Me levanté a las nueve, tomé tres tazas de café solo, me mojé la nuca con agua helada y leí los dos periódicos que el repartidor había estrellado por la mañana contra la puerta del apartamento. En el segundo cuadernillo había poco más de un párrafo sobre Moose Malloy, pero Nulty no había conseguido que apareciese su nombre. Nada sobre Lindsay Marriott, a no ser que la noticia estuviera en la página de sociedad.
Me vestí, comí dos huevos pasados por agua, me tomé una cuarta taza de café y procedí a mirarme al espejo. No había perdido del todo las ojeras. Con la puerta abierta ya para irme sonó el teléfono.
Era Nulty. No parecía de muy buen humor.
—¿Marlowe?
—Sí. ¿Le han echado el guante?
—Sí, por supuesto. Claro que sí. —Hizo una pausa para gruñir—. A la entrada de Ventura, como le dije. ¡No nos hemos divertido poco! Dos metros, tan sólido como un pilar de puente, camino de San Francisco para ver la Feria. Cinco botellas de whisky de garrafa en el asiento delantero del coche que había alquilado, y otra abierta de la que iba bebiendo mientras conducía a ciento veinte. Todo lo que teníamos para hacerle frente eran dos polis de la localidad con revólveres y cachiporras.
Hizo una pausa y yo repasé mentalmente unos cuantos comentarios ingeniosos, pero ninguno me pareció lo bastante divertido para la ocasión. Luego siguió Nulty:
—Se ejercitó con los guardias durante un rato y cuando estaban lo bastante cansados para irse a la cama, les arrancó un lado del coche, tiró la radio a la cuneta, abrió otra botella de whisky y se echó a dormir. Al cabo de un rato los nuestros reaccionaron y comprobaron cómo, por espacio de diez minutos, sus cachiporras rebotaban sobre la cabeza del infractor sin que se diera cuenta. Cuando empezaba a enfadarse lo esposaron. La cosa más fácil del mundo. Lo tenemos a la sombra, claro está: conducir borracho, consumo de bebidas alcohólicas en un vehículo, agresión a un agente de policía en el cumplimiento del deber, dos delitos, daño intencionado a propiedad pública, intento de evasión después de haberlo detenido, rebelión, escándalo en la vía pública y estacionamiento en autopista. Divertido, ¿no le parece?
—¿Dónde está el chiste? —pregunté. No me ha contado todo eso sólo para regodearse.
—No era Malloy —dijo Nulty con ferocidad—. El individuo de marras se llama Stoyanoffsky, vive en Hemet, trabajaba para abrir el túnel de San Jack y acababa de terminar la perforación. Tiene mujer y cuatro hijos. Le ahorro el enfado de su media naranja. ¿Qué está usted haciendo acerca de Malloy?
—Nada. Me duele la cabeza.
—Si le sobra un poco de tiempo…
—No creo —respondí—. Pero gracias de todos modos. ¿Cuándo es la vista sobre el moreno?
—¿Qué más le da? —dijo Nulty desdeñosamente antes de colgar.
Fui en coche a Hollywood Boulevard, lo dejé en el aparcamiento junto al edificio, y subí en el ascensor hasta mi piso. Abrí la puerta de la pequeña antesala que —por si acaso me llega algún cliente y no le importa esperar— nunca cierro con llave.
La señorita Anne Riordan levantó los ojos de la revista que leía y me sonrió.
Llevaba un traje sastre color tabaco con un jersey blanco de cuello alto a modo de blusa. Con la luz del día su pelo era pura caoba, y lo llevaba cubierto con un sombrero cuya parte central tenía el tamaño de un vaso de whisky, mientras que el ala podría servir para envolver la colada semanal. La inclinación era de unos cuarenta y cinco grados, de manera que el borde del ala casi le rozaba el hombro. A pesar de eso parecía elegante. Quizá por ello.
La señorita Riordan tenía unos veintiocho años y una frente estrecha, más alta de lo que se considera elegante. La nariz era pequeña e inquisitiva, el labio superior un poquito demasiado largo y la boca más que un poco demasiado ancha. Los ojos, de color gris azul con reflejos de oro. Su sonrisa resultaba muy agradable. Tenía aspecto de haber dormido bien. Una cara simpática, una de esas caras que caen bien. Bonita, pero no tanto como para tener que ponerse nudilleras de metal cada vez que se saliera con ella.
