La habitación estaba llena de un humo que permanecía inmóvil en el aire, en líneas delgadas, rectas, como una cortina de cuentecitas de color claro. Dos ventanas parecían estar abiertas en la pared más lejana, pero el humo no se movía. Era una habitación desconocida. Las ventanas tenían barrotes.
Estaba atontado, incapaz de pensar, con la sensación de haber dormido un año entero. Pero el humo me molestaba. Tumbado boca arriba pensé en ello. Después de mucho tiempo hice una inspiración profunda y me dolieron los pulmones.
—¡Fuego! —grité.
Aquello me hizo reír. No sé qué era lo que tenía de divertido, pero empecé a reírme. Me reí tumbado en la cama y no me gustó cómo sonaba. Era la risa de un chiflado.
Un solo grito fue suficiente. Se oyeron pasos rápidos y decididos en el exterior, una llave se introdujo en la cerradura y la puerta se abrió de golpe. Entró un individuo de un salto y de costado y acto seguido cerró la puerta. Luego se llevó la mano derecha a la cadera.
Era un tipo bajo y robusto con una bata blanca. Sus ojos tenían un aire extraño, muy negros y sin expresión. Bolsas de piel gris le agrandaban las ojeras. Volví la cabeza sobre la dura almohada y bostecé.
—No lo tengas en cuenta, Jack. Se me escapó —dije.
Se inmovilizó, frunciendo el ceño, la mano derecha flotando sobre la cadera. Rostro verdoso y malévolo, ojos negros sin expresión, piel grisácea o blancuzca y una nariz que sólo parecía una cáscara.
—Quizá quiere un poco más de camisa de fuerza —dijo con sorna.
—Estoy bien, Jack. Francamente bien. He dormido un buen rato. Y he soñado un poco, imagino. ¿Dónde estoy?
—Donde le corresponde.
—Parece un sitio agradable —dije—. Gente agradable, buen ambiente. Creo que me voy a echar otra siestecilla.
—Será mejor que sólo haga eso —gruñó.
Se marchó, cerrando la puerta. Sonó la llave en la cerradura. Los pasos se alejaron hasta perderse.
Pero la visita de mi carcelero no había mejorado nada la cuestión del humo, que seguía colgando en medio de la habitación, atravesándola toda. Como una cortina. Ni se disolvía, ni se alejaba flotando, ni se movía. Había aire en el cuarto y lo sentía en la cara. Pero no sentía el humo. Era un entramado gris tejido por mil arañas. Me pregunté cómo habían conseguido que trabajaran todas en equipo.
Pijama de franela. Del tipo que usan en el hospital del distrito. No se abrochaba por delante y no tenía ni una puntada más de las estrictamente necesarias. Tela áspera, basta. El cuello me rozaba la garganta, aún dolorida. Empecé a recordar cosas. Me palpé los músculos del cuello. Aún me dolían. Sólo a un indio, pum. De acuerdo, Hemingway. ¿De manera que quieres ser detective? Ganar dinero en abundancia. En nueve fáciles lecciones. Proporcionamos placa sin costo adicional. Por cincuenta centavos más le mandamos un braguero.
La garganta me dolía, pero los dedos que la palpaban no sentían nada. Podrían haber sido un racimo de plátanos. Los miré. Parecían dedos. No era suficiente. Dedos contra reembolso. Debían de haber llegado con la placa y el braguero. Y con el diploma.
Era de noche. Del otro lado de las ventanas reinaba la oscuridad. Un cuenco de porcelana translúcida colgaba del centro del techo por tres cadenas de latón. Dentro había luz y tenía, por todo el borde, pequeños bultos de color naranja y azul, alternativamente. Me dediqué a contemplarlos. Estaba cansado del humo. Mientras los miraba empezaron a abrirse como pequeños ojos de buey y de dentro salieron cabezas. Cabecitas diminutas, pero vivas, cabezas como de muñequitos, pero vivas. Una era la de un individuo con gorra de marino y nariz de bebedor, otra la de una rubia de cabellos suaves y sedosos con una pamela y una tercera la de un sujeto muy flaco con una corbata de lazo torcida. Parecía un camarero de restaurante barato en una playa. Abrió la boca y dijo con sorna: «¿El filete le gusta poco hecho, caballero?».
