y nuestra lancha motora se deslizó del otro lado y se acercó muy deprisa, dejando atrás las dos enormes y sucias guindalezas de popa. Nos pegamos a las grasientas planchas del casco con la misma discreción con que un detective de hotel se dispone a echar a una buscona del vestíbulo de su establecimiento.

Muy por encima de nosotros aparecieron dos puertas de hierro que me dieron la impresión de estar demasiado altas para alcanzarlas y que eran demasiado pesadas para abrirlas aunque pudiéramos llegar hasta ellas. La lancha motora rozó el viejo costado del Montecito mientras, bajo nuestros pies, el oleaje palmeaba sin fuerza el casco. Una alta silueta se levantó a mi lado en la oscuridad y una cuerda enrollada salió disparada hacia lo alto, golpeó, se enganchó y el extremo volvió a caer hasta tropezar con el agua. Red lo pescó con un bichero, tiró hasta poner tensa la cuerda y lo ató a algo sobre la cubierta del motor. Había la niebla suficiente para hacer que todo pareciese irreal. El aire húmedo estaba tan frío como las cenizas del amor.

Red se inclinó mucho en mi dirección y su aliento me cosquilleó la oreja.

—Sobresale demasiado del agua. Un buen golpe de mar acabaría por dejar al aire las hélices. Pero tenemos que trepar por esas planchas de todos modos.

—Me mata la impaciencia —dije, tiritando.

Me colocó las manos sobre el timón, lo giró hasta la posición donde quería tenerlo, fijó el acelerador y me dijo que mantuviera la lancha tal como estaba. Había una escalerilla de hierro, atornillada al casco, del que iba siguiendo la curva, y con unos travesaños probablemente tan resbaladizos como una cucaña.

Ascender por ella parecía tan tentador como caminar por la cornisa de un rascacielos. Red se agarró como pudo, después de restregarse con fuerza las manos en los pantalones para manchárselas un poco de alquitrán. Luego se elevó sin ruido, sin siquiera un resoplido, sus playeras encontraron los travesaños de metal, y fue subiendo casi en ángulo recto para conseguir mejor tracción.

El haz del reflector pasó muy lejos de nosotros. La luz saltó del agua y pareció convertir mi rostro en algo tan llamativo como una bengala, pero no sucedió nada. Después se oyó un chirriar de pesadas bisagras sobre mi cabeza. El débil resplandor de una luz amarillenta se derramó por la niebla y murió. Apareció la silueta de media puerta de carga abierta. Era imposible que estuviera cerrada desde el interior. Me pregunté por qué.

El susurro fue un simple sonido, sin significado. Dejé el timón y me dispuse a subir. No he hecho un viaje más duro en toda mi vida. Lo terminé, jadeante, en una bodega maloliente, llena de cajas de embalaje, barriles, rollos de cuerda y montones de cadenas oxidadas. En los rincones oscuros chillaban las ratas. La luz amarilla procedía de una puerta estrecha en el tabique más alejado.

Red me pegó la boca al oído.

—Desde aquí vamos directamente a la pasarela de la sala de calderas. Tendrán una auxiliar encendida, porque en esta cafetera carecen de motores diesel. Probablemente encontraremos a alguien abajo. La tripulación hace un doble papel en las cubiertas donde se juega; también son crupieres, vigilantes, camareros y todo lo demás. Pero han de alistarse como miembros de alguna profesión relacionada con el mar. En la sala de calderas le enseñaré un ventilador que no tiene rejilla y que desemboca en la cubierta de botes, en zona prohibida. Pero toda suya…, mientras siga con vida.

—Debes de tener familiares a bordo —dije.

—Cosas más extrañas han sucedido. ¿Volverá deprisa?

—No hay duda de que haré bastante ruido al caer desde la cubierta de botes —dije, al tiempo que sacaba el billetero—. Creo que eso se merece algún dinero más. Toma. Trata mis restos mortales como si fueran los tuyos.

—No me debe nada más, socio.

—Me estoy comprando un viaje de vuelta…, incluso aunque no lo utilice. Coge el dinero antes de que me eche a llorar y te moje la camisa.

—¿Necesita un poco de ayuda ahí arriba?

—Lo que necesito es un pico de oro, pero en este momento me parece que sólo estoy capacitado para graznar.

—Guárdese el dinero —dijo Red—. Ya me ha pagado el viaje de vuelta. Me parece que está asustado. —Me tomó de la mano. La suya era fuerte, dura, tibia y estaba un tanto pegajosa—. Sé que está asustado —susurró.

—Lo superaré —dije—. De una manera o de otra.

Se dio la vuelta con una curiosa expresión que no pude interpretar con aquella luz. Lo seguí entre los cajones de embalaje y los barriles, hasta cruzar el umbral de hierro de la puerta y llegar a un largo pasadizo oscuro con olor a barco. De allí salimos a una plataforma con rejilla de acero, resbaladiza a causa del aceite, y descendimos por una escalera en la que era difícil sujetarse. El lento silbido de los quemadores de aceite llenaba ahora el aire y silenciaba todos los demás sonidos. Nos dirigimos hacia el silbido atravesando montañas de hierro silencioso.

Al llegar a un cruce vimos a un espagueti, sucio y bajito, con una camisa de seda morada, acomodado en un viejo sillón de oficina reparado con alambres, debajo de una bombilla sin pantalla, que leía el periódico de la tarde con la ayuda de un dedo índice negro de carbón y unos lentes con montura de acero que probablemente habían pertenecido a su abuelo.

Red se colocó tras él sin hacer ruido.

—Hola, chaparrito —dijo amablemente—. ¿Qué tal los bambinos?

El italiano abrió la boca con un chasquido y se llevó una mano a la abertura de su camisa morada. Red le golpeó en el ángulo de la mandíbula y lo sujetó antes de que cayera. Lo dejó con cuidado sobre el suelo y procedió a convertir en tiras su camisa morada.

—Esto le va a doler más que el golpe que le he dado —dijo Red sin alzar la voz—. Pero la idea es que alguien que sube por la escalera de un ventilador hace muchísimo ruido abajo. Arriba, en cambio, no oirán nada.

Ató y amordazó limpiamente al italiano y luego plegó las gafas y las puso en un sitio seguro. Nosotros seguimos hasta el ventilador que no tenía rejilla. Miré hacia arriba y no vi más que oscuridad.

—Adiós —dije.

—Quizá necesite un poco de ayuda.

Me sacudí como un perro mojado.

—Necesito una compañía de infantes de marina. Pero o lo hago solo o no lo hago. Hasta la vista.

—¿Cuánto tardará? —Aún había preocupación en su voz.

—Una hora o menos.

Me miró fijamente y se mordió el labio. Luego asintió con la cabeza.

—A veces hay cosas que uno tiene que hacer —dijo—. Pásese por el bingo si dispone de un rato.

Echó a andar despacio, dio cuatro pasos y regresó.

—Esa puerta de carga que estaba abierta —dijo—. Quizá le sirva para comprar algo. Utilícela.

Después se marchó a buen paso.