35

Fue un trayecto muy largo por veinticinco centavos. El taxi acuático, una vieja lancha motora repintada y con tres cuartas partes de eslora encristaladas, se deslizó entre los yates anclados y sobrepasó el ancho montón de piedras que marcaba el final del rompeolas. La marejada nos alcanzó sin previo aviso, moviéndonos como a una cáscara de nuez. A tan primera hora de la noche, sin embargo, había sitio abundante para vomitar. Sólo me acompañaban tres parejas y el individuo que manejaba la lancha, un ciudadano de aspecto robusto que se sentaba más bien sobre la cadera izquierda debido a que en el bolsillo de la derecha llevaba una pistolera de cuero negro. Las tres parejas empezaron a besuquearse tan pronto como abandonamos la orilla.

Me puse a contemplar las luces de Bay City y traté de no complicar demasiado mi digestión. Puntos dispersos de luz acabaron por reunirse, transformándose en un brazalete enjoyado y expuesto en el escaparate de la noche. Luego el brillo perdió intensidad y las luces quedaron reducidas a un suave resplandor naranja que el oleaje mostraba y ocultaba rítmicamente. Se trataba en realidad de una sucesión de largas olas uniformes que no llegaban a reventar, pero con la fuerza suficiente para que yo me alegrara de no haber rociado la cena con whisky de garrafa. El taxi acuático se deslizaba ya sobre ellas con la siniestra suavidad de la danza de una cobra. El aire era frío, con la frialdad húmeda que a los marinos acaba por metérseles en la médula de los huesos. A la izquierda, los trazos de neón rojo que señalaban la silueta del Royal Crown se difuminaban hasta perderse en la huida incesante de grises fantasmas marinos, para reaparecer luego, brillantes como bolas de cristal.

Nos guardamos muy mucho de acercarnos. Parecía bien agradable desde lejos. Nos llegó una música apenas audible, traída por las olas, y la música que llega por el agua ha de ser necesariamente deliciosa. El Royal Crown, sujeto por sus cuatro guindalezas, parecía tan estable como un muelle, y su embarcadero tan iluminado como la marquesina de un teatro. Luego todo aquello se perdió en la distancia y otra embarcación más vieja y más pequeña surgió de la noche en nuestra dirección. No era una cosa demasiado digna de verse. Un carguero de altura reformado, de casco sucio y oxidado, la superestructura cortada a la altura del puente, y por encima únicamente dos mástiles mochos, justo de la altura suficiente para poder colocar una antena radiofónica. También había luz en el Montecito y la música flotaba sobre el mar, oscuro y húmedo. Las parejas que se estaban besuqueando retiraron los dientes del cuello del otro, contemplaron el barco y estallaron en risitas.

El taxi describió una amplia curva, aceleró lo justo para proporcionar un estremecimiento a los pasajeros, y luego se acercó con más calma a los amortiguadores de cáñamo a todo lo largo del embarcadero. El motor del taxi se puso al ralentí y petardeó en la niebla. El rayo de un reflector sin prisa describió un círculo a unos cincuenta metros del barco.

El taxista enganchó la lancha a la plataforma y un muchacho de ojos color azabache, chaquetilla corta azul de botones brillantes, una sonrisa esplendorosa y boca de gánster, ayudó a saltar a las chicas desde la lancha. Yo fui el último. La mirada en apariencia despreocupada pero atenta con que me examinó de arriba abajo me dijo algo acerca de él. La manera despreocupada pero atenta con que se tropezó con la funda sobaquera donde llevaba la pistola me dijo aún más.

—No —dijo con suavidad—. No.

Tenía una voz delicadamente ronca, la de un tipo duro con pañuelo de seda. Le hizo un gesto con la barbilla al piloto del taxi, que echó un cabo corto alrededor de una bita, giró un poco el volante y trepó al embarcadero, colocándose detrás de mí.

—Nada de artillería a bordo, muchacho. Lo siento y todo eso —ronroneó el de la chaquetilla de uniforme.

—Puedo dejarla en el guardarropa. Es parte de mi vestuario. Soy una persona que quiere ver a Brunette, por negocios.

Mi interlocutor pareció vagamente divertido.

—No he oído nunca ese nombre —sonrió—. En marcha, amigo. El del taxi me sujetó una muñeca por dentro del brazo derecho.

—Quiero ver a Brunette —dije. Mi voz sonó débil y frágil, como la de una anciana.