—No sabía cuáles eran sus horas de oficina —dijo—. De manera que esperé. He supuesto que su secretaria no trabajaba hoy.
—No tengo secretaria.
Crucé la antesala y abrí la puerta interior. Luego procedí a conectar el timbre situado en la puerta exterior.
—Vayamos al salón privado donde acostumbro a reflexionar.
Pasó delante de mí, dejando una ligera fragancia a sándalo, y se detuvo a contemplar los cinco archivadores de color verde, la gastada alfombra de color marrón rojizo, los muebles a quien nadie había quitado el polvo y las cortinas no demasiado limpias.
—Se me ocurre que no le vendría mal alguien para contestar al teléfono —dijo—. Y para mandar de cuando en cuando las cortinas al tinte.
—Las mandaré cuando las ranas críen pelo. Siéntese. Puede que me pierda algunos trabajos de poca importancia. Y mucha utilización de piernas. Pero ahorro dinero.
—Entiendo —dijo muy recatadamente, al tiempo que colocaba un voluminoso bolso de ante sobre el cristal de la mesa de despacho. Luego se inclinó hacia atrás y cogió uno de mis cigarrillos. Yo, por mi parte, procedí a quemarme un dedo con una cerilla de papel al encendérselo.
La señorita Riordan lanzó una cortina de humo y me obsequió con otra sonrisa. Dientes bonitos, más bien grandes.
—Probablemente no esperaba volver a verme tan pronto. ¿Qué tal la cabeza?
—Mal. No, no lo esperaba.
—¿Se portó bien con usted la policía?
—Más o menos como siempre.
—No le estoy impidiendo hacer nada importante, ¿verdad?
—No.
—De todos modos, no parece muy contento de verme.
Llené la pipa y alargué la mano para utilizar la caja de cerillas. Encendí la pipa con mucho cuidado. La señorita Riordan me contempló con aprobación. Los hombres que fuman en pipa son individuos sólidos. Yo no iba a desilusionada.
—Traté de no mezclarla en lo que pasó —dije—. No sé exactamente por qué. De todos modos, ya no es asunto mío. Tragué la quina que me tocaba anoche, conseguí dormirme con ayuda de una botella y ahora el asunto está ya en manos de la policía: se me ha dicho que no me entrometa.
—La razón por la que no quiso mezclarme —dijo con calma la señorita Riordan— fue el convencimiento de que la policía no se iba a creer que la simple curiosidad me llevara anoche a aquella hondonada. Probablemente me atribuirían algún motivo poco claro y me interrogarían hasta dejarme hecha un guiñapo.
—¿Cómo sabe que yo no pensé eso mismo?
—Los polis sólo son personas —dijo sin venir a cuento.
—Empiezan así, según me han dicho.
—Ah, cinismo matutino. —Recorrió el despacho con los ojos, de una manera en apariencia distraída pero sin perder detalle—. ¿Qué tal se defiende aquí? Quiero decir económicamente. Me refiero a… ¿Gana usted mucho dinero…, con unos muebles como éstos?
Lancé un gruñido.
—¿O debería ocuparme de mis asuntos y no hacer preguntas impertinentes?
—¿Lo conseguiría si lo intentara?
—Ahora ya somos dos. Dígame, ¿por qué me echó un capote anoche? ¿Acaso lo hizo porque soy más bien pelirroja y tengo buena figura?
Guardé silencio.
—Probemos con otra —dijo alegremente—. ¿Le gustaría saber quién es la propietaria del collar de jade?
Noté una rigidez en los músculos de la cara. Me esforcé mucho por recordar, pero no estaba del todo seguro. De repente, sin embargo, lo vi con toda claridad. Nunca había mencionado en su presencia el collar de jade.
Busqué de nuevo las cerillas y encendí la pipa por segunda vez.
—No demasiado —dije—. ¿Por qué?
—Porque yo lo sé.
—Ajá.
—¿Qué hace cuando se vuelve de verdad locuaz? ¿Mueve los dedos de los pies?
—De acuerdo —gruñí—. Ha venido a decírmelo. Dígamelo.
