Estaba en un despacho, ni grande ni pequeño, con aspecto decididamente profesional. Una librería con puertas de cristal y llena de pesados volúmenes. Un armarito de metal esmaltado de blanco, con muchas jeringuillas y agujas hipodérmicas, algunas de las cuales estaban siendo esterilizadas. Un amplio escritorio con un secante, un abrecartas de bronce, pluma y tintero, una agenda y muy poco más, a excepción de los codos de un hombre que meditaba, el rostro entre las manos.
Entre los dedos amarillentos y separados vi cabellos como de arena húmeda, tan lisos que parecían pintados sobre el cráneo. Di tres pasos más, y los ojos debieron dirigirse más allá de la mesa y advertir el movimiento de mis zapatos. El ocupante del despacho alzó la cabeza y me miró. Hundidos ojos incoloros en un rostro semejante a pergamino. Separó las manos, se reclinó lentamente en el asiento y me miró sin expresión alguna.
Acto seguido extendió las manos en un gesto de impotencia pero, al mismo tiempo, de desaprobación; cuando se posaron sobre la mesa, una de ellas quedó muy cerca de uno de los ángulos.
Di dos pasos más y le enseñé la cachiporra. Pero el índice y el anular siguieron moviéndose hacia el ángulo de la mesa.
—El timbre —dije—, no le servirá de nada hoy. He retirado de la circulación a su matón.
Sus ojos parecieron aletargarse.
—Ha estado usted muy enfermo, señor mío. Francamente enfermo. No le puedo aconsejar todavía que se levante y camine.
—La mano derecha —dije. Se la golpeé con la cachiporra, y el brazo se dobló sobre sí mismo como una serpiente herida.
Di la vuelta a la mesa con una sonrisa en los labios aunque no había motivo alguno para sonreír. El ocupante del despacho tenía un arma en el cajón, por supuesto. Siempre la tienen y siempre la sacan demasiado tarde, si es que llegan a hacerlo. Se la quité. Era una 38 automática, un modelo estándar, no tan buena como la mía, pero los proyectiles me servían. No parecía que hubiera más balas en el cajón. Empecé a extraer el cargador.
Advertí un movimiento indeciso, los ojos siempre hundidos y llenos de tristeza.
—Quizá tenga otro timbre debajo de la alfombra —dije—. Quizá suene en el despacho del jefe de policía. No lo utilice. Durante una hora voy a ser un tipo muy duro. Si alguien entra por esa puerta irá a parar directamente a un ataúd.
—No hay ningún timbre debajo de la alfombra —dijo. Su acento extranjero era casi imperceptible.
Terminé de extraer el cargador y lo cambié por el mío. Saqué el proyectil que estaba en la recámara y dejé su pistola sobre la mesa. Hice subir uno a la recámara de la mía y me situé otra vez del otro lado del escritorio.
La puerta tenía un picaporte de resbalón. Retrocedí, la empujé para cerrarla y esperé hasta oír el clic. También tenía un pestillo, y lo eché.
Volví junto al escritorio y me senté en una silla, con lo que consumí los últimos gramos de energía que me quedaban.
—Whisky —dije.
Mi interlocutor empezó a mover las manos.
—Whisky —repetí.
Fue al armario de los medicamentos y sacó una botella plana —con su timbre de hacienda de color verde— y un vaso.
—Dos vasos —dije—. He probado su whisky una vez y casi llego volando hasta la isla Catalina.
Buscó un segundo vaso, rompió el sello de la botella y llenó los dos.
—Usted primero —dije.
Sonrió débilmente y alzó uno de los vasos.
—A su salud, señor mío…, lo que le queda de ella.
Bebió él y bebí yo. Eché mano a la botella, me la puse cerca y esperé a que el calor tibio me llegara al corazón. Poco después empezó a latir con violencia, pero estaba de nuevo en mi pecho y no colgando de un hilo.
—He tenido una pesadilla —dije—. Una cosa muy tonta. Soñé que me ataban a un catre, que me inyectaban droga a tope y que estaba encerrado en una habitación con barrotes en las ventanas. Llegué a estar muy débil. Dormí. Carecía de alimentos. Era un hombre enfermo. Primero me habían atizado en la cabeza y luego me trajeron a un sitio donde me hicieron todo eso. Se tomaron muchas molestias y no soy tan importante.
El individuo sentado al otro lado de la mesa no dijo nada. Sólo me contemplaba. Parecía estar considerando cuánto tiempo me quedaba de vida.
