29

Estaba sentado en el borde de la cama, todavía en pijama, pensando en levantarme, pero sin decidirme del todo. No me sentía demasiado bien, pero tampoco tan mal como debiera, ni tan enfermo como me sentiría si trabajara en una oficina. Me dolía la cabeza, con la sensación añadida de que me había crecido y de que ardía; tenía seca la lengua y la boca como llena de tierra; me notaba con tortícolis y tampoco mi mandíbula había recobrado la sensibilidad. Pero guardaba en mi memoria el recuerdo de peores amaneceres.

Era un día gris con niebla alta, sin tibieza aún, pero con posibilidades de llegar a ser un día cálido. Conseguí arrancarme de la cama, me froté la boca del estómago, en el sitio donde me dolía a causa de los vómitos. El pie izquierdo estaba bien. No me dolía. De manera que fui a tropezar con la esquina de la cama.

Aún estaba lanzando maldiciones cuando se oyeron unos golpes enérgicos en la puerta, el tipo de llamada imperiosa que despierta el deseo de abrir la puerta cinco centímetros, hacer una pedorreta y dar un portazo.

Abrí un poco más de cinco centímetros y me encontré delante al teniente Randall, traje marrón de gabardina, un fieltro ligero en la cabeza, muy pulcro y limpio y solemne y con una expresión muy desagradable en los ojos.

Randall empujó un poco la puerta y yo me aparté para dejarlo pasar. Entró, cerró y miró alrededor.

—Llevo dos días buscándolo —dijo. No me miró: valoraba la habitación con la mirada.

—He estado enfermo.

Recorrió el apartamento a paso gimnástico, brillándole el cabello gris, el sombrero ahora debajo del brazo, las manos en los bolsillos. No era un hombre muy fornido tratándose de un policía. Se sacó una mano del bolsillo y dejó el sombrero con mucho cuidado encima de unas revistas.

—Aquí no —dijo.

—En una clínica.

—¿Qué clínica?

—Una clínica veterinaria.

Dio un respingo como si le hubiese abofeteado. Una sombra de color le apareció debajo de la piel.

—¿No es un poco pronto…, para ese tipo de chiste?

No respondí y encendí un cigarrillo. Di una chupada y me senté de nuevo en la cama, muy deprisa.

—Los tipos como usted no tienen remedio, ¿no es eso? —dijo—. Sólo el de meterlo entre rejas.

—He estado muy enfermo y no he desayunado todavía. No cabe esperar de mí un ingenio excepcional.

—Le dije que no trabajara en este caso.

—No es usted Dios. Ni siquiera Jesucristo.

Di una segunda chupada al pitillo. Sentí que algo dentro de mí estaba todavía en carne viva, pero no me pareció tan mal como la primera.

—Le asombraría saber los muchos problemas que podría causarle.

—Probablemente.

—¿Sabe por qué no lo he hecho todavía?

—Sí.

—¿Por qué? —Estaba un poco inclinado hacia adelante, tenso como un foxterrier, con esa mirada glacial que a todos se les acaba poniendo, tarde o temprano.

—Porque no ha podido encontrarme.

Se recostó en el respaldo y echó la silla hacia atrás apoyándose en los talones. Se le iluminó un poco la cara.

—Creía que iba a decir otra cosa. Y si la hubiera dicho, le habría atizado un buen mamporro.

—Veinte millones de dólares no le asustarían. Pero pueden darle órdenes.

Respiró hondo, con la boca un poco abierta. Muy despacio sacó del bolsillo un paquete de tabaco y rompió el celofán. Le temblaban un poco los dedos. Su puso un pitillo entre los labios y fue a la mesa de las revistas en busca de cerillas. Encendió el cigarrillo con mucho cuidado, echó la cerilla en el cenicero y no en el suelo, y aspiró el humo.

—El otro día le di algunos consejos por teléfono —dijo—. El jueves.

—Viernes.

—Sí; el viernes. No sirvieron de nada. Entiendo por qué. Si bien no sabía por entonces que había estado ocultando pruebas. Yo sólo recomendaba una línea de acción que parecía una buena idea en este caso.