Sus ojos azules se abrieron mucho y por un momento me pareció que se humedecían. Se mordió el labio inferior y se quedó un rato así, contemplando la superficie del escritorio. Luego se encogió de hombros, dejó de morderse el labio y me obsequió con una sonrisa llena de inocencia.
—Ya sé que no soy más que una condenada moza preguntona. Pero hay en mí una veta de sabueso. Mi padre era de la pasma. Se llamaba Cliff Riordan y fue jefe de policía de Bay City siete años. Supongo que es eso lo que me sucede.
—Me parece recordarlo. ¿Qué fue de él?
—Lo echaron. Se le rompió el corazón. Una pandilla de jugadores de ventaja encabezados por un tipo llamado Laird Brunette ganó las elecciones a alcalde. Y pusieron a papá al frente de la Oficina de Registros e Identificación, que en Bay City tiene el tamaño aproximado de una bolsita de té. De manera que papá dimitió, estuvo un par de años zascandileando por ahí y después se murió. Y mi madre le siguió muy poco después. Llevo sola dos años.
—Lo siento —dije.
La señorita Riordan aplastó lo que le quedaba del pitillo. No estaba manchado de lápiz de labios.
—La única razón de que le aburra contándoselo es que eso explica por qué me resulta fácil entenderme con los policías. Supongo que tendría que habérselo dicho anoche. Hoy por la mañana me he enterado de a quién le habían encargado el caso y he ido a verlo. Se ha enfadado un poco con usted al principio.
—No tiene importancia —dije—. Aunque le hubiera dicho toda la verdad habría seguido sin creerme. No irá más allá de morderme una oreja.
La señorita Riordan pareció dolida. Me levanté y abrí la otra ventana. El mido del tráfico procedente del bulevar nos llegó en oleadas, como el mareo. Me sentí fatal. Abrí el último cajón del escritorio, saqué la botella que guardo para ocasiones así y me serví un trago.
Mi visitante me miró con desaprobación. Había dejado de ser un individuo sólido. Pero no hizo ningún comentario. Me bebí el whisky, guardé la botella y me senté.
—No me ha invitado a una copa —dijo con frialdad.
—Lo siento. Todavía no son las once. No me ha parecido que fuera usted del gremio.
Se le rieron los ojos.
—¿Es un cumplido?
—En mí círculo, sí.
Se lo pensó durante unos momentos. No significaba nada para ella. Tampoco para mí, cuando reflexioné un poco. Pero el whisky hizo que me sintiera mucho mejor.
Se inclinó hacia adelante y restregó los guantes lentamente por la superficie del escritorio.
—¿No estaría interesado en contratar una ayudante? Aunque sólo le costara una palabra amable de cuando en cuando.
—No.
Asintió con la cabeza.
—Ya imaginaba lo que me iba a decir. Será mejor que le pase mi información y me vuelva a casa.
No dije nada. Encendí otra vez la pipa. Hace que uno parezca pensativo cuando no está pensando.
—En primer lugar se me ocurrió que un collar de jade como ése tiene que ser una pieza de museo y todo el mundo lo conocería —dijo.
Mantuve en el aire la cerilla encendida, viendo cómo la llama se me acercaba a los dedos. Luego soplé suavemente para apagarla, la dejé caer en el cenicero y dije:
—A usted no le he contado nada sobre un collar de jade.
—No; pero lo hizo el teniente Randall.
—Alguien tendría que ponerle botones en la boca.
—Conocía a mi padre. Prometí no contarlo.
—Me lo está contando a mí.
—Usted ya lo sabía, tonto.
La mano se le alzó de pronto como si fuera a taparse la boca, pero se detuvo a mitad de camino y luego regresó despacio sobre la mesa y los ojos se le abrieron mucho. La interpretación no fue mala, pero yo sabía algo más acerca de ella que echó a perder el efecto.
—Usted lo sabía, ¿no es cierto? —Las palabras apenas se oyeron.
—Creía que eran diamantes. Un brazalete, unos pendientes, un colgante, tres sortijas, una de ellas con esmeraldas, además.
—No tiene gracia —dijo—. Ni siquiera ha sido muy rápido.
—Jade Fei Tsui. Muy escaso. Cuentas talladas de unos seis quilates cada una, sesenta piezas. Con un valor de ochenta mil dólares.
