Me tumbé boca arriba en la cama de un hotel del puerto y esperé a que se hiciera de noche. Estaba en una habitacioncita con un somier muy duro y un colchón sólo ligeramente más grueso que la manta de algodón que lo cubría. Debajo de mí había un muelle roto que se me clavaba en el lado izquierdo de la espalda. Pero seguí tumbado, permitiendo que me aguijoneara.
El reflejo de una luz roja de neón brillaba en el techo. Cuando tiñese de encarnado toda la habitación sería noche cerrada y habría llegado el momento de salir. En el exterior, los coches tocaban el claxon en una calle estrecha llamada «Vía rápida». Debajo de mi ventana se oía ruido de pasos sobre la acera. Mur mullos y exclamaciones iban y venían por el aire. A través de las contraventanas oxidadas se filtraba olor a grasa para freír que se había vuelto a utilizar muchas veces. Lejos, una de esas voces que se hacen oír a gran distancia gritaba: «No se queden sin comer, amigos. Estupendos perritos calientes. No pasen hambre, amigos».
Empezó a anochecer. Me puse a pensar y mis ideas se movieron con algo semejante a un perezoso sigilo, como si las vigilaran ojos amargados y sádicos. Pensé en ojos muertos contemplando un cielo sin luna, con sangre negra en las comisuras de la boca que tenían debajo. Pensé en desagradables ancianas golpeadas contra las esquinas de sus sucias camas hasta perder la vida. Pensé en un hombre de cabellos rubios que tenía miedo y no sabía bien de qué, que tenía la sensibilidad suficiente para notar que algo iba mal, pero que era demasiado vanidoso o demasiado torpe para imaginar qué era lo que iba mal. Pensé en hermosas mujeres con mucho dinero que eran accesibles. Pensé en simpáticas muchachas, esbeltas y curiosas, que vivían solas y que también eran accesibles, aunque de manera distinta. Pensé en policías, tipos duros a los que se podía comprar, pero que no eran ni mucho menos malos del todo, como sucedía con Hemingway. En policías gordos y prósperos con una voz perfecta para la Cámara de Comercio, como el jefe Wax. En policías esbeltos, inteligentes e implacables como Randall, a quienes, pese a su agudeza y a su certera puntería, no les era posible hacer un buen trabajo de manera limpia. Pensé en gentes maniáticas y amargadas como Nulty, que había renunciado a hacer cualquier cosa. Pensé en indios y en videntes y en médicos que vendían drogas.
Pensé en muchísimas cosas. Se hizo completamente de noche. El resplandor del anuncio rojo de neón se extendía cada vez más por el techo. Me senté en la cama, puse los pies en el suelo y me froté la nuca.
Me levanté, fui al lavabo que estaba en una esquina y me mojé la cara con agua fría. Al cabo de un rato me sentí un poco mejor, pero muy poco. Me hacía falta un lingotazo, un buen seguro de vida, unas vacaciones, una casa en el campo. Pero lo único que de hecho tenía era una chaqueta, un sombrero y una pistola. Lo cogí todo y salí del cuarto.
No había ascensor. Los corredores olían y las barandillas de la escalera estaban llenas de mugre. Bajé por ella, tiré la llave sobre el mostrador y dije que me marchaba. Un recepcionista con una verruga en el párpado izquierdo hizo un gesto de asentimiento y un botones mexicano con una raída chaqueta de uniforme salió de detrás del ficus más polvoriento de toda California para ocuparse de mis maletas. Yo no tenía maletas, de manera que, como era mexicano, me abrió la puerta y me sonrió cortésmente de todos modos.
Fuera, la estrecha calle estaba llena de humo y en las aceras se amontonaban los estómagos prominentes. Al otro lado de la calzada un local de bingo funcionaba a todo volumen e inmediatamente más allá un par de marineros salían con dos chicas del establecimiento de un fotógrafo donde probablemente habrían sido inmortalizados a lomos de camellos. La voz del vendedor de perritos calientes cortaba la oscuridad como un hacha. Un autobús azul de gran tamaño atronó la calle mientras se dirigía hacia la pequeña plaza donde los tranvías solían dar la vuelta sobre una plataforma giratoria. Eché a andar en aquella dirección.
Al cabo de algún tiempo advertí un débil olor a mar. No mucho; más bien como si se hubiera conservado una muestra para recordar a la gente que aquello había sido en otro tiempo una limpia playa abierta hasta donde las olas llegaban y rompían, donde soplaba el viento y donde era posible oler otras cosas, además de grasa caliente y sudor frío.
El pequeño tranvía se acercó despacio por el amplio camino de cemento. Me monté, llegué hasta el final de la línea, me apeé y me senté en un banco tranquilo y fresco y donde, casi a mis pies, había un gran montón de algas marrones. En el mar se encendieron las luces de los casinos flotantes. Tomé otra vez el tranvía cuando apareció de nuevo, y volví con él casi hasta el hotel donde me había alojado. Si alguien me seguía lo estaba haciendo sin moverse. Pero yo no creía que nadie lo hiciera. En aquella pequeña ciudad tan limpia no se cometían delitos suficientes como para que los detectives tuvieran mucha experiencia en ese terreno.
