21

El coche era un sedán de siete plazas azul marino, un Packard último modelo, fabricado de encargo. La clase de automóvil que invita a ponerse el collar de perlas. Lo habían estacionado delante de una boca de riego y detrás del volante se sentaba un chófer moreno de aspecto extranjero con el rostro tallado en madera. El interior estaba tapizado en felpilla gris guateada. El indio me colocó detrás. Sentado allí solo, tuve la sensación de ser un cadáver aristocrático, amortajado por un empresario de pompas fúnebres con muy buen gusto.

El indio se sentó junto al chófer y el coche hizo un giro de 180 grados a mitad de manzana. Al otro lado de la calle, un guardia municipal dijo «Eh» débilmente, como si en realidad no tuviera intención de hacerlo, y luego se agachó muy deprisa para atarse un zapato.

Fuimos hacia el oeste, bajamos hasta Sunset y nos deslizamos por allí deprisa y en silencio. El indio permanecía inmóvil al lado del chófer. De cuando en cuando, una ráfaga de su personalidad llegaba hasta el asiento de atrás. El conductor parecía estar medio dormido, pero adelantaba a los amantes de la velocidad en sus sedanes descapotables con tanta soltura como si a los demás los estuvieran remolcando. Todos los semáforos se ponían verdes cuando llegaba él. Algunos conductores son así. Nunca le fallaba ninguno.

Recorrimos los dos o tres kilómetros deslumbrantes de la sección de Sunset Boulevard conocida como «The Strip»; dejamos atrás las tiendas de antigüedades que llevan nombres de famosos astros de la pantalla, los escaparates llenos de encajes y de peltre antiguo, los lujosos clubs nocturnos de nueva planta con cocineros famosos y salones de juego igualmente famosos, regentados por elegantes graduados del Purple Gang, el sindicato de los bajos fondos de Detroit; dejamos atrás la moda arquitectónica georgianacolonial, una novedad muy antigua, los hermosos edificios modernistas en los que los comerciantes de carne humana de Hollywood nunca dejan de hablar de dinero, y también un restaurante para comer sin bajarse del coche que, por alguna razón, resultaba fuera de lugar, aunque las chicas llevasen blusas blancas de seda, chacós de marjorettes y nada por debajo de las caderas, excepto botas altas glaseadas de cabritilla. Dejamos atrás todo aquello, hasta llegar, describiendo una suave curva amplia, al camino de herradura de Beverly Hills, las luces hacia el sur, todos los colores del espectro y una completa transparencia en una noche sin niebla; dejamos atrás las mansiones en sombra sobre las colinas del norte, atrás por completo Beverly Hills, hasta alcanzar el serpenteante bulevar de las estribaciones y la repentina oscuridad fresca y el soplo del viento desde el mar.

La tarde calurosa no era ya más que un recuerdo. Pasamos como una exhalación un grupo de edificios iluminados y una serie inacabable de mansiones también iluminadas, no demasiado próximas a la carretera. Descendimos para evitar un enorme campo de polo con otro a su lado para entrenarse, igualmente enorme; nos elevamos de nuevo hasta la cima de una colina y torcimos en dirección a las montañas por un camino empinado de puro cemento que pasaba entre naranjales, capricho de algún rico, porque no era aquélla tierra de naranjos, y luego, poco a poco, desaparecieron las ventanas iluminadas de los hogares de los millonarios y la carretera se estrechó y nos encontramos en Stillwood Heights.

El aroma de la salvia que nos llegó desde el fondo del cañón hizo que me acordara de un muerto y de un cielo sin luna. Aquí y allá, casas recubiertas de estuco se aplastaban contra la pendiente de la colina, como si fueran bajorrelieves. Luego desaparecieron las casas, tan sólo las inmóviles estribaciones oscuras, con una o dos estrellas madrugadoras más arriba, la cinta de cemento de la carretera y a un lado un corte vertiginoso hacia una maraña de robles achaparrados y gayubas donde a veces se oye al canto de la codorniz si uno se para, se queda quieto y escucha. Al otro lado de la calzada había un talud de arcilla pura en cuyo borde algunas flores silvestres, inasequibles al desaliento, perseveraban como niños traviesos que no se quieren ir a la cama.