—¿Qué pruebas?

Me miró sin decir nada.

—¿Quiere un poco de café? —pregunté—. Eso quizá le haga más humano.

—No.

—Yo sí quiero. —Me puse en pie para dirigirme a la cocina.

—Siéntese —dijo Randall con tono cortante—. No he terminado, ni mucho menos.

Seguí camino de la cocina y puse agua a hervir. Bebí un vaso de agua fría directamente del grifo y luego otro. Regresé con un tercer vaso en la mano hasta apoyarme en el quicio de la puerta y mirarlo. No se había movido. La nube de humo que tenía al lado era casi sólida. Estaba contemplando el suelo.

—¿Qué tiene de malo que fuese a ver a la señora Grayle? —le pregunté—. Me buscó ella.

—No hablaba de eso.

—Ahora no, pero sí hace un momento.

—No mandó a buscarlo. —Alzó los ojos, en los que persistía la misma expresión glacial. Tampoco había desaparecido el vago rubor en sus marcados pómulos—. Fue usted quien se presentó sin que nadie lo llamara, habló de escándalo y prácticamente consiguió el trabajo haciéndole chantaje.

—Curioso. Tal como yo lo recuerdo, ni siquiera hablamos de un empleo. Me pareció que lo que me contaba no tenía ningún peso. Quiero decir, algo donde hincar el diente. Nada donde empezar. Y por supuesto, imagino que ella ya se lo ha dicho.

—Efectivamente. La cervecería de Santa Mónica es una guarida de malhechores. Pero eso no significa nada. No se sacaría nada en limpio. El hotel al otro lado de la calle tampoco es trigo limpio, pero no es la gente que buscamos. Maleantes de poca monta.

—¿Le ha dicho ella que me presenté sin que nadie me llamara?

Bajó los ojos un poco.

—No.

Sonreí.

—¿Quiere un poco de café?

—No.

Volví a la cocina, eché el agua hirviendo sobre el café y esperé a que se colara. Esta vez Randall me siguió y fue él quien se quedó en la puerta.

—Esa banda de ladrones de joyas trabaja en Hollywood y sus alrededores desde hace más de diez años, según mis informaciones —dijo—. Esta vez han ido demasiado lejos. Han matado a una persona. Y creo que conozco el motivo.

—Pues si se trata de una banda y consigue usted resolver el caso, será la primera vez que suceda desde que vivo en esta ciudad. Y podría enumerar y describir al menos una docena.

—Muy amable por su parte, Marlowe.

—Corríjame si me equivoco.

—Maldita sea —dijo, molesto—. No se equivoca. Un par de casos se resolvieron en apariencia, pero era todo mentira. Algún pobre desgraciado cargó con las culpas de los mandamases.

—Claro. ¿Café?

—Si acepto una taza, ¿hablará conmigo en serio, de hombre a hombre, sin hacer chistes?

—Lo intentaré. Pero no prometo divulgar todas mis ideas.

—Me puedo pasar sin ellas —dijo mordazmente.

—Lleva usted un traje muy elegante.

Enrojeció de nuevo.

—Cuesta veintisiete cincuenta —dijo con tono cortante.

—Vaya, un policía susceptible —respondí, mientras regresaba junto al fogón.

—Huele bien. ¿Cómo lo hace?

Serví el café.

—Al estilo francés. Café poco molido. Nada de filtros de papel.

Saqué el azúcar del armario y la leche del refrigerador. Nos sentamos frente a frente.

—¿Ha sido un chiste eso de estar enfermo, en una clínica?

—Nada de chiste. Tuve un problema…, en Bay City. Me metieron allí. No en la cárcel, sino en un sitio privado para alcohólicos y drogadictos.

Su mirada se hizo distante.

—Bay City, ¿eh? Busca lo difícil, ¿no es eso, Marlowe?

