Salimos en el piso bajo, recorrimos el estrecho pasillo y llegamos a la puerta de color negro. En el exterior el aire era transparente y seco. Estábamos a altura suficiente para quedar por encima de las ráfagas de agua pulverizada procedentes del océano.
El grandullón seguía llevándome del brazo. Había un automóvil delante de la casa, un sedán corriente de color oscuro, con matrícula distintiva.
—Desmerece de tu categoría —se lamentó mi acompañante mientras abría la portezuela delantera—. Pero un poco de aire fresco te será beneficioso. ¿Te parece bien? No quisiéramos hacer nada que a ti no te gustara, socio.
—¿Dónde está el indio?
Movió un poco la cabeza y me obligó a entrar en el coche. Quedé colocado a la derecha del conductor.
—Sí, claro, el indio —dijo—. Debes dispararle con un arco y una flecha. Es lo que manda la ley. Lo tenemos en la parte trasera del coche.
Miré hacia atrás. La parte trasera estaba vacía.
—No lo veo, demonios —dijo el grandullón—. Alguien nos lo ha birlado. Ya no se puede dejar nada en un coche que no esté cerrado con llave.
—Date prisa —dijo el del bigote, instalándose en el asiento de atrás. Hemingway dio la vuelta en torno al automóvil y consiguió meter todo el estómago detrás del volante. Puso el motor en marcha. Giramos y descendimos por la avenida flanqueada de geranios silvestres. Del mar se levantó un aire frío. Las estrellas estaban demasiado lejos y no decían nada.
Llegamos al final de la avenida, salimos a la carretera con firme de cemento y seguimos descendiendo sin prisa.
—¿Cómo es que no has traído tu coche, socio?
—Amthor mandó a buscarme.
—¿Por qué tendría que hacer eso, socio?
—Habrá sido porque quería verme.
—Este tipo no es tonto —dijo Hemingway—. Saca conclusiones.
Escupió a un lado de la carretera, tomó muy bien una curva y dejó que el coche descendiera a su ritmo por la colina.
—El señor Amthor dice que tú le llamaste por teléfono y le pediste dinero. De manera que supuso que más le valía echarle un ojo al tipo con el que iba a tratar…, si es que tenía que tratar con él. Así que mandó su coche.
—Porque sabe que va a llamar a unos polis que conoce y que no voy a necesitar el mío para volver a casa —dije—. De acuerdo, Hemingway.
—Vaya, otra vez. Está bien. Bueno, tiene un dictáfono debajo de la mesa y su secretaria lo pone todo por escrito y cuando llegamos se lo lee al señor Blane, aquí presente.
Me volví para mirar al señor Blane. Fumaba tranquilamente su puro, como si llevara puestas las zapatillas. Él no me miró a mí.
—Leyó lo que le vino en gana —dije yo—. Más bien un texto que tienen preparado para un caso como éste.
—Quizá te apetezca contarnos por qué querías ver a ese caballero —sugirió Hemingway cortésmente.
—¿Quiere decir mientras todavía conservo parte de la cara?
—Vaya, nosotros no somos gente de esa clase —dijo, acompañando la frase de un gesto muy amplio.
—Conoce usted muy bien a Amthor, ¿no es cierto, Hemingway?
—Creo que el señor Blane lo conoce un poco. Yo sólo hago lo que me mandan.
—¿Quién demonios es el señor Blane?
—El caballero del asiento de atrás.
—Y, además de estar en el asiento de atrás, ¿quién demonios es?
—Cielo santo, todo el mundo conoce al señor Blane.
—De acuerdo —dije, sintiéndome de repente muy cansado.
Hubo algún silencio más, nuevas curvas, más cintas de cemento que se enrollaban y desenrollaban, más oscuridad y más dolor.
—Ahora que estamos entre amigos —dijo el grandullón— y no hay señoras delante, no tenemos que dedicarle más tiempo a saber por qué fuiste allá arriba, pero en cambio ese asunto de Hemingway me preocupa de verdad.
—Un chiste —dije—. Un chiste muy muy viejo.
—¿Quién demonios es ese tal Hemingway?
—Un tipo que repite una y otra vez la misma cosa hasta que quien la escucha empieza a creer que se trata de algo bueno.
—Eso debe de llevar una barbaridad de tiempo —dijo el grandullón—. Para ser un detective privado no parece que pienses muy a derechas. ¿Los dientes que llevas son todos tuyos?
—Sí, con algunos empastes aquí y allá.
—Bueno, pues desde luego has tenido suerte, socio.
El tipo sentado detrás dijo:
—Este sitio está bien. Tuerce a la derecha en el primer cruce.
—A la orden.
Hemingway introdujo el sedán por un estrecho camino de tierra que seguía la ladera de la montaña. Avanzamos por allí algo menos de dos kilómetros. El olor a salvia llegó a ser abrumador.
—Aquí —dijo el individuo del asiento de atrás.
Hemingway detuvo el coche y puso el freno de mano. Se inclinó por delante de mí y abrió la portezuela.
—Bueno, ha sido un placer conocerte, socio. Pero no vuelvas. Al menos no por razones de trabajo. Fuera.
—¿Tengo que volver andando a casa desde aquí?
El individuo del asiento de atrás dijo:
—Date prisa.
—Eso es, desde aquí vuelves andando a casa, socio. ¿Te parece un arreglo satisfactorio?
—Seguro; eso me dará tiempo para aclarar unas cuantas cosas. Ustedes, por ejemplo, no son policías de Los Ángeles. Pero uno al menos sí es policía; quizá los dos. Diría que son los dos policías de Bay City. Pero me pregunto por qué están fuera de su territorio.
—¿No va a resultar un poco difícil probarlo, socio?
—Buenas noches, Hemingway.
No me contestó, ni habló ninguno de los dos. Empecé a salir del coche, puse el pie en el estribo y me incliné hacia adelante, todavía un poco mareado.
El tipo sentado atrás hizo de repente un movimiento muy veloz que sentí, más que vi. Un pozo de oscuridad se abrió a mis pies, y era más profundo, mucho más profundo que la más negra de las noches.
Me zambullí en él, pero no tenía fondo.