Luego llegamos a una curva muy cerrada, los grandes neumáticos crujieron sobre guijarros sueltos, y el coche se lanzó, haciendo un poco más de ruido, por una larga avenida bordeada de geranios silvestres. En lo más alto, apenas iluminado, tan solitario como un faro, se alzaba un verdadero nido de águilas, un edificio con muchas aristas, de estuco y ladrillos de cristal, modernista sin ser feo y, en conjunto, un sitio estupendo para que un asesor en ciencias ocultas estableciera su consulta. Nadie estaría en condiciones de oír grito alguno.

El coche giró hacia un lateral de la casa y se encendió una luz sobre una puerta negra situada en el espesor del muro. El indio se apeó resoplando y abrió la portezuela trasera del coche. El chófer encendió un cigarrillo con el encendedor eléctrico y un acre olor a tabaco llegó hasta el asiento trasero. También yo me apeé.

Nos situamos ante la puerta negra, que se abrió sola, lentamente, con un algo casi amenazador. Más allá, un estrecho pasillo se adentraba en la casa. Las paredes de ladrillos de cristal irradiaban luz.

—Eh —gruñó el indio—. Entre usted, pez gordo.

—Después de usted, señor Planting.

Frunció el ceño, pero me precedió; luego la puerta se cerró detrás de nosotros de manera tan silenciosa y misteriosa como se había abierto. Al final del estrecho pasillo nos metimos a duras penas en un ascensor muy pequeño; el indio cerró la puerta y apretó un botón. Subimos con gran suavidad, sin ruido alguno. Los efluvios anteriormente despedidos por mi acompañante no eran más que una pálida imitación de lo que estaba consiguiendo ahora.

El ascensor se detuvo y la puerta se abrió. Salí a una habitación circular, con ventanas por todo su perímetro, donde la luz del día hacía esfuerzos para no ser olvidada. Muy a lo lejos el mar lanzaba destellos. La oscuridad merodeaba sin prisa por las colinas. Había paredes revestidas con paneles que carecían de ventanas, alfombras en el suelo con los suaves colores de antiguas manufacturas persas, y una mesa de recepción que tenía todo el aspecto de haberse confeccionado con tallas robadas de alguna iglesia muy antigua. Y detrás del escritorio una mujer me obsequió con una sonrisa tensa, marchita, que se hubiera convertido en polvo en caso de tocarla.

Tenía cabellos lacios y brillantes recogidos en moño y un rostro asiático, muy enflaquecido. Llevaba pesadas piedras de colores en las orejas y sortijas igualmente pesadas en los dedos, incluidos un ópalo y una esmeralda montada sobre plata que podría haber sido una esmeralda auténtica pero que, por alguna razón, lograba parecer tan falsa como las esclavas de oro en una tienda de todo a diez centavos. Y sus manos producían sensación de sequedad y eran oscuras y no tenían nada de jóvenes y no parecían adecuadas para llevar sortijas.

Cuando habló su voz me resultó familiar.

—Ah, señor Marlowe, muy amable de usted venir. Amthor alegrarse mucho.

Puse sobre la mesa el billete de cien dólares que me había dado el indio. Miré a mi espalda, pero mi acompañante ya había utilizado el ascensor para desaparecer.

—Lo siento. Ha sido un buen detalle, pero no lo puedo aceptar.

—Amthor…, desea que usted trabaje para él, ¿no es eso? —Mi interlocutora sonrió de nuevo. Sus labios susurraron como papel de seda.

—Primero he de saber cuál es el trabajo que me ofrece.

Asintió con la cabeza y se levantó despacio. Luego pasó por delante de mí con un vestido muy ajustado que se le pegaba al cuerpo como una piel de sirena y mostraba que tenía una buena figura si a uno le gustan las mujeres cuatro tallas mayores por debajo de la cintura.

—Voy a conducirle —dijo.

Pulsó un botón en uno de los paneles y otra puerta se abrió sin ruido, deslizándose. Más allá me recibió un resplandor lechoso. Me volví para contemplar su sonrisa antes de cruzar el umbral. Ya era más antigua que Egipto. La puerta se volvió a cerrar en silencio.

En la habitación no había nadie.