—Me desperté en una habitación llena de humo —dije—. No era más que una alucinación, irritación del nervio óptico o cualquier otra cosa que un profesional como usted quiera llamarle. En lugar de culebras de color rosa veía humo. De manera que grité y un tipo duro con bata blanca entró y me enseñó una cachiporra. Me llevó mucho tiempo prepararme para quitársela. Conseguí sus llaves y mi ropa y hasta recuperé mi dinero, sacándoselo del bolsillo. De manera que aquí estoy. Completamente curado. ¿Qué ha dicho?
—No he hecho ninguna observación —dijo.
—Las observaciones quieren que usted las haga —dije yo—. Están con la lengua fuera esperando a ser dichas. Esto que ve usted aquí… —agité ligeramente la cachiporra— puede resultar muy convincente. Tuve que pedírselo prestado a cierto individuo.
—Haga el favor de dármelo al instante —dijo, con una sonrisa que llegaría a gustarle a cualquiera. Era como la sonrisa del verdugo cuando viene a tu celda a medirte para ver a qué altura hay que colocar el lazo de la horca. Entre amistosa y paternal, y un tanto precavida al mismo tiempo. Llegaría a gustarle a cualquiera si estuviese seguro de ir a vivir lo bastante.
Le puse la cachiporra en la palma de la mano, la izquierda.
—Ahora la pistola, por favor dijo. Ha estado usted muy enfermo, señor Marlowe. Tendré que insistir en que vuelva usted a la cama.
Lo miré fijamente.
—Soy el doctor Sonderborg —dijo—, y no voy a permitir más locuras.
Dejó la cachiporra sobre la mesa. Su sonrisa tenía la tiesura de un pez congelado. Sus largos dedos hicieron movimientos de mariposas agonizantes.
—La pistola, por favor —dijo con suavidad—. Le aconsejo con la mayor firmeza…
—¿Qué hora es, alcaide?
Pareció ligeramente sorprendido. Yo llevaba reloj de pulsera pero se había quedado sin cuerda.
—Casi medianoche, ¿por qué?
—¿Qué día de la semana?
—Carece de importancia, mi querido señor… Domingo, por supuesto.
Me apoyé contra el escritorio y traté de pensar, manteniendo la pistola lo bastante cerca como para que el doctor Sonderborg tuviera tentaciones de apoderarse de ella.
—Más de cuarenta y ocho horas. No me sorprende que haya tenido ataques. ¿Quién me trajo aquí?
Mientras me miraba fijamente su mano izquierda empezó a avanzar poco a poco hacia la pistola. Pertenecía sin duda a la Sociedad de la Mano Errabunda. Seguro que las chicas habían tenido más de un problema con él.
—No me obligue a enfadarme —protesté—. No me haga perder mis buenos modales y mi inglés impecable. Dígame tan sólo cómo llegué aquí.
Tenía valor. Echó mano a la pistola, pero ya no estaba allí. Me recosté en la silla y me la coloqué sobre el regazo.
El doctor Sonderborg enrojeció, echó mano a la botella de whisky, se llenó el vaso y lo apuró muy deprisa. Respiró hondo y tuvo un escalofrío. No le gustaba el sabor del whisky. Es algo que les pasa siempre a los drogadictos.
—Lo detendrán de inmediato si sale de aquí —dijo con tono cortante—. Ha sido usted debidamente internado por un agente de la ley…
—Los agentes de la ley no están autorizados para eso.
Aquello le afectó un poco. Su rostro amarillento empezó a contraerse.
—Decídase y cuéntemelo —dije—. Quién me ha traído aquí, por qué y cómo. Estoy de un humor extraño. Me noto con ganas de ir a bailar entre la espuma de las olas. Oigo la llamada de las almas en pena. Hace una semana que no disparo contra nadie. Confiese, doctor Fell. Puntee la antigua viola, que fluya la música más suave.
—Sufre usted un envenenamiento por estupefacientes —dijo con frialdad—. Ha estado a punto de morir. Tuve que darle digital en tres ocasiones. Luchó, gritó y fue necesario sujetarlo. —Sus palabras salían tan deprisa de su boca que se adelantaban unas a otras—. Si abandona mi hospital en estas condiciones, tendrá problemas graves.
—¿Ha dicho usted que era médico? ¿Doctor en medicina?
—Por supuesto. Soy el doctor Sonderborg, como le he dicho antes.
—Nadie grita ni lucha en el caso de un envenenamiento por estupefacientes, doctor. Sencillamente permanece en coma. Inténtelo de nuevo. Y resúmalo. Sólo quiero lo esencial. ¿Quién me ha traído a esta casa de orates suya?
—Pero…
—No me venga con peros. O hago sopas con usted. Lo ahogo en un barril de malvasía. Ya quisiera yo tener un barril de malvasía para ahogarme en él. Shakespeare. También él sabía algo de vinos. Tomemos un poco más de nuestra medicina. —Alcancé su vaso y serví whisky para los dos—. Siga contando, Karloff.
