23

—De acuerdo —dijo el más grande—. Se acabaron los disimulos. Abrí los ojos y alcé la cabeza.

—A la habitación de al lado, socio.

Me levanté, todavía medio en sueños. Fuimos a algún sitio, atravesando una puerta. Una vez allí vi que se trataba de la recepción, con ventanas por todo el perímetro. En el exterior había oscurecido ya.

La mujer con las sortijas de bisutería estaba sentada en su escritorio. En pie, a su lado, había un individuo.

—Siéntate aquí, socio.

Me empujó. Era una silla agradable, recta pero cómoda, aunque yo no estaba de humor para sentarme en ningún sitio. La mujer de la recepción tenía delante un cuaderno abierto y leía en voz alta lo que estaba escrito. Un individuo de corta estatura y avanzada edad, con cara de póquer y bigote gris, la escuchaba.

Amthor, junto a una ventana, de espaldas a la habitación, contemplaba el plácido límite del océano, muy a lo lejos, más allá de las luces del embarcadero, más allá del mundo. Lo contemplaba como si lo amara de verdad. En una ocasión volvió a medias la cabeza para mirarme, y comprobé que se había lavado la sangre de la cara, pero que la nariz no era la primera que yo había visto: ahora abultaba más del doble. Aquello me hizo sonreír, pese a los labios partidos y a todo lo demás.

—¿Te diviertes, socio?

Miré al autor de aquel ruido: lo tenía delante y me había ayudado a llegar hasta donde estaba. Con sus cerca de cien kilos, sus dientes manchados y su suave voz de presentador de circo, no era precisamente una florecilla que se llevara el viento, sino un tipo duro, descarado y comedor de carne roja, que no se dejaba pisar por nadie. La clase de poli que escupe todas las noches en su cachiporra en lugar de decir sus oraciones. Pero había un destello de humor en sus ojos.

Con las piernas bien separadas y mi cartera abierta en una mano, hacía rayas en la piel con la uña del dedo gordo, como si le gustase estropear cosas. Nada más que pequeñeces, si era todo lo que tenía a mano. Pero una cara, probablemente, le divertiría más.

—Un metomentodo, ¿eh, socio? De la gran ciudad perversa, ¿eh? Un poquito de chantaje, ¿no es eso?

Llevaba el sombrero echado hacia atrás y cabello castaño descolorido que el sudor le oscurecía sobre la frente. Sus ojos, donde el humor seguía siendo perceptible, estaban surcados por venillas rojas.

Tenía la garganta como si me la hubieran pasado bajo un rodillo. Alcé una mano para tocármela. El indio, con sus dedos de acero templado.

La mujer morena dejó de leer lo que tenía escrito en su cuaderno y lo cerró. El individuo relativamente pequeño y de más edad, con el bigote gris, asintió con la cabeza y vino a situarse detrás del que me estaba hablando.

—¿Polis? —pregunté, frotándome la barbilla.

—¿Tú qué crees, socio?

Humor de policías. El más pequeño tenía una nube en un ojo y daba la impresión de ver muy poco con él.

—No de Los Angeles —dije, mirándolo—. En Los Ángeles ese ojo le hubiera supuesto jubilarse.

El grandullón me devolvió la cartera. Miré lo que tenía dentro. No me faltaba dinero ni había desaparecido ninguna tarjeta. Todo seguía en su sitio. Aquello me sorprendió.

—Di algo, socio —dijo el grandullón—. Algo que nos haga tomarte cariño.

—Devuélvanme mi revólver.

Mi interlocutor se inclinó un poco hacia adelante y pensó. Se le veía pensar; hacía que le dolieran los callos.

—Que te devolvamos el revólver, ¿no es eso? —Miró de reojo al del bigote gris—. Quiere su revólver —le dijo. Me miró de nuevo—. ¿Y para qué querrías tu revólver, socio?

—Quiero pegarle un tiro a un indio.

—Así que quieres pegarle un tiro a un indio, ¿eh, socio?

—Eso es; sólo a un indio, pum.

Miró de nuevo al del bigote.

—Este tipo es muy duro —le dijo—. Quiere pegarle un tiro a un indio.

—Escuche, Hemingway, no repita todo lo que digo —le reprendí.

—Me parece que este fulano está como una cabra —dijo el grandullón—. Acaba de llamarme Hemingway. ¿No crees que está como un cencerro?

El del bigote mordió el puro que tenía en la boca y no dijo nada. El hombre alto y bien parecido que estaba junto a la ventana se volvió lentamente y dijo sin levantar la voz:

—No me extrañaría que estuviera un poco trastornado.

—No se me ocurre ninguna razón para que me llame Hemingway —dijo el grandullón—. No me llamo Hemingway.

—Yo no he visto ningún revólver —dijo el de más edad.

Los dos miraron a Amthor.

—Está dentro —dijo—. Lo tengo yo. Se lo voy a entregar, señor Blane.

El grandullón se inclinó desde las caderas, dobló un poco las rodillas y me echó el aliento a la cara.

—¿Por qué me has llamado Hemingway, socio?

—Hay señoras delante.

Mi interlocutor se irguió de nuevo.

—Ya lo ves. —Miró al del bigote. El del bigote asintió con la cabeza, se dio la vuelta y se alejó, atravesando la habitación. La puerta de corredera se abrió. Pasó del otro lado y Amthor le siguió.

Hubo un silencio. La mujer morena contempló la superficie de su escritorio y frunció el entrecejo. El grandullón se fijó en mi ceja derecha y movió despacio la cabeza de un lado a otro, incrédulo.

La puerta se abrió de nuevo y el del bigote reapareció. Recogió un sombrero de algún sitio y me lo ofreció. Se sacó mi revólver del bolsillo y me lo pasó. Supe por el peso que estaba vacío. Lo metí en la funda y me puse en pie.

El grandullón dijo:

—Vayámonos, socio. Lejos de aquí. Es posible que un poco de aire sirva para que te recompongas.

—De acuerdo, Hemingway.

—Lo está haciendo otra vez —dijo el grandullón con tristeza—. Llamándome Hemingway porque hay señoras delante. ¿Crees que para él eso es una grosería?

—Date prisa —dijo el del bigote.

El grandullón me cogió del brazo y juntos fuimos hasta el ascensor. Cuando se abrió la puerta, entramos.