Se trataba de un recinto octogonal, las paredes cubiertas de terciopelo negro desde el suelo hasta el techo, igualmente negro y muy alto, y quizá también de terciopelo. En el centro de una alfombra de color negro opaco estaba colocada una mesa blanca octogonal, del tamaño justo para los codos de dos personas y, en el centro, un globo de color blanco lechoso sobre un pie negro. La luz procedía de allí, aunque no era posible ver cómo. A ambos lados de la mesa había sendos taburetes octogonales, ediciones reducidas de la mesa. Pegado a la pared había otro taburete de las mismas características. No existían ventanas ni había nada más en la habitación, ni siquiera apliques en las paredes. Si había otras puertas, no las vi. Me volví para examinar la que yo había utilizado para entrar, pero tampoco pude verla.

Permanecí allí durante unos quince segundos con la vaga sensación de ser vigilado. Probablemente había una mirilla en algún sitio, pero no fui capaz de detectarla y terminé por renunciar. Lo único que escuchaba era mi propia respiración. La habitación estaba tan en silencio que oía el ruido del aire al pasar por mi nariz, suavemente, como un susurrar de cortinas.

Luego, deslizándose, se abrió una puerta en el lado más alejado; a continuación entró un hombre y la puerta volvió a cerrarse tras él. El recién llegado se dirigió directamente a la mesa con la cabeza baja, se sentó en uno de los taburetes octogonales y, con un amplio movimiento de una de las manos más elegantes que he visto nunca, me indicó el otro.

—Haga el favor de sentarse. Frente a mí. No fume y procure no moverse. Trate de relajarse por completo. Veamos, ¿en qué puedo servirle?

Me senté, me coloqué un cigarrillo en la boca y lo fui moviendo con los labios sin encenderlo, mientras examinaba al recién llegado, delgado, alto y tan recto como una barra de acero. El cabello era de una blancura y una finura extremas y podría haberse colado a través de una malla de seda. La piel, tan lozana como pétalos de rosas. Podía haber tenido treinta y cinco o sesenta y cinco años, porque era una persona sin edad. Llevaba el pelo hacia atrás, sobre un perfil que nada tenía que envidiar a la mejor época de John Barrymore. Cejas de color negro carbón, como las paredes, el techo y el suelo. Sus ojos resultaban insondables: los ojos perdidos de un sonámbulo. Como un pozo cuya historia había leído en cierta ocasión. El pozo de un viejo castillo con novecientos años de existencia. Había que dejar caer una piedra y esperar; escuchar, esperar, renunciar a esperar y reír, y luego, cuando estabas a punto de marcharte, un ruido débil, insignificante, llegaba hasta ti desde el fondo del pozo, tan mínimo, tan remoto que apenas llegabas a creer que un pozo así fuera posible.

Sus ojos poseían una profundidad de ese tipo. Y carecían además de expresión, de alma, ojos que podrían contemplar cómo unos leones despedazaban a un ser humano sin cambiar en absoluto, que podrían contemplar sin inmutarse a un semejante empalado y gritando, con los párpados cortados, bajo un sol cegador.

Vestía un impecable traje negro cruzado que había sido cortado por un artista. Contempló mis dedos con aire ausente y dijo:

—Por favor, no se mueva. El movimiento rompe las ondas y perturba mi concentración.

—Hace que el hielo se licue, que la mantequilla se derrita y que el gato maúlle —respondí yo.

Sonrió la mínima cantidad posible de sonrisa.

—Estoy seguro de que no ha venido aquí a decir impertinencias.

—Parece usted olvidar el motivo de mi visita. Por cierto, le he devuelto a su secretaria el billete de cien dólares. Estoy aquí, como quizá recuerde usted, por unos cigarrillos rusos de marihuana. Con su tarjeta de visita enrollada en las boquillas huecas.

—¿Desea averiguar por qué ha sucedido eso?

—Así es. Debería ser yo quien le pagara a usted los cien dólares.

—No será necesario. La respuesta es muy sencilla. Hay cosas que yo no sé. Ésa es una de ellas.

—En ese caso, ¿por qué enviarme cien dólares (además de un indio que apesta) y un automóvil? Por cierto, ¿es imprescindible que el indio apeste? Si trabaja para usted, ¿no podría de algún modo conseguir que se diera un baño?

—Es un médium natural, algo poco frecuente…, como los diamantes; también, como los diamantes, se los encuentra a veces en sitios muy sucios. Según tengo entendido, usted es detective privado.