—Tiene usted unos ojos castaños bien bonitos —dijo—. Y se cree un tipo duro.
—Bien, ¿a quién pertenece y cómo lo descubrió?
—Ha sido muy sencillo. Se me ocurrió que era probable que lo supiera el mejor joyero de la ciudad, de manera que me fui a preguntar al gerente de Block’s. Le dije que era escritora y que quería preparar un artículo sobre tipos de jade que apenas se encuentran…, ya sabe usted cómo se hacen esas cosas.
—De manera que se creyó el pelo rojo y la buena figura.
La señorita Riordan se ruborizó hasta las cejas.
—Bueno. El caso es que me lo dijo. Pertenece a una señora muy rica de Bay City, que posee una finca en uno de los cañones. La señora Lewin Lockridge Grayle. Su marido es banquero de inversiones o algo semejante, enormemente rico, unos veinte millones. Era dueño de una emisora de radio en Beverly Hills, la KFDK, y su futura mujer trabajaba allí. Se casaron hace cinco años. La señora Grayle es una rubia despampanante. El señor Grayle es mayor, no está bien del hígado, se queda en casa y toma calomelanos mientras su mujer va a todas partes y se lo pasa en grande.
—Ese gerente de Block’s —dije— es un tipo que sabe mucho.
—No fue él quien me proporcionó toda la información, tonto. Sólo lo del collar. Lo demás me lo dijo Giddy Gertie Arbogast.
Me incliné hasta el último cajón y saqué otra vez la botella.
—¿No irá usted a ser uno de esos detectives que están borrachos todo el tiempo? —me preguntó preocupada.
—¿Por qué no? Siempre resuelven sus casos y ni siquiera sudan. Siga con su historia.
—Giddy Gertie es el encargado de la sección de sociedad del Chronicle. Hace años que lo conozco. Pesa cien kilos y lleva bigote a lo Hitler. Sacó la carpeta que tiene en su archivo sobre los Grayle. Mire.
Buscó dentro de su bolso y empujó en mi dirección por encima de la mesa una fotografía de tamaño postal.
Era rubia. Pero qué rubia. Cualquier obispo haría un agujero en una vidriera para verla. Iba vestida de calle, con un conjunto que parecía blanco y negro, y un sombrero a juego; tal vez un poco altiva, pero no demasiado. Fueran las que fuesen tus necesidades, dondequiera que estuvieses, aquella mujer tenía la solución. Edad, unos treinta años.
Me serví rápidamente otra copa y me quemé la garganta al tragarla.
—Quítemela de delante —dije—. Voy a empezar a dar saltos.
—La he traído para usted. Querrá hablar con ella, ¿no es cierto?
Contemplé de nuevo la fotografía. Luego la metí debajo del secante.
—¿Qué tal esta noche a las once?
—Escúcheme, señor Marlowe, esto es algo más que una colección de chistes. He telefoneado a su casa. Está dispuesta a verlo a usted para hablar de negocios.
—Quizá empiece de esa manera.
La señorita Riordan hizo un gesto de impaciencia, de manera que dejé de bromear y saqué a relucir mi expresión de guerrero curtido en cien batallas.
—¿Para qué va a querer verme?
—Su collar, como es lógico. Le cuento lo que ha pasado. Llamé por teléfono y me costó muchísimo que me dejaran hablar con ella, pero por fin lo conseguí. Le conté la misma historia que hizo que el señor de Block’s se mostrara tan amable, pero no funcionó. Le sonaba la voz como si tuviera resaca. Dijo algo sobre hablar con su secretario, pero conseguí que siguiera al teléfono y le pregunté si era cierto que poseía un collar de jade Fei Tsui. Al cabo de un rato dijo «sí». Le pregunté si me permitiría verlo. ¿Para qué?, respondió ella. Le repetí la historia sobre el artículo, pero tampoco funcionó. Yo oía cómo bostezaba y regañaba a alguien, tapando el teléfono, por haberme puesto con ella. Entonces dije que trabajaba para Philip Marlowe. Y ella respondió: «Bueno, ¿y qué?». Ni más ni menos.
—Increíble. Pero todas las señoras de la buena sociedad hablan como golfas en los tiempos que corren.
