Apreté con un dedo uno de los largos cigarrillos rusos, luego los coloqué cuidadosamente en fila, uno al lado de otro, e hice crujir la silla al moverme. Nunca se destruye una prueba. De manera que eran pruebas. Pero ¿pruebas de qué? De que una persona fumaba marihuana de cuando en cuando; una persona con aspecto de que cualquier toque de exotismo tenía atractivo para él. Por otra parte, gran cantidad de tipos duros también fumaban, al igual que muchos intérpretes de jazz, alumnos de secundaria y hasta chicas estupendas cansadas de pelear. Hachís americano. Una mala hierba que crece en cualquier sitio. De cultivo ilegal en la actualidad. Eso significa mucho en un país tan grande como los Estados Unidos.
Seguí aspirando el humo de mi pipa, al tiempo que escuchaba el teclear de la máquina de escribir al otro lado de la pared, el ruido de los semáforos en Hollywood Boulevard y el susurro de la primavera en el aire, semejante a una bolsa de papel arrastrada por la brisa sobre una acera de cemento.
Eran francamente grandes, pero les sucede a muchos cigarrillos rusos, y las hojas de marihuana son gruesas. Cáñamo indio. Hachís americano. Eran una prueba. Cielos, qué sombreros se ponen las mujeres. Me dolía la cabeza. Me daban ganas de mandarlo todo al carajo.
Saqué el cortaplumas y abrí la hoja pequeña, la que no utilizaba para limpiar la pipa, y eché mano de uno. Eso era lo que haría un químico de la policía. Abrir uno a todo lo largo y examinar el contenido al microscopio, para empezar. Puede suceder que encontrara algo inusual. No muy probable, pero, qué caramba, ¡para eso le pagaban todos los meses!
Abrí uno a todo lo largo. La parte de la boquilla era mucho más dura. Pero yo era un tipo duro y la rajé de todos modos. A ver quién era el guapo que me lo impedía.
Del interior de la boquilla, relucientes fragmentos de fina cartulina enrollada, que contenían letra impresa, se desplegaron en parte. Intenté ordenarlos sobre el cristal de la mesa, pero se me escapaban. Cogí otro de los cigarrillos y traté de ver lo que había dentro de la boquilla. Luego opté por trabajar de otra manera con la hoja del cortaplumas. Fui palpando el cigarrillo hasta el sitio donde empezaba la boquilla. El papel de fumar era muy fino y se sentía la textura de lo que había debajo. De manera que separé cuidadosamente la boquilla y después, todavía con más cuidado, la corté a lo largo, pero sólo lo necesario. Al abrirse descubrió en su interior otra tarjeta, enrollada, esta vez intacta.
La extendí con mimo. Era una tarjeta de visita. De color marfil muy pálido, casi blanco. Impresas en relieve había palabras delicadamente sombreadas. En el ángulo inferior izquierdo, un número de teléfono de Stillwood Heights. En el inferior derecho, la frase «Previa petición de hora». En el centro, un poco más grande, pero siempre discreto: «Jules Amthor». Debajo, un poco más pequeño: «asesor en ciencias ocultas».
Cogí el tercer cigarrillo. Esta vez, con mucho trabajo, conseguí sacar la tarjeta de visita sin cortar nada. El texto era el mismo. Volví a ponerla donde estaba.
Miré el reloj de pulsera, dejé la pipa en el cenicero, y tuve que mirar otra vez el reloj para ver la hora que era. Envolví los dos cigarrillos cortados y los trozos de la primera tarjeta en parte del papel de seda, y el pitillo que estaba entero con la tarjeta dentro en otro trozo del papel de seda, y luego guardé los dos paquetitos en el escritorio.
Examiné con atención la tarjeta. Jules Amthor, asesor en ciencias ocultas, previa petición de hora, número de teléfono de Stillwood Heights, sin dirección. Tres tarjetas iguales, enrolladas en el interior de tres porros, dentro de una pitillera de seda china o japonesa con montura de imitación de concha, una mercancía que podía haber costado entre treinta y cinco y setenta y cinco centavos en cualquier tienda oriental, Huey Fuey Sing o Long Sing Tung, uno de esos sitios donde un amarillo muy educado te habla en susurros y ríe encantado cuando le dices que el incienso Luna de Arabia huele como las chicas de los burdeles en los barrios bajos de San Francisco.
Y todo ello en el bolsillo de un individuo que estaba muy muerto y que tenía otra pitillera, lujosa de verdad, con cigarrillos que eran los que fumaba de verdad.