—Sí.

—Creo que es una persona muy estúpida. Parece estúpido y hace un trabajo perfectamente estúpido. Ha venido aquí con una misión muy estúpida.

—Me doy por enterado —dije—. Soy estúpido. Al cabo de un rato termino por hacerme cargo.

—Y también creo que no necesito retenerlo más tiempo.

—No me está reteniendo —dije—. Soy yo quien lo retiene a usted. Quiero saber por qué esas tarjetas estaban en esos cigarrillos.

Se encogió de hombros con el encogimiento de hombros más insignificante que se pueda imaginar.

—Mis tarjetas están a disposición de cualquiera. Y a mis amigos no les doy cigarrillos de marihuana. Su pregunta sigue siendo estúpida.

—Ignoro si lo que voy a decir a continuación la hará un poco más inteligente. Los cigarrillos se hallaban en una pitillera china o japonesa de mala calidad, imitación de concha. ¿Ha visto alguna vez algo parecido?

—No. No que yo recuerde.

—Aún voy a esforzarme un poco más por hacerla inteligente. La pitillera estaba en el bolsillo de un individuo llamado Lindsay Marriott. ¿Ha oído hablar de él alguna vez?

Estuvo pensando unos instantes.

—Sí. En cierta ocasión inicié con él un tratamiento para curarlo de su timidez ante las cámaras. Quería trabajar en el cine. Fue una pérdida de tiempo. El cine no estaba interesado en él.

—Eso lo entiendo —dije—. En la pantalla hubiera parecido Isadora Duncan. Pero me sigue faltando lo más importante. ¿Por qué me mandó el billete de cien dólares?

—No soy tonto, mi querido señor Marlowe —dijo con gran frialdad—. La mía es una profesión muy delicada. Soy curandero o charlatán, según se prefiera. Eso quiere decir que hago cosas que los médicos y su gremio, pequeño, egoísta, asustado, son incapaces de lograr. Corro peligro constantemente…, a causa de personas como usted. Sólo pretendo valorar el peligro antes de enfrentarme con él.

—Insignificante en mi caso, ¿eh?

—Apenas existe —dijo cortésmente, antes de realizar un movimiento peculiar con la mano izquierda que atrajo instantáneamente mi atención. Luego depositó la mano muy lentamente sobre la mesa blanca y se la quedó mirando. Después alzó de nuevo sus ojos sin fondo y entrelazó las manos.

—Su oído…

—Ahora lo huelo —dije—. No estaba pensando en él.

Volví la cabeza hacia la izquierda. El indio, recortado sobre terciopelo negro, estaba sentado en el tercer taburete blanco.

Llevaba algo semejante a una bata sobre el resto de la ropa. Permanecía inmóvil, los ojos cerrados, la cabeza un poco doblada hacia adelante, como si llevara una hora dormido. Su rostro cetrino, de facciones muy marcadas, estaba lleno de sombras.

Miré de nuevo a Amthor. Sonreía con la más mínima de las sonrisas.

—Apuesto cualquier cosa a que es suficiente para que a las viudas ricas se les caigan los dientes postizos —dije—. ¿Qué hace cuando hay más dinero en juego? ¿Canta canciones francesas sentado sobre sus rodillas?

Mi interlocutor hizo un gesto de impaciencia.

—Vaya al grano, hágame el favor.

—Anoche Marriott me contrató para que lo acompañara porque tenía que pagar una cantidad a unos delincuentes en un lugar elegido por ellos. Me dieron un golpe en la cabeza. Cuando recobré el conocimiento Marriott había sido asesinado.

El rostro de Amthor no cambió apenas. No se puso a gritar ni a subirse por las paredes. Pero tratándose de él, la reacción fue notable. Separó las manos y volvió a unirlas de otra manera. La expresión de su boca se hizo sombría. Luego siguió allí como si fuera un león de piedra a la entrada de la Biblioteca Nacional.

—Marriott llevaba encima los cigarrillos de marihuana —dije.

Me contempló con frialdad.

—Pero no los encontró la policía, me parece entender. Puesto que la policía no ha aparecido por aquí.

—Así es.

—Los cien dólares —dijo con mucha suavidad— distaban mucho de ser la cifra adecuada.

