La manzana tenía exactamente el mismo aspecto que el día anterior. La calle estaba desierta, a excepción del camión del hielo, de dos Fords en las entradas para coches de otras tantas casas y de un remolino de polvo en una esquina. Pasé muy despacio por delante del número 1644, aparqué más allá y examiné las viviendas a ambos lados de la que me interesaba. Regresé a pie y me detuve delante, contemplando la palmera, con aspecto de aguantar lo que le echaran, y el miserable trozo de césped que nadie se molestaba en regar. La casa parecía vacía, pero probablemente no lo estaba. Sólo lo parecía. La solitaria mecedora del porche seguía exactamente en el mismo sitio. En el caminito que llevaba hasta la entrada había un periódico, arrojado aquella mañana por el repartidor. Lo recogí, me golpeé la pierna con él y vi cómo se movía un visillo en la casa de al lado, en la ventana más próxima.
De nuevo la vieja entrometida. Bostecé y me empujé el sombrero hacia atrás. Una nariz muy afilada casi se aplastó contra el cristal. Pelo blanco por arriba y ojos que, desde donde yo estaba, no eran más que una mirada. Eché a andar por la acera y los ojos me siguieron. Torcí al llegar a la altura de su casa. Subí los escalones de madera y toqué el timbre.
La puerta se abrió como movida por un resorte y me encontré delante de una vieja alta, de aspecto pajaril y barbilla de conejo. Vistos desde cerca, sus ojos eran tan penetrantes como luces sobre un agua inmóvil. Me quité el sombrero.
—¿Es usted la persona que llamó a la policía acerca de la señora Florian?
Me miró fríamente y su examen de toda mi persona fue tan completo que, probablemente, ni siquiera se le escapó el lunar que tengo en el omóplato derecho.
—No voy a decir que sí, joven, ni tampoco que no. ¿Quién es usted? —Tenía una voz aguda y gangosa, hecha para hacerse oír en medio de un tumulto.
—Soy detective.
—¡Haberlo dicho antes, demontres! ¿Qué ha sido esta vez? No he visto nada aunque no he faltado ni un minuto. Henry se ha encargado de ir a la tienda. Pero no se ha oído ni un ruido en esa casa.
Quitó el gancho de la puerta mosquitera y me dejó entrar. El recibidor, que olía a cera, estaba repleto de muebles oscuros de buena calidad que estuvieron de moda en otro tiempo. Tableros con incrustaciones y con adornos en las esquinas. Pasamos a una sala de estar que tenía antimacasares de algodón con encajes prendidos con infinitos alfileres.
—Oiga, ¿no le he visto antes? —preguntó de repente, con un atisbo de sospecha en la voz—. Claro que sí. Usted es la persona que…
—Tiene razón. Pero no dejo de ser detective. ¿Quién es Henry?
—¿Henry? No es más que un chico de color que me hace los recados. Bien, ¿qué es lo que quiere, joven? —Se dio palmaditas en el limpio delantal rojo y entrechocó un par de veces la dentadura postiza para hacer prácticas.
—¿Vinieron ayer los agentes después de entrar en casa de la señora Florian?
—¿Qué agentes?
—Los agentes de uniforme —dije pacientemente.
—Sí, estuvieron aquí un minuto. No sabían nada.
—Descríbame al hombre alto y corpulento…, el que tenía una pistola y fue la razón de que llamara usted a la policía.
Lo describió, con total precisión. No había duda de que se trataba de Malloy.
—¿Cómo era el coche que llevaba?
—Pequeño. Apenas cabía.
—¿Es todo lo que puede decir? ¡Se trata de un asesino!
La boca se le abrió, pero en sus ojos apareció un brillo de satisfacción.
—Demontres, me gustaría ayudarle, joven, pero nunca he sabido mucho de coches. Asesinato, ¿eh? Ya nadie está a salvo en esta ciudad. Cuando vine a vivir aquí, hace veintidós años, casi nunca cerrábamos la puerta con llave. Ahora no hay más que gansters, policías corruptos y políticos luchando entre sí con ametralladoras, según he oído. Un escándalo; eso es lo que es, joven.
