El cuarto de estar tenía una alfombra marrón con dibujos, sillas de color blanco y rosa, una chimenea de mármol negro con morillos de latón, altas librerías empotradas en las paredes y ásperas cortinas de color crema sobre las venecianas bajadas.
No había nada femenino en la habitación a excepción de un espejo de cuerpo entero con un buen trozo de suelo delante, totalmente despejado.
Yo estaba medio tumbado en un sillón muy hondo con las piernas sobre un escabel. Me había tomado dos tazas de café solo, luego una copa, después huevos pasados por agua y una tostada y finalmente algo más de café con brandy añadido. Todo eso había sucedido en el comedor, pero ya no me acordaba del aspecto que tenía. Había pasado demasiado tiempo.
Me hallaba otra vez en buena forma. Casi sobrio, mi estómago iba camino de la tercera base en lugar de correr hacia el mástil del centro del campo.
Anne Riordan estaba frente a mí, inclinada hacia adelante, la agradable barbilla descansando en una mano no menos agradable, los ojos oscuros en sombra bajo el ahuecado cabello rojizo castaño. Llevaba un lápiz metido en el pelo. Parecía preocupada. Le había contado algo de lo sucedido, pero no todo. De manera especial, no le había dicho nada sobre Moose Malloy.
—Pensé que estabas borracho —dijo—. Pensé que te habías emborrachado antes de venir a verme. Pensé que habías salido con la rubia esa. Pensé… No sé lo que pensé.
—Apuesto a que no has conseguido todo esto con lo que escribes —dije, mirando a mi alrededor—. Ni aunque te pagaran por contar lo que crees que piensas.
—Tampoco mi padre lo consiguió aprovechándose de otros policías —dijo—. Como ese cerdo panzudo que tienen ahora por jefe.
—No es asunto mío —respondí.
—Teníamos algunas parcelas en Del Rey. Unos terrenos arenosos que mi padre compró engañado. Pero luego resultó que había petróleo.
Hice un gesto de asentimiento con la cabeza y bebí otro sorbo de un agradable vaso de cristal tallado. Lo que había dentro tenía un reconfortante sabor cálido.
—A nadie le costaría trabajo instalarse aquí —dije—. Trasladarse sin más. Con todo preparado.
—Si el tal nadie fuera de ese tipo de personas. Y si alguien quisiera que lo hiciese —dijo ella.
—Falta el mayordomo —respondí—. Eso lo hace más duro.
Anne enrojeció.
—Pero tú… prefieres que te machaquen la cabeza, que te acribillen el brazo inyectándote droga y que utilicen tu barbilla como tablero en un partido de baloncesto. Como si no tuviéramos ya suficiente violencia.
No respondí. Estaba demasiado cansado.
—Al menos —dijo—, tuviste la suficiente cabeza para mirar en las boquillas. Por las cosas que dijiste en Aster Drive, pensé que no te habías enterado de nada.
—Esas tarjetas carecen de valor.
Me fulminó con la mirada.
—¿Te sientas ahí y te atreves a decirme eso después de que el tal Amthor haya hecho que dos policías deshonestos te den una paliza y te metan en una cura antialcohólica durante dos días para enseñarte a que te ocupes de tus asuntos? La cosa está tan clara que habría que ser cegato perdido para no verla.
—Eso tendría que haberlo dicho yo —protesté—. Precisamente mi estilo, que siempre ha sido un poco vulgar. ¿Qué es lo que está tan claro?
—Que esa elegante persona con poderes paranormales no es más que un gánster de postín. Escoge los clientes, obtiene la información y luego le dice al brazo ejecutivo que salga y consiga las joyas.
—¿De verdad crees eso?
Se me quedó mirando. Terminé lo que tenía en el vaso y puse otra vez cara de estar muy débil. No surtió efecto.
—Claro que lo creo —dijo—. Lo mismo que tú.
—Yo creo que es un poco más complicado.
Su sonrisa resultó amable y ácida al mismo tiempo.