—La policía le trajo aquí.
—¿Qué policía?
—La policía de Bay City, claro está. —Sus inquietos dedos amarillos dieron vueltas al vaso—. Esto es Bay City.
—Ah. ¿Tenían nombre esos policías?
—Un tal sargento Galbraith, creo. No es uno de los habituales de los coches patrulla. Otro detective y él lo encontraron a usted deambulando por los alrededores de esta casa, aturdido, el viernes por la noche. Lo trajeron aquí porque era el sitio más cercano. Pensé que era usted un drogadicto que había tomado una sobredosis. Pero quizá estuviera equivocado.
—Es una buena historia. No estoy en condiciones de demostrar que es falsa. Pero ¿por qué mantenerme aquí dentro?
Extendió sus manos inquietas.
—Le he dicho una y otra vez que era un hombre muy enfermo y que lo sigue siendo. ¿Qué habría esperado usted que hiciera?
—En ese caso le debo dinero.
Se encogió de hombros.
—Naturalmente. Doscientos dólares.
Empujé un poco hacia atrás mi silla.
—Una miseria. Venga a buscarlo.
—Si se marcha ahora —dijo con tono cortante—, lo detendrán de inmediato.
Me incliné sobre la mesa y le eché el aliento en la cara.
—Sólo por salir de aquí, no creo, Karloff. Abra la caja de caudales que tiene en la pared.
Se puso en pie con un movimiento felino.
—Esto ha ido ya demasiado lejos.
—¿No quiere abrirla?
—Por supuesto que no.
—Es una pistola lo que tengo en la mano.
Sonrió sin apenas separar los labios y con amargura.
—Es una caja de caudales francamente grande —dije—. Nueva, además. Y esta pistola es excelente. ¿No la va a abrir?
Nada cambió en su cara.
—Maldita sea —dije—. Cuando uno tiene una pistola en la mano, se supone que la gente hace lo que se le dice. No funciona, ¿verdad que no?
El doctor Sonderborg sonrió. Había un placer sádico en aquella sonrisa. Yo perdía pie. Estaba a punto de derrumbarme.
Me apoyé con dificultad en la mesa mientras él esperaba, los labios ligeramente abiertos.
Me quedé allí durante mucho tiempo, mirándole a los ojos. Luego sonreí y a él se le cayó la sonrisa de la cara como un trapo viejo. En la frente le aparecieron gotas de sudor.
—Hasta la vista —me despedí—. Lo dejo en manos más sucias que las mías. Retrocedí de espaldas hasta la puerta, la abrí y salí.
La entrada principal no estaba cerrada con llave. La casa tenía un porche cubierto. En el jardín abundaban las flores. Había una cerca blanca y un portón. La finca ocupaba una esquina de la calle. Era una noche fresca y húmeda, sin luna.
Fuera, el letrero decía calle Descanso. Manzana adelante había casas iluminadas. Escuché para ver si oía la sirena de un coche de la policía, pero no apareció ninguno. El otro letrero decía calle 23. Me dirigí con dificultad hacia la calle 25 y, una vez en ella, hacia la manzana de los ochocientos. El 819 era el número de la casa de Anne Riordan. Un refugio.
Llevaba ya mucho tiempo andando cuando me di cuenta de que aún empuñaba la pistola. Y seguía sin oír sirenas.
Continué andando. El aire me sentó bien, pero el whisky se estaba muriendo y se retorció antes de morir. Había abetos a todo lo largo de la manzana, y casas de ladrillo con más aspecto de edificios de Seattle que del sur de California.
Aún encontré una luz encendida en el número 819. La casa disponía de un garaje diminuto, aplastado contra un seto muy alto de cipreses. Había rosales delante de la casa. Entré por el camino que llevaba hasta la puerta y escuché antes de tocar el timbre. Seguía sin oírse el gemido de las sirenas. Al cabo de algún tiempo una voz habló con dificultad a través de uno de esos ingenios eléctricos que permiten hablar mientras la puerta principal está aún cerrada.
—¿Quién es?
—Marlowe.
Tal vez contuvo el aliento o fue sólo que el aparato eléctrico, al desconectarlo, hizo un sonido que se le parecía.
La puerta se abrió de par en par, y la señorita Anne Riordan, con un traje sastre verde claro, se me quedó mirando. Asustada, los ojos se le abrieron mucho. Su rostro, bajo el resplandor de la luz del porche, perdió color de repente.
—Dios mío —gimió—. ¡Pareces el fantasma del padre de Hamlet!