—No es que busque lo difícil, sino que lo difícil me encuentra a mí. Pero nunca me había sucedido nada parecido. Me han dejado dos veces sin sentido, la segunda vez por mano de un policía, o por alguien que lo parecía y que afirmaba serlo. También me han golpeado con mi propia pistola y un piel roja ha estado a punto de estrangularme. Me dejaron cuando estaba inconsciente en esa clínica para drogadictos y me han tenido allí encerrado; parte del tiempo sujeto con correas. Y no estoy en condiciones de probar nada, excepto una bonita colección de cardenales y mi brazo izquierdo, más agujereado que un acerico.

Randall contempló fijamente la esquina de la mesa.

—En Bay City —dijo despacio.

—El nombre es como una canción. Una canción para cantar en una bañera llena de agua sucia.

—¿Qué estaba usted haciendo allí?

—No fui allí. Los policías se encargaron de eso. Yo fui a ver a un tipo en Stillwood Heights, que está en Los Ángeles.

—Un tipo llamado hiles Amthor —dijo Randall sin alzar la voz—. ¿Por qué se quedó con esos cigarrillos?

Contemplé mi taza. ¡La muy tonta!

—Resultaba curioso que él, que Marriott, tuviera una segunda pitillera. Con porros dentro. Parece que en Bay City los hacen para que parezcan cigarrillos rusos, con boquillas huecas y hasta el escudo de los Romanoff.

Randall empujó en mi dirección la taza vacía y se la volví a llenar. Sus ojos examinaban mi rostro, arruga por arruga, poro a poro, como Sherlock Holmes con su lupa o el doctor Thorndyke con la suya.

—Tendría que habérmelo contado —dijo con amargura. Bebió un sorbo de café y se limpió la boca con una de esas cosas con flecos que ponen en los apartamentos amueblados como si fueran servilletas—. Pero no se los quedó usted. La chica me lo ha dicho.

—Vaya —dije. Los hombres ya no pintan nada en este país. Son siempre las mujeres.

—Usted le gusta —dijo Randall, como un educado agente del FBI en una película, un poco triste, pero muy varonil—. Su padre era el policía más honrado que jamás perdió su puesto. La señorita Riordan no tenía por qué haberse llevado esos pitillos. Usted le gusta.

—Una chica simpática, pero no es mi tipo.

—¿No le gustan simpáticas?

—Me gustan las chicas atractivas y lustrosas, duras y muy pecadoras.

—Ésas son las que traen más problemas —dijo Randall con tono indiferente.

—Claro. ¿Es que a mí me ha pasado otra cosa en la vida? ¿Cómo clasificar esta entrevista?

Randall utilizó su primera sonrisa del día. Probablemente no gastaba más de cuatro al día.

—Hasta ahora no he sacado mucho en limpio —comentó.

—Le voy a ofrecer una teoría, aunque lo más probable es que me lleve usted varios cuerpos de ventaja. Marriott era chantajista de mujeres; eso al menos fue lo que vino a decirme la señora Grayle. Pero era algo más: el informador de los ladrones de joyas. Informaba sobre la alta sociedad; era la persona que cultivaba a las víctimas y preparaba el escenario. Se relacionaba con mujeres con las que podía salir y a las que llegaba a conocer muy bien. Fíjese en el atraco de hace poco más de una semana. Todo huele francamente mal. Si Marriott no hubiera conducido el coche o no hubiese llevado a la señora Grayle al Trocadero o no hubiera vuelto a casa por el camino que lo hizo, por delante de la cervecería, el atraco no habría podido consumarse.

—Podría haber conducido el chófer —observó Randall juiciosamente—. Pero eso no habría cambiado mucho las cosas. Los chóferes prefieren no cruzarse en el camino del plomo que disparan los atracadores…, si no cobran más que noventa dólares al mes. Pero tampoco podría haber muchos atracos con Marriott como único acompañante de diferentes mujeres, porque eso habría dado que hablar.

—Precisamente lo más importante de este tipo de golpes es que no se habla de lo sucedido —comenté—. A cambio de eso, el propietario recupera las joyas por poco dinero.