—Discúlpame. Olvidé por un momento que eres detective. Tiene que ser complicado, ¿no es cierto? Imagino que un caso sencillo casi resulta indecente.
—Es más complicado —dije.
—Muy bien. Te escucho.
—No lo sé. Es sólo lo que yo pienso. ¿Me puedo tomar otro whisky? Anne se puso en pie.
—¿Sabes? Alguna vez tendrás que probar el agua, aunque sólo sea para divertirte un poco. —Se acercó y recogió mi vaso—. Éste va a ser el último.
Salió de la habitación y en algún sitio tintinearon cubitos de hielo; yo cerré los ojos y escuché aquellos ruiditos sin importancia. Había sido un error venir a casa de Anne. Si mis enemigos sabían tanto de mí como yo imaginaba, quizá aparecieran por allí buscándome. Y eso sería un desastre.
Mi anfitriona regresó con el vaso y sus dedos, fríos por el contacto con el vaso, tocaron los míos; los retuve un momento y luego los dejé ir lentamente, como se deja ir un sueño cuando te despiertas con el sol en la cara y has estado en un valle encantador.
Anne se ruborizó, volvió a su silla, se sentó y se dedicó con gran detenimiento a colocarse como es debido.
Luego encendió un cigarrillo mientras me miraba beber.
—Amthor es un caballerete bastante despiadado —dije—. Pero de todos modos no lo veo como cerebro de una banda de ladrones de joyas. Quizá esté equivocado. Si lo fuese y pensara que yo tenía algo contra él, no creo que hubiera salido con vida de la clínica. Pero es, sin duda, un individuo que tiene cosas que ocultar. No se puso realmente duro hasta que empecé a farfullar sobre tinta invisible.
Anne me miró sin alterarse.
—¿Era cierto?
Sonreí.
—Si la había, yo no llegué a leerla.
—Es una manera curiosa de esconder observaciones desagradables sobre una persona, ¿no te parece? En boquillas de cigarrillos. Supongamos que nadie las encontrara.
—Lo importante, en mi opinión, es que Marriott tenía miedo y pensó que, si algo le sucedía, se encontrarían las tarjetas. La policía habría mirado con lupa todo lo que tuviera en los bolsillos. Eso es lo que me desconcierta. Si Amthor es un delincuente, no habría quedado nada para que la policía lo encontrara.
—¿Quieres decir si Amthor lo asesinó o hizo que lo asesinaran? Pero quizá lo que Marriott sabía sobre Amthor no tuviera relación directa con el asesinato.
Me incliné hacia atrás, apoyándome en el respaldo del sillón, terminé el whisky y puse cara de estar pensando en lo que mi anfitriona acababa de decir. Luego asentí con la cabeza.
—Pero el robo de las joyas sí que estaba relacionado con el asesinato. Y damos por sentado que Amthor tenía que ver con ese robo.
Sus ojos adquirieron un aire travieso.
—Apuesto a que no te encuentras nada bien —dijo—. ¿No te gustaría acostarte?
—¿Aquí?
Enrojeció hasta la raíz del pelo. Sacó barbilla.
—De eso se trata. No soy una niña. ¿A quién demonios le importa lo que hago o cuándo o cómo?
Dejé el vaso y me puse en pie.
—Uno de mis raros ataques de delicadeza se está apoderando de mí en este momento —afirmé—. ¿Te importaría llevarme hasta una parada de taxis, si no estás demasiado cansada?
—Maldito tonto —dijo muy enfadada—. Lo dejan hecho fosfatina y le inyectan sólo Dios sabe cuántas clases de estupefacientes, pero todo lo que necesita es dormir una noche para levantarse temprano con la sonrisa en los labios y empezar de nuevo a ser detective.
—Tenía intención de dormir un poco más de lo habitual.
—¡Deberías estar en un hospital, estúpido!
Me estremecí.