Quizá se había olvidado de aquella pitillera. De lo contrario no se entendía. Quizá nunca había sido suya. Quizá se la encontró en el vestíbulo de un hotel y la llevaba encima sin darse cuenta. Había olvidado devolverla. Jules Amthor, asesor en ciencias ocultas.
Sonó el teléfono y contesté distraídamente. La voz tenía la fría dureza de un polizonte convencido de su valía. Era Randall. No ladró. Lo suyo era el tono glacial.
—¿De manera que no sabía quién era la chica de anoche? Le recogió en el bulevar, hasta donde llegó usted andando. Miente con mucho estilo, Marlowe.
—Quizá tenga usted una hija y no creo que le gustase que los reporteros gráficos le saltasen de entre la maleza y la deslumbraran con sus flashes.
—Me mintió.
—Fue un placer.
Guardó silencio un momento, como si debatiera algo consigo mismo.
—Lo dejaremos pasar —dijo—. He hablado con ella. Vino y me contó su historia. Sucede que es hija de un hombre que conocí y respeté.
—La señorita Riordan le contó su historia —dije— y usted le contó la suya.
—Le conté un poco —dijo Randall con frialdad—. Y por una razón. La misma por la que ahora le llamo a usted. Esta investigación se va a llevar en secreto. Tenemos una posibilidad de acabar con esa banda de ladrones de joyas y vamos a aprovecharla.
—Así que hoy es un asesinato perpetrado por una banda. De acuerdo.
—Por cierto, era polvo de marihuana lo que había en esa pitillera tan curiosa…, con los dragones pintados. ¿Está seguro de que no le vio fumarse ningún cigarrillo de ahí?
—Por completo. En mi presencia sólo fumó de los otros. Pero no estuvo en mi presencia todo el tiempo.
—Entiendo. Bien, eso es todo. Recuerde lo que le dije anoche. No tome iniciativas en este caso. Todo lo que queremos de usted es silencio. De lo contrario… Hizo una pausa. Bostecé ante el teléfono.
—Lo he oído —dijo Randall con tono cortante—. Quizá piensa que no estoy en condiciones de cumplir mis amenazas. Sí que lo estoy. Un movimiento en falso y lo encerraremos como testigo presencial.
—¿Me quiere decir que la prensa no se va a enterar de nada?
—Se les informará del asesinato, pero no sabrán lo que hay detrás.
—Tampoco lo sabe usted.
—Ya le he advertido dos veces —dijo—. A la tercera, se acabó.
—Habla usted demasiado —le respondí— para un tipo que tiene tantos triunfos en la manga.
Aquello sirvió para que Randall colgara como quien da un portazo. Muy bien, al diablo con él, que se lo trabajara solo.
Me paseé por la oficina para calmarme un poco, me serví medio whisky, volví a mirar el reloj sin enterarme de la hora y me senté una vez más ante el escritorio.
Jules Amthor, asesor en ciencias ocultas. Consulta previa petición de hora. Si se le da el tiempo suficiente y se le paga el dinero adecuado, resolverá cualquier problema, desde un marido hastiado hasta una plaga de langostas. Sería experto en amores frustrados, en mujeres que dormían solas y no les gustaba, en chicos y chicas que se habían marchado de casa y no escribían, en saber si una propiedad había que venderla ya o era mejor esperar un año más, en «esta interpretación que me ofrecen, ¿me perjudicará ante mi público o servirá para que parezca más polifacética?». También los varones irían a verlo de tapadillo, tipos grandes y fuertes que rugían como leones en sus despachos pero a los que, debajo del chaleco, no les llegaba la camisa al cuerpo. Pero serían sobre todo mujeres, mujeres gordas que jadeaban y flacas que se quemaban, viejas que soñaban y jóvenes con un posible complejo de Electra, mujeres de todos los tamaños, aspectos y edades, pero con una cosa en común: dinero. Seguro que el señor Jules Amthor no pasaba consulta los jueves en el hospital del distrito. Dinero en efectivo. Mujeres ricas a las que quizá el lechero tuviera que perseguir para que le abonaran la cuenta del mes, a él seguro que le pagaban sin dilación.
Un artista de la estafa, difusor de patrañas, y un sujeto cuyas tarjetas habían aparecido enrolladas en los cigarrillos de marihuana que llevaba encima un cadáver.
La cosa prometía. Descolgué el auricular y pedí a la telefonista el número de Stillwood Heights.