Randall se recostó en la silla e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Tendrá que sacarse de la manga algo mejor para interesarme. Las mujeres hablan de cualquier cosa. Se correría la noticia de que el tal Marriott era un tipo con el que pasaban cosas desagradables.

—Probablemente fue eso lo que pasó. Y el motivo de que acabaran con él. Randall me miró sin expresión. Su cucharilla movía el aire en una taza vacía.

Me incliné hacia adelante y él hizo un gesto para rechazar la cafetera.

—Siga hablando de esa posibilidad —dijo.

—Lo exprimieron más de la cuenta. Su utilidad estaba acabada. Había llegado el momento de que se hablara un poco de él, como usted sugiere. Pero en ese tipo de negocios, uno no dimite ni tampoco lo despiden. De manera que este último atraco lo fue también para él. No olvide que en realidad pedían muy poco por el jade si se tiene en cuenta su valor. Y Marriott se encargó del contacto. Pero, de todos modos, estaba asustado. En el último momento se le ocurrió que sería mejor no ir solo. E incluso un truquito para que, si a él le sucedía algo, hubiera algo que señalara a un hombre, a un individuo sin el menor escrúpulo y lo bastante listo para ser el cerebro de ese tipo de bandas, un individuo en una posición excepcional para conseguir información sobre mujeres ricas. Un truco al que se podría calificar de infantil, pero que de hecho funcionó.

Randall negó con la cabeza.

—Una banda le hubiera quitado todo; incluso se habría llevado el cadáver para tirarlo al mar.

—No. Querían que pareciese una cosa de aficionados. Querían seguir haciendo lo que hacían. Es probable que tengan ya otro informador preparado —dije.

Randall siguió negando con la cabeza.

—El individuo al que señalaban esos cigarrillos no es el tipo. Tiene un tinglado propio que le va muy bien. He hecho averiguaciones. ¿A usted qué le pareció?

Su mirada estaba desprovista de expresión; demasiado, para mi gusto.

—A mí me pareció de lo más peligroso. Y carece de sentido hablar de alguien con demasiado dinero. Por otra parte, el tinglado de la comunicación con el más allá dura lo que dura. Se pone de moda y todo el mundo va a ver al médium, pero al cabo de algún tiempo la moda se pasa y el negocio se esfuma. Quiero decir si se es un vidente y nada más. Igual que las estrellas de la pantalla. Pongamos cinco años. Podría seguir tirando durante ese tiempo. Pero si la información que consigue de esas mujeres puede utilizarla de un par de maneras, es seguro que no perderá la oportunidad de hacer un buen negocio.

—Lo estudiaré con más detenimiento —dijo Randall con la misma mirada inexpresiva—. Pero en este momento sigue siendo Marriott quien más me interesa. Volvamos atrás, mucho más atrás. A cómo llegó usted a conocerlo.

—Sencillamente me llamó por teléfono. Encontró mi nombre en la guía. Eso fue lo que dijo, al menos.

—Tenía una tarjeta suya.

Puse cara de sorpresa.

—Claro. Me había olvidado de eso.

—¿No se ha preguntado por qué eligió su nombre, dejando de lado el problema de que se haya vuelto usted tan olvidadizo?

Me quedé mirándolo por encima de la taza de café. Empezaba a caerme bien. Tenía muchas cosas debajo del chaleco, además de la camisa.

—¿De manera que es ése el verdadero motivo de su visita? —pregunté. Hizo un gesto de asentimiento.

—Lo demás, como usted bien sabe, son trivialidades. —Me sonrió cortésmente y esperó.

Serví un poco más de café.

Randall se inclinó hacia un lado y contempló la superficie de la mesa, de color crema.

—Un poco de polvo —dijo con aire ausente; luego se enderezó y me miró de hito en hito—. Quizá sea conveniente que trate este asunto de manera un poco distinta —dijo—. Por ejemplo, creo que, probablemente, su corazonada sobre Marriott era correcta. Se han encontrado veintitrés mil dólares en metálico en su caja de seguridad; caja que, por cierto, hay que ver lo que nos ha costado encontrar. También había algunos valores muy bien cotizados y un contrato fiduciario sobre una propiedad en West 54th Place.

