11

A mitad de camino, al mirar hacia la derecha, vi un pie. La chica acompañó mi gesto con la linterna y entonces lo vi de cuerpo entero. Tendría que haberme dado cuenta mientras bajaba, pero caminaba inclinado, estudiaba el suelo con una linterna del tamaño de una pluma estilográfica, y trataba de interpretar las huellas de unos neumáticos con una luz del diámetro de una moneda de veinticinco centavos.

—Deme la linterna —dije, extendiendo la mano hacia atrás.

Me la entregó sin decir nada. Puse una rodilla en tierra. El suelo me transmitió una sensación fría y húmeda a través de la tela.

Marriott estaba tumbado de espaldas, junto a un matorral, en esa posición como de bolsa de ropa que siempre significa lo mismo. Su rostro era un rostro que yo no había visto nunca. Tenía el pelo oscurecido por la sangre, las llamativas ondulaciones rubias enredadas con los coágulos y con una espesa supuración grisácea, semejante a un limo primigenio.

La chica que estaba detrás de mí respiró con fuerza pero no dijo nada. Iluminé la cara de Marriott con la linterna. Se la habían destrozado a golpes. Una de las manos estaba extendida, inmovilizada a mitad de un gesto, los dedos doblados. El abrigo, retorcido a medias por debajo, hacía pensar que había rodado al caer. Tenía las piernas cruzadas. De una comisura de la boca le escapaba un hilo de un líquido tan oscuro como aceite sucio.

—Manténgalo iluminado —dije, ofreciendo la linterna a mi acompañante—. Si es que no se marea.

La chica la cogió y la sostuvo sin decir palabra, con tanta entereza como un veterano del departamento de homicidios. Saqué de nuevo mi diminuta linterna y empecé a registrar los bolsillos de Marriott, tratando de no moverlo.

—No debería hacer eso —me dijo ella, un tanto nerviosa—. No debería tocarlo hasta que llegue la policía.

—Cierto —dije—. Ni los chicos del coche patrulla hasta que lleguen los detectives, ni tampoco ellos hasta que vea el cadáver el delegado del juez de instrucción y los fotógrafos hayan hecho sus instantáneas y el experto haya recogido las huellas digitales. ¿Sabe cuánto es probable que lleve todo eso en un sitio como éste? Un par de horas.

—De acuerdo —dijo ella—. Imagino que siempre tiene usted razón. Supongo que es usted ese tipo de persona. Alguien debía de tenerle muy poco afecto para aplastarle la cabeza de esa manera.

—Puede que no tuviera nada contra él personalmente —gruñí—. A algunas personas les gusta aplastar cabezas.

—Como no sé lo que estaba pasando, no puedo aventurar una opinión —dijo la chica de manera cortante.

Revisé toda la ropa de Marriott. Tenía monedas y billetes en un bolsillo del pantalón, un llavero de cuero repujado en el otro, y también un cortaplumas. El bolsillo izquierdo de atrás produjo una carterita con más dinero en efectivo, tarjetas de seguros, un permiso de conducir y un par de recibos. En la chaqueta, cerillas, un lápiz estilográfico chapado en oro y enganchado en un bolsillo y dos finos pañuelos de batista, tan delicados y blancos como nieve seca en polvo. Luego la pitillera esmaltada de la que le había visto sacar sus cigarrillos marrones con boquilla de oro. Eran sudamericanos, de Montevideo. Y en el otro bolsillo interior una segunda pitillera que no había visto hasta entonces, hecha de seda bordada, un dragón a cada lado y un armazón de imitación de carey tan delgado que casi no existía. La abrí con mucho cuidado y encontré tres cigarrillos rusos de gran tamaño bajo la banda elástica. Apreté uno. Me dio la sensación de ser viejo y de estar seco y poco compacto. Los tres tenían boquillas huecas.

—El muerto fumaba de los otros —dije por encima del hombro—. Éstos eran tal vez para una amiga. Debía de ser una de esas personas que tienen muchas amigas.

La chica se inclinó y sentí su aliento en el cuello.

—¿No lo conocía?

—Lo he conocido esta noche. Me contrató como guardaespaldas.

—Menudo guardaespaldas.

No respondí.

—Lo siento. —Su voz se hizo casi un susurro—. En realidad no sé lo que ha pasado. ¿Cree usted que puedan ser cigarrillos de marihuana? ¿Me deja verlos? Le pasé la pitillera bordada.

—Conocí una vez a un tipo que fumaba marihuana —dijo—. Tres whiskis y tres porros y se necesitaba una llave inglesa para bajarlo de la araña.

—Mantenga fija la luz.

Oí un ligero rumor y luego la chica habló de nuevo.

—Lo siento. —Me devolvió la pitillera y la deslicé de nuevo en el bolsillo de Marriott.

No había nada más, todo lo cual probaba que, en su caso, no se trataba de robo.

Me levanté y eché mano a mi cartera. Los cinco billetes de veinte seguían allí.

—Ladrones con mucha clase —dije—. Sólo se han llevado los miles.

El haz de luz se dirigía ahora hacia el suelo. Me guardé el billetero, luego la linterna diminuta en el bolsillo interior y con un movimiento rápido busqué el arma que la chica sostenía aún con la misma mano que la linterna. Dejó caer la linterna, pero yo me apoderé de la pistola. Ella retrocedió rápidamente y también recogí la linterna. Le iluminé la cara por un momento y luego la apagué.

—No hacía falta que se pusiera violento —dijo, metiendo las manos en los bolsillos del largo abrigo de tela gruesa y hombreras muy marcadas—. Nunca he pensado que lo hubiera matado usted.