—No sabría decirlo —me replicó la señorita Riordan con mucha dulzura—. Es probable que algunas sean golfas. Así que le pregunté si tenía un teléfono personal, sin necesidad de extensión, y me dijo que eso no era asunto mío. Pero lo curioso es que no me había colgado.
—Estaba pensando en el collar de jade y no sabía por dónde iba a salir usted. Y quizá Randall ya le hubiera contado algo.
La señorita Riordan negó con la cabeza.
—No. A Randall lo llamé después y no sabía quién era la propietaria del collar hasta que se lo dije. Le sorprendió bastante que lo hubiera descubierto yo.
—Acabará acostumbrándose —dije—. Probablemente no le quedará más remedio. ¿Qué pasó después?
—Pues le dije a la señora Grayle: «Sigue usted queriendo recuperarlo, ¿no es cierto?». Tal cual. No se me ocurrió nada mejor. Tenía que utilizar algo que la descolocase un poco. Así fue. Se apresuró a darme otro número de teléfono. La llamé y dije que quería verla. Pareció sorprendida. Así que tuve que contarle toda la historia. No le gustó nada. Pero había estado preguntándose por qué no tenía noticias de Marriott. Imagino que quizá pensaba que su amigo se había fugado con el dinero o algo por el estilo. De manera que estoy citada con ella a las dos. Le voy a hablar de usted y de lo estupendo y discreto que es y de cómo sería la persona indicada para ayudarla a recuperarlo, si es que hay alguna posibilidad, y todo lo demás. Ya está bastante interesada.
No dije nada. Tan sólo me quedé mirándola. Puso cara de estar dolida.
—¿Qué sucede? ¿No lo he hecho bien?
—¿Por qué no se mete en la cabeza que se trata ya de un caso de la policía y que me han aconsejado que no meta la nariz?
—La señora Grayle tiene perfecto derecho a contratarlo a usted si así lo desea.
—¿Para hacer qué?
Abrió y cerró varias veces el cierre metálico del bolso, dando evidentes signos de impaciencia.
—Vaya por Dios…, una mujer como ella…, tan atractiva…, no se da cuenta… —No supo cómo continuar y se mordió el labio—. ¿Qué clase de persona era Marriott?
—Apenas lo conocía. Me pareció un tanto afeminado. No me cayó demasiado simpático.
—¿Era un hombre que las mujeres considerarían atractivo?
—Algunas. A otras les daría ganas de vomitar.
—Bien, quizá a la señora Grayle le pareciera atractivo. Salía con él.
—Probablemente sale con un centenar de hombres. Ya hay muy pocas posibilidades de recuperar el collar.
—¿Por qué?
Me levanté, fui hasta el fondo del despacho y golpeé la pared con la mano abierta, fuerte. El tecleo de la máquina de escribir se detuvo al otro lado por un momento, pero enseguida se reanudó. Miré, por la ventana abierta, el hueco entre mi edificio y el hotel Mansion House. El olor de la tienda de café era lo bastante sólido como para construir un garaje con él. Regresé a mi mesa, dejé la botella de whisky en el cajón, lo cerré y volví a sentarme. Luego encendí la pipa por octava o novena vez y contemplé con interés, al otro lado del cristal limpio sólo a medias, la cara seria y sincera de la señorita Riordan.
A uno le podía llegar a gustar mucho aquella cara. Rubias artificialmente embellecidas las hay a patadas, pero allí había un rostro que aguantaría el paso del tiempo. La obsequié con una sonrisa.
—Escucha, Anne. Matar a Marriott fue un error estúpido. La banda que está detrás de ese atraco nunca haría una cosa así a sabiendas. Lo que debió de suceder fue que algún mequetrefe un poco cargado al que llevaron para hacer bulto perdió la cabeza. Marriott hizo un movimiento en falso y algún gamberro le atizó en la cresta y lo hizo tan deprisa que no hubo manera de evitarlo. Estamos ante una banda organizada con información privilegiada sobre las joyas y las idas y venidas de las mujeres que las llevan. Piden rescates moderados y cumplen lo que prometen. Pero aquí nos encontramos con un asesinato sin pies ni cabeza que no encaja en absoluto. Mi idea es que quienquiera que lo hizo lleva varias horas muerto, con unos pesos colgándole de los tobillos, a mucha profundidad en el Pacífico. Y o bien el collar de jade se ha hundido con él o tienen cierta idea de su valor real y lo han escondido en un sitio donde va a seguir mucho tiempo, quizá años, antes de que se atrevan a sacarlo de nuevo. O, si la banda es lo bastante grande, quizá reaparezca al otro extremo del mundo. Los ocho mil que pidieron parecen muy poca cosa si realmente sabían su valor. Pero sería difícil de vender. Y estoy seguro de una cosa. Nunca tuvieron intención de asesinar a nadie.
