22

Di una patada a mi taburete al tiempo que me incorporaba, y saqué la pistola de la funda sobaquera. Pero no sirvió de nada. Llevaba la chaqueta abotonada y fui demasiado lento. Habría resultado demasiado lento, de todos modos, si hubiera tenido que disparar contra alguien.

Se produjo una silenciosa ráfaga de aire y me llegó un olor primitivo. En medio de la más completa oscuridad el indio me golpeó por detrás, sujetándome los brazos a los costados. Luego empezó a levantarme. Aún podría haber sacado el revólver y haber rociado de balas la habitación disparando a ciegas, pero estaba demasiado lejos de cualquier amigo. No me pareció que tuviera sentido hacer una cosa así.

Prescindí del arma y le agarré por las muñecas, grasientas y escurridizas. El indio emitió un sonido gutural y me dejó en el suelo con tanta violencia que tuve la sensación de que iba a saltárseme la tapa de los sesos. Ahora era él quien me sujetaba por las muñecas y no yo a él. Me las retorció muy deprisa por detrás y una rodilla semejante a una rueda de molino se me clavó en la espalda. Me dobló hacia atrás. Se me puede doblar. No soy el edificio del ayuntamiento. El hecho es que me dobló.

Traté de gritar, sólo para pasar el rato. El aliento jadeó en mi garganta pero no pudo salir. El indio me tiró de lado y me hizo una llave mientras caía. Me dominaba por completo. Sentí sus manos en el cuello. A veces me despierto por la noche. Las siento ahí y huelo su olor. Siento los esfuerzos de mi aliento, cada vez más débiles, y sus dedos grasientos que siempre aprietan más. Entonces me levanto de la cama, bebo un whisky y enciendo la radio.

Estaba ya al borde del abismo cuando la luz se encendió de nuevo, color rojo sangre, en razón de la sangre en mis globos oculares y detrás de ellos. Un rostro empezó a flotar delante de mí y una mano me tocó delicadamente, pero las otras siguieron apretándome la garganta. Una voz dijo con suavidad:

—Déjalo respirar…, un poco.

La presión de los dedos del indio disminuyó y conseguí librarme de ellos. Algo que brillaba me golpeó en la mandíbula.

La voz volvió a hablar con suavidad:

—Ponlo de pie.

El indio me puso de pie. Luego me empujó hasta colocarme contra la pared, sujetándome por las dos muñecas.

—Aficionado —dijo la voz sin emoción alguna; luego el objeto brillante, tan duro y amargo como la muerte, me golpeó de nuevo, esta vez en la cara. Algo tibio empezó a gotear. Lo lamí: sabía a hierro y a sal.

Una mano registró primero mi billetero y luego todos mis bolsillos. El cigarrillo envuelto en papel de seda fue encontrado y desenvuelto, hasta desaparecer en algún lugar de la bruma situada delante de mí.

—¿Había tres cigarrillos? —dijo la voz con amabilidad, antes de que el objeto brillante me golpeara de nuevo en la mandíbula.

—Tres —dije tragando saliva.

—¿Exactamente dónde dijo que estaban los otros?

—En mi mesa…, en el despacho.

El objeto brillante me golpeó de nuevo.

—Es probable que mienta…, pero estoy en condiciones de averiguarlo. Unas curiosas lucecitas rojas brillaron delante de mí. La voz dijo: —Apriétale un poco más.

Los dedos de hierro volvieron a mi garganta. Estaba aplastado contra él, contra su olor y los duros músculos de su estómago. Busqué y encontré uno de sus dedos y traté de retorcérselo.

La voz dijo sin inmutarse:

—Asombroso. Está aprendiendo.

El objeto brillante cruzó el aire de nuevo, golpeándome en la mandíbula, en lo que había sido en otro tiempo mi mandíbula.

—Suéltalo. Ya está domesticado —dijo la voz.

Los brazos —fuertes, pesados— que me sujetaban desaparecieron; me incliné hacia adelante y tuve que dar un paso para recobrar el equilibrio. Amthor sonreía apenas, como perdido en ensoñaciones, delante de mí. Su mano, delicada, casi femenina, empuñaba mi pistola, con la que me apuntaba al pecho.

—Podría educarlo —dijo, con su voz siempre suave—, pero ¿de qué serviría? Un sucio hombrecillo en un sucio mundo insignificante. Ningún barniz conseguiría disimular tanta porquería. ¿No es cierto? —Sonrió de nuevo, con verdadera elegancia.

Lancé un puño contra su sonrisa con toda la fuerza que me quedaba.

No lo hice demasiado mal, teniendo en cuenta las circunstancias. Amthor se tambaleó y le salió sangre por las dos ventanas de la nariz. Luego se sobrepuso, se irguió y alzó de nuevo el revólver.

—Siéntate, hijo mío —dijo con suavidad—. Tengo que atender a una visita. Me alegro de que me hayas golpeado. Eso ayuda mucho.

Busqué a tientas el taburete blanco, me senté y puse la cabeza sobre la mesa blanca junto al globo lechoso que ya brillaba de nuevo con suavidad. Lo contemplé de lado, mi cara sobre la mesa. La luz me fascinaba. Luz agradable; suave y agradable.

Detrás de mí y a mi alrededor sólo había silencio.

Creo que me quedé dormido, ni más ni menos, la cara ensangrentada sobre la mesa, mientras un apuesto y esbelto demonio con mi revólver en la mano me contemplaba y sonreía.