Me gustó la tranquilidad de su voz así como su valor. Nos quedamos en la oscuridad, uno frente a otro, sin decir nada por el momento. Se veía la maleza y luz en el cielo.

Volví a iluminarle la cara con la linterna y ella parpadeó. El suyo era un rostro nítido, lleno de fuerza y con unos ojos muy grandes. Una cara con huesos debajo de la piel, delicadamente dibujada como un violín de Cremona. Un rostro muy agradable.

—Pelirroja —dije—. Tiene aspecto irlandés.

—Y me apellido Riordan. ¿Pasa algo? Apague la luz. Y no tengo el pelo rojo, sino de color caoba.

Apagué la linterna.

—¿Nombre de pila?

—Anne. Y haga el favor de no llamarme Annie.

—¿Qué hace usted en este sitio?

—A veces salgo a conducir por la noche. Cuando estoy desazonada. Vivo sola. Soy huérfana. Me conozco esta zona como la palma de la mano. Pasaba por aquí y vi una luz que parpadeaba, abajo en la hondonada. Hacía demasiado frío para que fuesen jóvenes haciendo el amor. Y no necesitan luz, ¿no es cierto?

—Yo no la necesité nunca. Se arriesga usted demasiado, señorita Riordan.

—Me parece que antes le he dicho yo lo mismo. Tenía un arma. Y no soy miedosa. No hay ninguna ley que me prohíba bajar ahí.

—Ajá. Sólo el instinto de conservación. Tenga. No es una de mis noches brillantes. Supongo que tiene licencia de armas. —Le ofrecí la pistola para que la cogiera por la culata.

La tomó y se la guardó en el bolsillo.

—Es extraño lo curiosa que puede ser la gente, ¿no es cierto? Soy escritora a ratos. Artículos de fondo para la prensa.

—¿Se gana dinero?

—Demasiado poco, se lo aseguro. ¿Qué buscaba usted…, en sus bolsillos?

—Nada en particular. Soy un experto en fisgonear. Llevábamos ocho mil dólares para rescatar las joyas que le habían robado a una señora. Nos han atracado. Y han matado a mi acompañante, pero no sé por qué. No me parecía una persona que fuese a ofrecer resistencia. Y tampoco he oído ruido de pelea. Había bajado a la hondonada cuando lo asaltaron a él, que se había quedado dentro del coche, más arriba. Nos habían dicho que bajáramos hasta la hondonada, pero no parecía que hubiera sitio para pasar con el coche sin rozarlo con la barrera. De manera que bajé a pie, y mientras tanto debieron de atracarlo. Luego uno de ellos se metió en el coche y me atizó en la cabeza. Pensé que el muerto estaba aún en el coche, como es lógico.

—Pero eso no quiere decir que se haya comportado usted como un idiota —dijo ella.

—Desde el principio había algo en este trabajo que no encajaba. Lo sentí enseguida. Pero necesitaba el dinero. Ahora tengo que ir a contárselo a los polis y a tragar quina. ¿Le importaría llevarme a Montemar Vista? Dejé allí mi coche. Era donde vivía el muerto.

—Claro. Pero ¿no debería quedarse alguien con él? Puede usted llevarse mi coche…, o puedo ir yo a avisar a la policía.

Miré la esfera de mi reloj. Las manecillas, débilmente luminosas, me dijeron que casi era ya medianoche.

—No.

—¿Por qué no?

—No sé por qué no. Pero lo siento así. Voy a actuar solo.

Mi acompañante guardó silencio. Descendimos por la pendiente, montamos en su cochecito y la señorita Riordan lo puso en marcha, le dio la vuelta sin luces, seguimos colina arriba y pasó la barrera sin problemas. A una manzana de distancia encendió los faros.

Me dolía la cabeza. No hablamos hasta llegar a la altura de la primera casa en la parte pavimentada de la calle.

—Usted necesita un trago —dijo mi acompañante—. ¿Por qué no volvemos a mi casa y se toma una copa? Puede telefonear a la comisaría desde allí. Tienen que venir desde Los Ángeles, en cualquier caso. Por estos alrededores no hay más que un cuartel de bomberos.

—Siga adelante por la costa. Voy a actuar solo.

—Pero ¿por qué? No tengo miedo de la policía. Lo que yo cuente puede serle de ayuda.

—No quiero ayuda. Tengo que pensar. Necesito estar solo durante un rato.

—Pero… De acuerdo.

Hizo un ruido impreciso con la garganta y giró hacia el bulevar. Llegamos a la gasolinera de la carretera de la costa y seguimos hacia el norte, camino de Montemar Vista y del café con la terraza al aire libre. Estaba iluminado como un trasatlántico de lujo. La señorita Riordan metió el coche en el arcén, yo me apeé y mantuve abierta la portezuela.

Busqué una tarjeta en el billetero y se la pasé.

—Algún día quizá necesite un buen apoyo —dije—. Hágamelo saber. Pero no me llame si sólo se trata de trabajar con la cabeza.

La señorita Riordan golpeó varias veces la tarjeta contra el volante y dijo muy despacio:

—Me encontrará en la guía de teléfonos de Bay City, 819 de la calle 25. Venga a verme y cuélgueme una medalla de cartón piedra por ocuparme de mis propios asuntos. Me parece que todavía está grogui por el golpe que le han dado.

Hizo un giro de 180 grados en un abrir y cerrar de ojos y vi cómo las luces traseras de su cochecito se perdían en la oscuridad.

Dejé atrás el arco y el café con la terraza al aire libre; al llegar al aparcamiento subí a mi automóvil. Tenía delante un bar y estaba otra vez temblando. Pero parecía más sensato entrar en la comisaría de policía de Los Ángeles Oeste —como hice veinte minutos después— tan frío como una rana y tan verde como un billete de dólar recién estrenado.