—Depende de lo que espere usted comprar con ellos.

—¿Lleva encima los pitillos?

—Uno. Pero no demuestran nada. Como usted ha dicho, sus tarjetas están a disposición de todo el mundo. Lo único que me pregunto es por qué estaban donde estaban. ¿Alguna idea?

—¿Conocía usted bien al señor Marriott? —preguntó, siempre con la misma suavidad.

—En absoluto. Pero se me ocurrieron algunas cosas cuando lo vi. Cosas tan obvias que no se me han olvidado.

Amthor dio unos golpecitos sobre la mesa blanca. El indio dormía aún con la barbilla sobre el pecho poderoso, los ojos de pesados párpados completamente cerrados.

—Por cierto, ¿conoce tal vez a la señora Grayle, una dama adinerada que vive en Bay City?

Asintió con aire ausente.

—Sí, le traté los centros nerviosos ligados a la elocución. Tenía un ligero defecto.

—Hizo usted un excelente trabajo —dije—. Ahora habla tan bien como yo.

Aquello no le pareció divertido. Volvió a dar golpecitos en la mesa. Los estuve escuchando y hubo algo en ellos que no me gustó. Daban la impresión de estar codificados. Cuando acabó, cruzó los brazos de nuevo y se recostó en el aire.

—Lo que me gusta de este trabajo es que todo el mundo conoce a todo el mundo —dije—. También la señora Grayle conocía a Marriott.

—¿Cómo lo ha averiguado? —preguntó muy despacio.

No respondí.

—Tendrá que hablar con la policía…, sobre esos cigarrillos —dijo. Me encogí de hombros.

—Se está preguntando por qué no hago que lo echen a patadas —dijo Amthor amablemente—. Segunda Siembra podría romperle el cuello con la misma facilidad que una ramita de apio. Yo mismo me lo estoy preguntando. Parece tener usted una teoría de algún tipo. No pago chantaje. Pagándolo no se compra nada…, y tengo muchos amigos. Pero, como es lógico, existen ciertos elementos a quienes les gustaría que se me viera con una luz poco favorable. Psiquiatras, sexólogos, neurólogos, siniestros hombrecillos con martillos de goma y estanterías repletas de libros sobre aberraciones. Y, por supuesto, todos ellos doctores en medicina, mientras que yo no paso de ser… un curandero. ¿Cuál es su teoría?

Traté de amedrentarlo con la mirada, pero no me fue posible. Noté que me estaba humedeciendo los labios con la lengua.

Amthor se encogió levemente de hombros.

—No le culpo por querer reservársela. Se trata de una cuestión sobre la que debo meditar. Quizá es usted mucho más inteligente de lo que pensaba. También yo me equivoco. Mientras tanto… —Se inclinó hacia adelante y colocó ambas manos a los lados del globo de color lechoso.

—Creo que Marriott era chantajista de mujeres —dije—. E informador de una banda de ladrones de joyas. Pero ¿quién le indicaba qué mujeres cultivar…, para estar al tanto de sus idas y venidas, intimar con ellas, hacerles el amor, sugerirles que se cargaran de piedras preciosas para sacarlas de paseo, y luego deslizarse hasta un teléfono para decir a los muchachos dónde hacer acto de presencia?

—Eso —dijo Amthor pronunciando las palabras con mucho cuidado— es su imagen de Marriott…, y de mí. Estoy ligeramente indignado.

Me incliné hacia adelante hasta que mi cara no estuvo a mucho más de un palmo de la suya.

—Está usted metido en un negocio sucio. Por mucho que lo adorne siempre seguirá siendo un negocio sucio. Y no eran sólo las tarjetas, Amthor. Como usted dice, están a disposición de todo el mundo. Tampoco se trataba de la marihuana. No se dedicaría usted a una cosa de tan poca monta…, no con sus posibilidades. Pero el reverso de las tarjetas está en blanco. Y en espacios en blanco, o incluso en los que están escritos, a veces se escribe con tinta invisible.

Sonrió, desolado, pero apenas vi su sonrisa. Sus manos se movieron sobre el globo de color lechoso.

Las luces se apagaron y la habitación adquirió la negrura de la cofia de Carrie Nation, famosa propagandista de la abstinencia alcohólica.