Cerré los ojos con fuerza y cuando volví a abrirlos sólo había un cuenco de imitación de porcelana colgado de tres cadenas de latón.
Pero el humo seguía colgando inmóvil del aire en movimiento.
La esquina de una sábana muy áspera me sirvió para limpiarme el sudor de la cara con los dedos insensibles que la academia por correspondencia me había enviado después de nueve fáciles lecciones, la mitad por adelantado, apartado de correos dos millones cuatrocientos sesenta y ocho mil novecientos veinticuatro, Cedar City, Iowa. Loco. Me había vuelto completamente loco.
Me senté en la cama y al cabo de un rato pude bajar al suelo los pies descalzos, en los que sólo sentía pinchazos como de alfileres. El mostrador de mercería a la izquierda, señora. Imperdibles de tamaño gigante a la derecha. Los pies empezaron a notar el suelo. Me puse en pie. La distancia era excesiva. Me agaché, respirando hondo y agarrado al borde de la cama, mientras una voz que parecía salir de debajo repetía una y otra vez: «Ya has llegado al delirium tremens…».
Empecé a andar, tambaleándome como un borracho. Había una botella de whisky sobre una mesita esmaltada de blanco entre las dos ventanas con barrotes. La forma era la adecuada. Parecía estar medio llena. Fui hacia ella. Hay muchísima gente buena en el mundo, pese a todo. Quizá refunfuñes cuando lees el periódico por la mañana y le des patadas en las espinillas al tipo en la butaca de al lado en el cine y te sientas mezquino y desalentado y desprecies a los políticos, pero de todos modos hay mucha gente buena en el mundo. Piensa, sin ir más lejos, en la persona que dejó esa botella de whisky medio llena. Tenía un corazón tan grande como una de las caderas de Mae West.
La agarré con las dos manos —todavía insensibles a medias— y me la llevé a la boca, sudando como si levantara un extremo del Golden Gate.
Me eché al coleto un trago muy largo y poco preciso. Luego volví a dejar la botella con todo el cuidado del mundo y traté de lamerme por debajo de la barbilla.
El whisky tenía un sabor curioso. Mientras me daba cuenta de que tenía un sabor curioso vi un lavabo encastrado en una esquina. Conseguí llegar. Por los pelos. Vomité. El mejor jugador de béisbol del mundo no ha arrojado nunca con más entusiasmo.
Fue pasando el tiempo en un paroxismo de náuseas, mareo, aturdimiento, de agarrarme al borde del lavabo y de emitir sonidos animales pidiendo ayuda.
Lo superé y pude volver a trompicones hasta la cama, tumbarme de espaldas y quedarme allí, jadeante, contemplando el humo. El humo no era una cosa tan clara. No era una cosa tan real. Quizá era algo que tenía yo detrás de los ojos. Y luego, de repente, ya no estaba allí en absoluto y la luz de la lámpara de porcelana dibujaba con nitidez todos los contornos de la habitación.
Volví a incorporarme. Había una pesada silla de madera pegada a la pared cerca de la puerta. Y otra puerta además de la que había utilizado para entrar el individuo de la bata blanca. Probablemente la puerta de un armario. Era incluso posible que estuviera allí mi ropa. El suelo se hallaba cubierto por un linóleo a cuadros verdes y grises. Las paredes, pintadas de blanco. Una habitación limpia. El lecho donde me encontraba era una estrecha cama de hospital con armazón de hierro, más baja que de ordinario, y sólidas correas de cuero con hebillas sujetas a los lados, a la altura a la que suelen situarse las muñecas y los tobillos de una persona.
Era una habitación estupenda…, para salir zumbando.
A mi cerebro le llegaban ya sensaciones de todo el cuerpo, dolores en la cabeza, la garganta y el cuello. No recordaba que me hubiera sucedido nada en el brazo. Me subí la manga del pijama de algodón y lo miré, aunque todo lo veía borroso. La piel estaba llena de pinchazos desde el codo hasta el hombro. Alrededor de cada pinchazo había un círculo descolorido, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos.