—Vamos a no discutir —respondió el chico de ojos color azabache—. Aquí no estamos ni en Bay City ni en California y, según algunas opiniones autorizadas, ni siquiera en Estados Unidos. Largo.

—Vuelva a la lancha —gruñó el taxista detrás de mí—. Le debo veinticinco centavos. Vámonos.

Regresé a la lancha. El de la chaquetilla corta me contempló con su elegante sonrisa silenciosa. La estuve contemplando hasta que dejó de ser una sonrisa, ni siquiera un rostro, tan sólo una figura oscura sobre las luces del embarcadero. La contemplé, lleno de frustración.

El viaje de vuelta me pareció más largo. No hablé con el piloto ni él conmigo. Al apearme en el muelle me devolvió la moneda de veinticinco centavos.

—Lo dejaremos para otra noche —dijo con tono cansado—, cuando tengamos más sitio para ajustarle las cuentas.

Media docena de clientes que esperaban para embarcar se me quedaron mirando al oír sus palabras. Los dejé atrás, crucé la puerta de la diminuta sala de espera en el embarcadero, y me dirigí hacia los escalones de poca altura que me devolverían a tierra firme.

Un grandullón pelirrojo, calzado con unas sucias playeras, pantalones manchados de alquitrán, al igual que un lado de la cara, y los restos de un jersey azul de marinero, se apartó de la barandilla y tropezó conmigo casualmente.

Me detuve. Parecía demasiado grande. Ocho centímetros y quince kilos más que yo. Pero me estaba llegando el momento de ponerle el puño en los dientes a alguien, aunque todo lo que sacara en limpio fuese un brazo insensible. Había poca luz y casi toda tras él.

—¿Qué le pasa, compadre? —dijo arrastrando las palabras—. ¿Ha pinchado en hueso en el barco del pecado?

—Anda y zúrcete la camisa —le dije—. Vas por ahí enseñando la tripa.

—Podría ser peor —dijo—. La artillería abulta más de la cuenta debajo de ese traje tan liviano.

—¿Quién te manda meter la nariz en eso?

—No se sulfure. Curiosidad, nada más. No he querido ofenderle.

—Bien, pues ya te puedes marchar con viento fresco.

—Claro. No hago más que descansar.

Me obsequió con una lenta sonrisa cansada. Tenía una voz suave, soñadora, tan delicada para un hombrón como él que resultaba sorprendente. Me hizo pensar en otro gigante de voz suave que, extrañamente, me había caído simpático.

—No es ése el camino —dijo con tristeza—. Sólo tiene que llamarme Red.

—Hazte a un lado, Red. Hasta las mejores personas cometen equivocaciones. Noto una que me está reptando por la espalda.

Red miró pensativamente en una y otra dirección. Me tenía acorralado en una esquina del espacio cubierto dentro del embarcadero. Y estábamos más o menos solos.

—¿Quiere subir al Monty? Se puede. Si tiene usted un motivo.

Gente con ropa alegre y expresión risueña cruzó por delante de nosotros, camino de la lancha motora. Esperé a que estuvieran a bordo.

—¿Cuánto es el motivo?

—Cincuenta pavos. Diez más si sangra en mi barco.

Hice intención de marcharme.

—Veinticinco —dijo en voz baja—. Quince si vuelve con amigos.

—No tengo ningún amigo —dije, y me marché. No intentó detenerme.

Tomé la calzada de cemento por donde iban y venían los tranvías casi de juguete que avanzaban con lentitud de cochecitos de niño y tocaban unas campanitas que no sobresaltarían ni a una embarazada. Al pie del primer muelle había un local de bingo profusamente iluminado y lleno de gente hasta la bandera. Entré y me coloqué contra la pared, detrás de los que jugaban, en el lugar donde otras muchas personas que querían sentarse esperaban de pie a que quedaran sitios libres.

Vi cómo aparecían unos cuantos números en el tablero eléctrico, oí vocearlos a los crupieres, traté de localizar a los jugadores de la casa y no pude, y me di la vuelta para marcharme.

Una masa azul de considerable tamaño que olía a alquitrán se materializó a mi lado.

—¿No tiene el dinero o es un problema de tacañería? —me preguntó al oído la voz suave y delicada.

Lo contemplé de nuevo. Tenía los ojos que nunca se ven, de los que sólo se sabe que existen por lecturas. Ojos de color violeta. Ojos de muchacha, de muchacha bonita. Y la piel tan suave como seda. Ligeramente enrojecida, pero nunca se broncearía. Demasiado delicada. Más grande que Hemingway y más joven, con una diferencia de muchos años. No tan grande como Moose Malloy, pero daba sensación de gran agilidad. Su cabello tenía ese tono de rojo que se vuelve dorado cuando brilla. A excepción de los ojos, sin embargo, su cara era una cara normal de campesino, sin nada de apostura teatral.