Anne Riordan me escuchaba con los labios ligeramente separados y una expresión embelesada, como si estuviera viendo al Dalai Lama.
Cerró la boca despacio y asintió con la cabeza.
—Es usted estupendo —dijo suavemente—. Pero está como una cabra. Se puso en pie y recogió el bolso.
—Irá a verla, ¿sí o no?
—Randall no me lo puede impedir…, si me llama ella.
—De acuerdo. Voy a ver a otro redactor de páginas de sociedad y a conseguir más información sobre los Grayle si puedo. Sobre la vida amorosa de la dueña del collar. Porque la tendrá, ¿no es lo normal?
Su rostro, enmarcado por cabellos de color caoba, adquirió una expresión nostálgica.
—¿Quién no la tiene? —dije yo con tono despectivo.
—Yo no la he tenido nunca. En realidad, no.
Me tapé la boca con una mano. Anne me lanzó una mirada muy intensa y se dirigió hacia la puerta.
—Te has olvidado de algo —le dije.
Se detuvo y se dio la vuelta.
—¿Qué? —Recorrió con la vista toda la superficie de la mesa.
—Sabes de sobra qué.
Regresó junto a la mesa y se inclinó hacia mí, cargada de razón.
—¿Por qué tendrían que matar al que mató a Marriott, si lo suyo no es el asesinato?
—Porque sin duda será uno de esos tipos a los que se acaba por coger y hablan…, cuando les quitan la droga. Lo que quiero decir es que no matarían a uno de sus clientes.
—¿Qué le hace estar tan seguro de que el asesino se drogaba?
—No estoy seguro. Sólo lo supongo. La mayoría de los matones lo hacen.
—Ah. —Se enderezó, asintió con la cabeza y sonrió—. Supongo que se refiere a éstos —dijo, metiendo muy deprisa la mano en el bolso y poniendo sobre la mesa un paquetito hecho con papel de seda.
Quité la goma que lo sujetaba con cuidado y abrí el paquete. Dentro había tres cigarrillos rusos, largos y gruesos, con boquillas de papel. Me quedé mirando a Anne y no abrí la boca.
—Sé que no debiera haberlo hecho —dijo casi jadeante—. Pero sabía que eran cigarrillos de marihuana. De ordinario vienen con papel de fumar corriente, pero en la zona de Bay City, últimamente, los preparan así. He visto varios. Me pareció muy triste que al pobre Marriott lo encontrasen muerto con cigarrillos de marihuana en el bolsillo.
—Tendrías que haberte llevado también la pitillera —dije con mucha calma—. Había polvo dentro. Y el que estuviera vacía les pareció sospechoso.
—No pude…, con usted delante. Casi…, estuve a punto de volver para hacer lo. Pero me faltó valor. ¿Le he perjudicado?
—No —mentí—. ¿Por qué tendría que haberlo hecho?
—Me alegro —dijo ella con tono nostálgico.
—¿Por qué no te deshiciste de ellos?
Se lo pensó, el bolso apretado contra el costado, el absurdo sombrero de ala ancha tan inclinado que le tapaba un ojo.
—Supongo que se debe a que soy hija de policía —dijo por fin—. Nunca se destruye una prueba. —Su sonrisa era frágil y culpable y tenía las mejillas encarnadas. Me encogí de hombros.
—Bueno… —La palabra quedó colgada en el aire, como el humo en una habitación cerrada. Anne no cerró la boca después de pronunciarla. Yo la dejé que siguiera allí. El rubor de sus mejillas se hizo más intenso.
—Lo siento muchísimo. No debiera haberlo hecho.
Tampoco hice ningún comentario.
Se dirigió muy deprisa hacia la puerta y salió.