Randall cogió una cucharilla, golpeó suavemente con ella el borde de su platillo y sonrió.

—¿Eso le interesa? —preguntó con mucha suavidad—. El número era 1644 West 54th Place.

—Sí —respondí con cierta dificultad.

—Ah, también hay unas cuantas joyas en la caja de Marriott…, cosas de buena calidad. Pero no creo que las robara. Lo más probable, en mi opinión, es que se trate de regalos. Lo que confirmaría su punto de vista. Tenía miedo de venderlas, debido a los recuerdos que le traían a la memoria.

Hice un gesto de asentimiento.

—Tenía la sensación de haberlas robado.

—Sí. El contrato fiduciario no me interesó en un primer momento, pero le voy a explicar cómo funciona. Es uno de los problemas que tienen ustedes, los detectives, cuando se trata del trabajo rutinario de la policía. Nosotros recibimos, de distritos de la periferia, todos los informes acerca de homicidios y muertes sobre los que existen dudas. En teoría tenemos que leerlos el mismo día. Es una regla, como la de que no se debe hacer un registro sin orden judicial ni cachear a un tipo para ver si lleva un arma sin motivo fundado. Pero a veces nos saltamos las reglas. Tenemos que hacerlo. Algunos de los informes no los he leído hasta hoy por la mañana. Uno era sobre el asesinato, el jueves pasado, de un negro en Central Avenue. Por un expresidiario que es un tipo muy duro, llamado Moose Malloy. Y en presencia de un testigo que podría identificar al culpable. Y que el demonio me lleve si no era usted ese testigo.

Me ofreció, muy amablemente, su tercera sonrisa.

—¿Le gusta?

—Le estoy escuchando.

—Hablo de hoy mismo, dese cuenta. De manera que busqué el nombre de la persona que hacía el informe y resultó que lo conozco: se trata de Nulty. Supe de inmediato que el caso no llevaba camino de solucionarse. Nulty es de esa clase de personas…, ¿ha estado alguna vez en Crestline?

—Sí.

—Cerca ya de Crestline hay un sitio donde un grupo de vagones de mercancías se han habilitado como bungalows. También yo tengo un bungalow allí arriba, pero no es un vagón reformado. Esos vagones los llevaron en camiones, aunque no se lo quiera usted creer, y allí están, sin ruedas de ninguna clase. Pues Nulty es la clase de persona que haría muy bien de guardafrenos en uno de esos vagones.

—No está bien decir eso —protesté—. Tratándose de un colega.

—De manera que he llamado a Nulty, que ha carraspeado y dudado un rato, además de escupir unas cuantas veces, antes de contarme por fin que usted tenía una idea acerca de cierta chica llamada Velma, no recuerdo el apellido, por la que Malloy estaba colado hace mucho tiempo y cómo fue usted a ver a la viuda del personaje propietario del antro donde se cometió el asesinato cuando era un local para blancos, y donde Malloy y la chica trabajaban por entonces. Y la dirección de la viuda era 1644 West 54th Place, el sitio sobre el que Marriott tenía el contrato fiduciario.

—¿Y?

—Pensé tan sólo que ya eran suficientes coincidencias para una sola mañana —dijo Randall—. Y aquí estoy. Y hasta ahora me he mostrado francamente comprensivo acerca de todo este asunto.

—El problema —dije yo— es que parece mucho más de lo que es. La tal Velma ha muerto, según la señora Florian. Tengo su foto.

Volví al cuarto de estar y cuando mi mano estaba a mitad de camino para buscar en el bolsillo interior del traje, empecé a tener una extraña sensación de vacío. Pero ni siquiera me habían quitado las fotos. Las saqué, las llevé a la cocina y arrojé a la chica vestida de Pierrot en la mesa, delante de Randall, que la estudió cuidadosamente.

—No la he visto nunca —dijo—. ¿Y esa otra?

—Es una instantánea de periódico de la señora Grayle. Anne Riordan la consiguió.