—¿A qué se dedica? —preguntó—. ¿Detective privado?

—¿Por qué te lo tendría que decir? —gruñí.

—Había pensado que podía tratarse de eso —dijo—. ¿Veinticinco es demasiado? ¿No le pagan los gastos aparte?

—No.

Suspiró.

—Era una locura de todos modos —dijo—. Le harían pedazos allí arriba.

—No me sorprendería nada. ¿A qué te dedicas tú?

—Un dólar aquí, un dólar allá. En otro tiempo era policía. Me echaron.

—¿Por qué me lo cuentas?

Pareció sorprendido.

—Es la verdad.

—Debiste decir alguna inconveniencia.

Sonrió de manera casi imperceptible.

—¿Conoces a un tipo llamado Brunette?

La sombra de la sonrisa no se le borró de la cara. Una detrás de otra, tres personas hicieron bingo. Se trabajaba deprisa en aquel local. Un tipo alto con cara de pájaro, cetrinas mejillas hundidas y un traje muy arrugado se acercó mucho a nosotros y se apoyó contra la pared sin mirarnos. Red se inclinó apenas hacia él y le preguntó:

—¿Hay algo que podamos contarle, socio?

El individuo alto con cara de pájaro sonrió y se alejó. Red también sonrió e hizo que retemblara el edificio al recostarse de nuevo contra la pared.

—He conocido a un tipo que podría contigo —dije.

—Ojalá hubiera más —respondió con mucha seriedad—. La gente grande cuesta dinero. Las cosas no están pensadas para ellos. Cuesta alimentarlos, vestirlos, y no pueden dormir con los pies dentro de la cama. Le voy a decir cómo están las cosas. Quizá no le parezca un buen sitio para hablar, pero sí que lo es. Si se acerca algún soplón los conozco a todos y el resto de la gente está pendiente de esos números y de nada más. Dispongo de una lancha con un silenciador submarino. Quiero decir que la puedo conseguir prestada. Hay un muelle mal iluminado al otro extremo del puerto. Y conozco una puerta de carga en el Monty que sé cómo abrir. Llevo alguna que otra carga allí de vez en cuando. No hay mucha gente por debajo de las cubiertas.

—Tienen un reflector y vigilantes —dije yo.

—Podemos evitarlos.

Saqué la cartera, extraje un billete de veinte y otro de cinco junto al estómago y luego los doblé varias veces. Los ojos de color violeta me vigilaban sin dar la sensación de hacerlo.

—¿Sólo la ida?

Asentí.

—Habíamos quedado en quince.

—Han subido los precios.

Una mano manchada de alquitrán hizo desaparecer los billetes. Red se alejó sin hacer ruido y desapareció en la calurosa oscuridad exterior. El individuo con cara de pájaro se materializó a mi izquierda y dijo sin levantar la voz:

—Me parece que conozco al fulano con ropa de marinero. ¿Amigo suyo? Creo que lo he visto antes.

Me enderecé para apartarme de la pared y me marché sin responder, abandonando el local. Torcí hacia la izquierda, vigilando una cabeza —destacada sobre las demás— que avanzaba, unos treinta metros por delante de mí, siguiendo la hilera de los faroles eléctricos con varios brazos. Al cabo de un par de minutos me detuve entre dos puestos. Enseguida apareció el de la cara de pájaro, paseando con los ojos en el suelo. Me puse a su lado.

—Buenas noches —dije—. ¿Me deja que le adivine el peso por veinticinco centavos? —Me apoyé en él. Había una pistola debajo de la chaqueta llena de arrugas.

Me miró sin manifestar emoción alguna.

—¿Me vas a obligar a que te detenga, hijo mío? Soy el encargado de mantener la ley y el orden en este trozo de calle.

—¿Quién está haciendo nada contra la ley y el orden en este momento?

—Tu amigo me resulta familiar.

—No me extraña. Es poli.

—Claro. Eso es —dijo cara de pájaro pacientemente—. Ahí es donde lo he visto. Buenas noches.

Giró en redondo y se volvió por donde había venido. A Red no se le veía ya. No me preocupó. Nada de lo que hiciera aquel muchacho volvería a preocuparme.

Seguí caminando despacio.