Los negros embarcaderos brillaban en toda su longitud antes de hundirse en el oscuro fondo de noche y agua. Aún olía a grasa caliente, pero también se advertía el aroma del océano. El vendedor de perritos calientes seguía diciendo:
—No se queden sin comer, amigos. Estupendos perritos calientes. Aprovechen la oportunidad.
Lo localicé, con su carrito pintado de blanco, haciendo cosquillas a las hamburguesas con un tenedor muy largo. Le iba bien el negocio, aunque la temporada no había hecho más que empezar. Tuve que esperar algún tiempo para hablarle a solas.
—¿Cómo se llama el que está más lejos? —pregunté, señalando con la nariz.
—Montecito. —Y se me quedó mirando de hito en hito.
—¿Puede una persona a la que no le falta dinero pasárselo bien allí?
—¿Pasárselo bien, cómo?
Reí, desdeñosamente, en plan muy duro.
—Perritos calientes —salmodió el del puesto—. Estupendos perritos calientes, amigos. —Bajó la voz—. ¿Mujeres?
—No. Estaba pensando en un camarote donde soplara una agradable brisa, buena comida y nadie que me molestara. Algo así como unas vacaciones.
Se apartó de mí.
—No oigo una palabra de lo que me dice —respondió, y acto seguido reanudó su salmodia.
Sirvió a algunos clientes. No sé por qué me molesté en hablar con él. Quizá tenía la cara adecuada. Una pareja de jóvenes en pantalón corto se acercó, compró perritos calientes y se alejó con el brazo del chico sobre el sujetador de la chica y ambos comiendo del perrito caliente del otro.
El tipo del puesto dio dos pasos hacia mí y me examinó de arriba abajo.
—Ahora mismo tendría que estar poniendo cara de que no he roto un plato en mi vida —dijo, e hizo una pausa—. Eso le costará dinero —añadió.
—¿Cuánto?
—Cincuenta. Menos no. Más si lo buscan por algo.
—Antiguamente esta ciudad era un sitio agradable —dije—. Una ciudad donde refrescarse.
—Yo creía que todavía lo era —dijo arrastrando las palabras—. Pero ¿por qué preguntarme a mí?
—No tengo ni idea —dije. Luego arrojé un billete de dólar sobre su mostrador—. Métalo en la hucha —añadí—. O ponga cara de que nunca ha roto un plato.
El otro se apoderó del billete, lo dobló a lo largo, luego por la mitad y todavía una vez más. Lo puso sobre el mostrador, colocó el dedo corazón detrás del pulgar y a continuación lo soltó. El billete doblado me golpeó suavemente en el pecho y cayó al suelo sin hacer ruido. Me agaché, lo recogí y me volví muy deprisa. Pero no había nadie detrás de mí con aspecto de policía.
Me incliné sobre el mostrador y de nuevo puse encima el billete de dólar.
—La gente no me tira dinero —dije—. Me lo entregan en mano. ¿Le importa? Mi interlocutor recogió el billete, lo desdobló, lo extendió y lo limpió con su mandil. Abrió la caja registradora y dejó caer el billete en el cajón.
—Dicen que el dinero no huele mal —dijo—. Pero a veces no estoy demasiado seguro.
Yo no dije nada. Se acercaron nuevos clientes que acabaron marchándose. El calor del día se disipaba rápidamente.
—Yo no lo intentaría con el Royal Crown —dijo—. Eso es para ardillitas que se portan bien y no se ocupan más que de sus frutos secos. Para mí que tiene usted aire de polizonte, pero eso es cosa suya. Espero que se le dé bien nadar.
Lo dejé, preguntándome por qué me había acercado a él en primer lugar. Creer en las corazonadas. Creer en las corazonadas y salir trasquilado. Al cabo de algún tiempo te despiertas con la boca llena de corazonadas. No puedes pedir una taza de café sin cerrar los ojos y elegir al azar. Obedecer a las corazonadas.
Volví a pasear y traté de descubrir si alguien me seguía. Luego busqué un restaurante que no oliera a grasa de freír y encontré uno con letrero de neón de color morado y un bar de cócteles detrás de una cortina de bambú. Un efebo que llevaba el pelo teñido con alheña se dejó caer delante de un piano, empezó a acariciar las teclas lascivamente y cantó «Escalera a las estrellas» con una voz a la que le faltaban la mitad de los peldaños.
Me eché al coleto un martini seco y me apresuré a pasar al comedor a través de la cortina de bambú.
La cena de ochenta y cinco centavos sabía a saca de correos desechada y me la sirvió un camarero que parecía capaz de darme una paliza por veinticinco centavos, cortarme el cuello por setenta y cinco y tirarme al mar en un barril de cemento por dólar y medio, impuesto incluido.