Después de mirarla, asintió con la cabeza.

—Por veinte millones, yo mismo me casaría con ella.

—Hay algo que debo contarle —dije—. Anoche estaba tan enfadado que se me ocurrió la idea descabellada de ir allí y ponerlos firmes yo sólo. La clínica está en la esquina de las calles 23 y Descanso en Bay City. La dirige un individuo llamado Sonderborg que asegura ser médico. Además aprovecha el sitio para esconder a delincuentes. Anoche vi allí a Moose Malloy. En una habitación.

Randall se me quedó mirando, perfectamente inmóvil.

—¿Seguro?

—No hay manera de equivocarse. Es un tipo muy grande, enorme. No se parece a nadie que haya visto usted nunca.

Siguió mirándome, sin moverse. Luego, muy despacio, sacó las piernas de debajo de la mesa y se puso en pie.

—Vayamos a ver a esa tal viuda Florian.

—¿Y Malloy?

Volvió a sentarse.

—Cuéntemelo de pe a pa sin olvidar detalle.

Así lo hice. Me escuchó sin quitarme los ojos de encima. Tengo la impresión de que ni siquiera parpadeó. Respiraba con la boca ligeramente abierta. Su cuerpo no se movió. Repiqueteaba suavemente con los dedos sobre el borde de la mesa. Cuando terminé dijo:

—Ese tal doctor Sonderborg, ¿qué aspecto tenía?

—De drogadicto, y probablemente de camello. —Se lo describí a Randall lo mejor que pude.

El teniente pasó en silencio a la otra habitación y se sentó junto al teléfono. Marcó un número y habló en voz baja durante mucho tiempo. Luego regresó a la cocina. Yo acababa de hacer más café, de pasar por agua dos huevos, de tostar dos rebanadas de pan y de untarlas con mantequilla. Me senté a comer.

Randall se sentó frente a mí y apoyó la barbilla en una mano.

—He mandado a un miembro de la Brigada de Estupefacientes con una denuncia falsa para que pida que le enseñen las instalaciones. Tal vez saque algo en limpio. No vamos a pillar a Malloy. Malloy salió de allí diez minutos después de que usted se marchara. Sobre eso se admiten apuestas.

—¿Por qué no la policía de Bay City? —pregunté mientras añadía sal a los huevos.

Randall no dijo nada. Cuando levanté la vista había enrojecido y daba signos evidentes de incomodidad.

—Tratándose de un piesplanos —dije—, es usted la persona más susceptible que he conocido nunca.

—Coma deprisa. Nos vamos enseguida.

—Tengo que ducharme, afeitarme y vestirme.

—¿No podría salir en pijama? —preguntó mordazmente.

—¿De manera que Bay City está tan corrompida como todo eso? —dije.

—Es el feudo de Laird Brunette. Dicen que aportó treinta mil dólares para elegir al alcalde.

—¿El tipo que es dueño del club Belvedere?

—Y de los dos casinos flotantes.

—Pero eso está en nuestro distrito —dije.

Randall se miró las uñas, muy limpias y relucientes.

—Pasaremos por su despacho para recoger los otros dos porros —dijo—. Si todavía están allí. —Chasqueó los dedos—. Déjeme las llaves y lo haré yo mientras se afeita y se viste.

—Iremos juntos —respondí—. Puede que tenga alguna carta.

Asintió con un gesto y, al cabo de un momento, se sentó y encendió otro cigarrillo. Me afeité y me vestí y nos marchamos en el coche de Randall.

Había algunas cartas para mí, pero nada que mereciera la pena. Los dos cigarrillos cortados seguían en el mismo sitio. No daba la sensación de que nadie hubiera registrado el despacho.

Randall se apoderó de los dos pitillos rusos, olisqueó el tabaco y se los guardó en el bolsillo.

—Amthor consiguió de usted una de las tarjetas —murmuró—. Como no había nada escrito en tinta invisible, decidió olvidarse de las otras. Tengo la impresión de que no está muy asustado; pensó, sencillamente, que trataba usted de hacerle una jugada. Vamos.