Droga. Me habían inyectado droga hasta las cejas para que no alborotase. Quizá también escopolamina, para hacerme hablar. Me habían dado demasiada droga en muy poco tiempo. Me estaba costando Dios y ayuda salir de aquel estado. Algunas personas lo consiguen, otras no. Todo depende de tu constitución. Droga.
Aquello explicaba el humo, las cabecitas en el borde de la lámpara, las voces, las ideas descabelladas, las correas, los barrotes y los dedos y los pies insensibles. El whisky era probablemente parte de un tratamiento de cuarenta y ocho horas para algún alcohólico. Lo habían dejado en la habitación para que no echara nada de menos.
Me puse en pie y estuve a punto de chocar con la pared que tenía delante. Aquello hizo que me tumbara y que respirase suavemente durante mucho rato. Tenía un hormigueo por todo el cuerpo y sudaba profusamente. Sentía cómo se me formaban gotitas de sudor en la frente y luego se deslizaban despacio y con mucho cuidado por los lados de la nariz hasta las comisuras de la boca. Y mi lengua las lamía sin saber por qué.
Luego me incorporé una vez más en la cama, puse los pies en el suelo y finalmente me levanté.
—De acuerdo, Marlowe —dije entre dientes—. Eres un tipo duro. Un metro ochenta de acero templado. Ochenta kilos en cueros y con la cara lavada. Buenos músculos y buen fajador. Puedes salir adelante. Te han dado dos veces con una cachiporra, casi te estrangulan y te han hecho papilla la mandíbula con la culata de un revólver. Te han inyectado opio hasta las cejas y te han mantenido la dosis hasta volverte tan loco como un rebaño de cabras. ¿Y a qué se reduce todo eso? Al pan nuestro de cada día. Vamos a ver si eres capaz de hacer algo realmente difícil, como ponerte los pantalones.
Volví a tumbarme en la cama.
Siguió pasando el tiempo. No sé cuánto. No tenía reloj. De todos modos no se hacen relojes para medir esa clase de tiempo.
Me senté en la cama. Todo aquello empezaba a estar un poco visto. Me puse en pie y comencé a andar. No resultaba nada divertido. Hacía que el corazón me diera saltos como un gato asustado. Mejor tumbarse y volver a dormir. Mejor tomárselo con calma durante un rato. No estás en forma, socio. De acuerdo, Hemingway, estoy débil. No podría derribar un florero ni rasgar una cuartilla.
No importa. Estoy andando. Soy duro. Voy a marcharme de aquí.
Volví a tumbarme en la cama.
La cuarta vez fue un poco mejor. Crucé la habitación, ida y vuelta, dos veces. Me llegué hasta el lavabo, lo enjuagué, me incliné sobre él y bebí agua con la palma de la mano. Conseguí no devolverla. Esperé un poco y bebí más. Mucho mejor.
Caminé, caminé y seguí caminando.
Al cabo de media hora de andar me temblaban las rodillas pero tenía la cabeza clara. Bebí más agua, grandes cantidades de agua. Casi lloré en el lavabo mientras la estaba bebiendo.
Volví a la cama. Era una cama deliciosa, hecha con pétalos de rosa. Era la cama más hermosa del mundo. Se la habían quitado a Carole Lombard. Era demasiado blanda para ella. Merecía la pena renunciar al resto de mi vida por un par de minutos tumbado en ella. Hermosa cama blanda, sueño maravilloso, hermosos ojos cerrándose y párpados cayendo y el suave sonido de la respiración y la oscuridad y el descanso hundido en mullidas almohadas…
Caminé.
Construyeron las Pirámides y se cansaron de ellas y las derribaron y machacaron la piedra para hacer cemento para la presa de Boulder; luego la construyeron, llevaron el agua a Sunny Southland y la utilizaron para provocar una inundación.
Seguí andando mientras pasaba todo aquello. Que no me molestaran. Dejé de andar. Ya estaba en condiciones de hablar con alguien.