—Sí. ¿Qué sabe usted de la señora Florian?
Torció el gesto.
—No es nada amable. Tiene la radio a todo volumen hasta altas horas de la noche. Canta. No habla con nadie. —Se inclinó un poco hacia adelante—. No lo puedo asegurar, pero mi opinión es que bebe.
—¿Recibe muchas visitas?
—Ninguna.
—Lo sabe usted con seguridad, señora…
—Señora Morrison. Claro que sí, demontres. ¿Qué otra cosa puedo hacer, excepto mirar por la ventana?
—Seguro que es muy entretenido. ¿La señora Florian lleva mucho tiempo viviendo aquí?
—Cosa de diez años, calculo. Tuvo marido en otro tiempo. Poco recomendable, creo yo. Murió. —Hizo una pausa para pensar—. Imagino que de muerte natural —añadió—. Nunca he oído otra cosa.
—¿Le dejó dinero?
Se le hundieron los ojos y la barbilla retrocedió con ellos. Olisqueó con intensidad.
—Usted ha estado bebiendo —dijo con frialdad.
—Me acaban de sacar una muela. Prescripción del dentista.
—Estoy en contra.
—No es nada conveniente, excepto como medicina —dije.
—Ni siquiera como medicina.
—Es muy posible que tenga usted razón —dije—. ¿Le dejó dinero? ¿Su marido?
—No sabría decirle. —Su boca tenía el tamaño y el aspecto de una ciruela pasa. Sólo me quedaba batirme en retirada.
—¿Ha entrado alguien en casa de la señora Florian después de los agentes?
—No he visto a nadie.
—Muchísimas gracias, señora Morrison. No voy a molestarla más. Ha sido usted muy amable y nos ha ayudado mucho.
Salí de la sala y abrí la puerta principal. Me siguió, se aclaró la garganta y entrechocó los dientes un par de veces más.
—¿A qué teléfono debo llamar? —preguntó, ablandándose un poco.
—University 45000. Pregunte por el teniente Nulty. ¿De qué vive? ¿Beneficencia?
—En este barrio no vive nadie de la beneficencia —me respondió con gran frialdad la señora Morrison.
—Seguro que ese mueble fue en otro tiempo la admiración de Sioux Falls —dije contemplando un aparador tallado que estaba en el recibidor porque en el comedor no cabía. Lados curvos, finas patas talladas, todo él con incrustaciones y, en el panel delantero, un cesto de fruta.
—Mason City —dijo con voz más amable—. Sí señor, allí teníamos una buena casa en otro tiempo, George y yo. La mejor.
Abrí la puerta mosquitera, salí y volví a darle las gracias. Ahora sonreía, y su sonrisa era tan áspera como su mirada.
—Recibe una carta certificada el primero de mes —dijo de repente. Me volví y esperé. Se inclinó hacia mí.
—El cartero llama a la puerta ese día y le hace firmar. Todos los meses. Y ella se viste de punta en blanco y sale. No vuelve hasta las tantas. Canta toda la noche. Hay veces en que podría haber llamado a la policía por lo mucho que grita.
Di unas palmaditas a un brazo tan delgado como lleno de malevolencia.
—Es usted una entre mil, señora Morrison —dije. Me puse el sombrero, me toqué el ala a modo de saludo y di la vuelta. A mitad de camino hacia la calle, me acordé de algo y volví. La señora Morrison no se había movido, la puerta principal todavía abierta tras ella. Subí los tres escalones hasta el porche.
—Mañana es primero de mes —dije—. Primero de abril. Día de los inocentes. Compruebe si recibe su carta certificada, ¿se acordará, señora Morrison?
Sus ojos me lanzaron destellos de complicidad y se echó a reír, una risa de anciana, muy aguda.
—El día de los inocentes —repitió sin contener apenas la risa—. Quizá no la reciba.
La dejé riendo. Sonaba como una gallina con hipo.