—Escucha —dije—. Esta noche no tengo la cabeza muy clara y no creo que deba quedarme aquí mucho tiempo. Carezco de pruebas contra esa gente, pero parece que no les caigo bien. Todo lo que yo pueda decir sería mi palabra contra la de las fuerzas del orden, y en esta población las fuerzas del orden parecen bastante corruptas.
—Es una ciudad donde se vive bien —dijo ella con energía y de manera un poco entrecortada—. No se puede juzgar…
—De acuerdo, es una ciudad donde se vive bien. También lo es Chicago. Cualquiera puede vivir allí mucho tiempo sin ver una metralleta. Seguro que aquí se vive bien. Probablemente no es más corrupta que Los Ángeles. Pero en el caso de una gran ciudad, sólo se puede comprar una parte. En el caso de una población de este tamaño, es posible comprarla entera, con el embalaje original e incluso envuelta en celofán. Ésa es la diferencia. Y eso hace que me quiera marchar.
Se puso en pie y me enseñó la barbilla con aire autoritario.
—Te vas a ir a la cama ahora mismo. Tengo un dormitorio para invitados donde te puedes instalar y…
—¿Prometes cerrar tu puerta con llave?
Volvió a ruborizarse y se mordió el labio.
—A ratos me pareces una persona excepcional —dijo—, y otras el peor sinvergüenza que he conocido nunca.
—En cualquiera de los dos casos, ¿tendrás la amabilidad de llevarme a un sitio donde pueda coger un taxi?
—Te vas a quedar aquí —dijo con tono cortante—. No estás en condiciones de marcharte. Eres un enfermo.
—No estoy tan enfermo como para que alguien no intente sacarme información —dije con intención de molestarla.
Anne abandonó tan deprisa el cuarto que estuvo a punto de caerse en los dos escalones que llevaban al vestíbulo. Casi antes de haberse ido regresó sin sombrero pero con un largo abrigo de franela sobre el traje sastre; su pelo rojizo daba la misma sensación de enojo que su cara. Luego abrió una puerta lateral arrancándola casi, salió de un salto y sus pasos repiquetearon sobre el asfalto de la entrada para el coche. La puerta de un garaje hizo un suave ruido al levantarse. Luego se abrió la portezuela de un coche que enseguida se cerró de golpe. Chirrió el motor de arranque, el automóvil se puso en marcha y brilló la luz de los faros más allá de la puertaventana del cuarto de estar, que había quedado abierta.
Recogí mi sombrero, que estaba sobre una silla, apagué un par de lámparas y vi que la puertaventana tenía una cerradura Yale. Volví la vista un momento antes de cerrar. Era una habitación muy agradable. Sería muy agradable estar allí en zapatillas.
Cerré la puerta, el cochecito se colocó a mi altura y di la vuelta por detrás para entrar.
Anne me llevó hasta mi casa sin abrir la boca, furiosa. Cuando me apeé delante de mi apartamento, me dio las buenas noches con voz helada, hizo un giro de 180 grados con el coche a mitad de la manzana y ya había desaparecido antes de que yo sacara las llaves del bolsillo.
Mi edificio de apartamentos lo cierran a las once. Crucé el vestíbulo, que siempre huele a húmedo, hasta llegar a las escaleras y al ascensor, que utilicé para subir a mi apartamento. Iluminaban el corredor unas luces muy deprimentes. Botellas de leche hacían guardia ante las entradas de servicio. Al fondo se distinguía la puerta roja contra incendios, con una sección de tela metálica que dejaba pasar una mínima corriente de aire que nunca eliminaba por completo el olor a comida. Me hallaba en casa, en un mundo en reposo, tan inofensivo como un gato dormido.
Abrí la puerta de mi apartamento, entré y aspiré el olor, de pie junto a la puerta, durante algún tiempo, antes de encender la luz. Un olor casero, a polvo y a humo de tabaco, el olor de un mundo donde seres humanos viven y se esfuerzan por seguir viviendo.
Me desnudé y me metí en la cama. Tuve pesadillas y me desperté varias veces sudando. Pero por la mañana había vuelto a ser el mismo de siempre.