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Recorrí la avenida en curva, perdiéndome en la sombra de los altos setos perfectamente cuidados, hasta llegar a la verja de la entrada. Era ya otro el individuo encargado de custodiar el fuerte, un tipo grandote, vestido de paisano, a todas luces un guardaespaldas, que me dejó salir con una simple inclinación de cabeza. Sonó un claxon. El cupé de la señorita Riordan estaba aparcado detrás de mi automóvil. Me acerqué. Su ocupante parecía tranquila y un tanto sarcástica. Con las manos enguantadas en el volante, me sonrió: un prodigio de esbeltez.

—He decidido esperar. Supongo que no era asunto mío. ¿Qué piensa de ella?

—Apuesto a que a más de uno le gustaría jugar con su liga.

—¿Siempre tiene que decir cosas como ésa? —Enrojeció, muy enfadada—. A veces aborrezco a los hombres. Viejos, jóvenes, jugadores de fútbol, tenores de ópera, millonarios elegantes, guapos que son gigolós y semicanallas que son… detectives privados.

Sonreí tristemente.

—Ya sé que digo cosas demasiado ingeniosas. Es algo que se respira en el aire. ¿Cómo has sabido que era un gigoló?

—¿Quién?

—No te hagas la inocente. Marriott.

—Era bastante fácil llegar a esa conclusión. Lo siento. No tenía intención de mostrarme desagradable. Supongo que podrá jugar con su liga siempre que quiera, sin que la interesada oponga mucha resistencia. Pero hay una cosa de la que puede estar seguro…, son muchos los que le han precedido en ese ejercicio.

La amplia calle en curva dormitaba apaciblemente al sol. Una furgoneta pintada de un color muy agradable se deslizó sin ruido hasta detenerse delante de una casa al otro lado de la calle, luego retrocedió un poco y siguió por el camino hasta llegar a una entrada lateral. En uno de los lados, la furgoneta lucía el siguiente letrero: «Servicio infantil de Bay City».

Anne Riordan se inclinó hacia mí, sus ojos, de color gris azulado, llenos de resentimiento y turbación. Su labio superior, un poco más prominente de lo normal, inició un puchero y luego se aplastó contra los dientes, mientras ella emitía un breve sonido agudo con la respiración.

—Probablemente preferiría que me ocupara de mis asuntos, ¿no es cierto? Y que no tuviera ideas que no haya tenido usted antes. Creía que estaba ayudando un poco.

—No necesito ayuda. La policía tampoco me la ha pedido a mí. No puedo hacer nada por la señora Grayle. Cuenta que un coche, aparcado a la puerta de una cervecería, se puso en marcha y los siguió, pero ¿qué valor tiene eso? Un sitio de mala muerte en Santa Mónica. Y los otros, una pandilla con mucha clase. Uno de ellos incluso era capaz de reconocer el jade Fei Tsui sólo con verlo.

—Si es que no le habían avisado.

—También está eso —dije, mientras sacaba torpemente un cigarrillo del paquete—. De una forma o de otra, no es asunto mío.

—¿Ni siquiera aunque se trate de ciencias ocultas?

La miré con cara de no entender nada.

—¿Ciencias ocultas?

—Dios del cielo —dijo suavemente—. Y yo creía que era usted detective.

—Existe una consigna de silencio sobre algunas de las cosas que están pasando —dije—. He de andarme con pies de plomo. El tal Grayle tiene dinero para dar y tomar. Y en esta ciudad las leyes se hacen para los que pagan. Fíjese en la curiosa manera de actuar que tiene la policía. Nada de acudir a la opinión pública, nada de comunicados de prensa, ni la menor posibilidad de que un desconocido sin arte ni parte en el tinglado proporcione la pista insignificante que podría resultar decisiva. Tan sólo silencio y advertencias a mi persona para que no me inmiscuya. No me gusta en absoluto.

—Se ha quitado casi todo el lápiz de labios —dijo Anne Riordan—. He mencionado las ciencias ocultas. Bueno, hasta la vista. Ha sido un placer conocerlo…, en cierto modo.

Puso el coche en marcha, apretó el acelerador y desapareció en medio de un torbellino de polvo.

Estuve mirándola mientras se alejaba. Cuando se perdió de vista miré hacia el otro lado de la calle. El tipo de la furgoneta del «Servicio infantil de Bay City» salió de la entrada lateral de la casa con un uniforme tan blanco, tan almidonado y resplandeciente que hizo que me sintiera limpio sólo con mirarlo. Llevaba una caja de cartón de algún tipo. Se subió a la furgoneta y también se fue.

Deduje que acababa de cambiar un pañal.

Subí a mi coche y miré el reloj antes de arrancar. Eran casi las cinco.

El whisky, como sucede cuando es lo bastante bueno, me hizo compañía durante todo el camino de vuelta hasta Hollywood, y acepté los semáforos en rojo sin rechistar.

—Una chiquita encantadora donde las haya —me dije en voz alta mientras conducía el coche—, para alguien que esté interesado en una chiquita encantadora. —Nadie respondió—. Pero yo no lo estoy —dije. Tampoco esta vez respondió nadie—. A las diez en el club Belvedere —dije. Alguien respondió—: ¡Cuentos chinos!

Sonaba como mi voz.

Eran las seis menos cuarto cuando llegué otra vez a mi despacho. El edificio estaba en completo silencio. Tampoco se oía la máquina de escribir al otro lado de la pared medianera. Encendí una pipa y me senté a esperar.