Llegué a Montemar Vista cuando la luz empezaba a difuminarse, pero el mar tenía aún un hermoso centelleo y las olas rompían muy lejos de la orilla en largas curvas suaves. Exactamente debajo del borde espumoso de las olas, un grupo de pelícanos volaba en formación de bombarderos. Un yate solitario regresaba al puerto de Bay City. Más allá, el enorme vacío del océano tenía un color gris amoratado.
Montemar Vista no era más que unas cuantas docenas de casas de distintas formas y tamaños agarradas con uñas y dientes al espolón de una montaña, y daba toda la sensación de que un buen estornudo bastaría para derribarlas entre los almuerzos de los bañistas.
Sobre la playa discurría la carretera, y atravesaba un amplio arco de cemento que era en realidad un puente para peatones. A continuación, una escalera de cemento, con una sólida barandilla de hierro galvanizado a un lado, ascendía, recta como una regla, por la ladera de la montaña. Más allá del arco, el café con una terraza al aire libre del que mi cliente había hablado parecía bien iluminado y alegre en el interior, pero bajo el toldo a rayas las mesas con patas de hierro y tableros de mármol estaban vacías, a excepción de una solitaria mujer morena con pantalones, frente a una botella de cerveza, que fumaba y contemplaba el mar con aire taciturno. Un foxterrier estaba usando una de las sillas de hierro a manera de farola. La mujer regañó al perro con aire ausente y yo pasé por delante con el coche y me convertí en cliente del café al decidir utilizar el espacio reservado para aparcar.
Luego crucé a pie el arco e inicié la subida por la escalera de cemento. Era un paseo agradable si a uno le gusta resoplar. Hasta la calle Cabrillo conté doscientos ochenta escalones —cubiertos de arena arrastrada por el viento—, y la barandilla me pareció tan fría y húmeda como el vientre de un sapo.
Cuando llegué arriba, el mar había perdido su centelleo y una gaviota a la que le colgaba una pata rota se debatía contra la brisa procedente del océano. Me senté en el último escalón, frío y húmedo, vacié los zapatos de la arena que se me había metido y esperé a que mi pulso se hiciera más lento y se situara apenas por encima de cien. Cuando de nuevo respiraba ya más o menos normalmente, me despegué la camisa de la espalda y seguí hasta la casa iluminada, la única que, dando un grito, se podía alcanzar desde donde estaba.
Era una casita agradable, con una escalera de caracol que la sal había deslustrado y que llegaba hasta la puerta principal, y con un farol como de diligencia para iluminar la entrada. El garaje se hallaba debajo y a un lado. La puerta corredera estaba alzada y enrollada, y la luz del porche iluminaba oblicuamente un enorme coche negro con adornos cromados que parecía un acorazado, y que llevaba una cola de coyote atada a la victoria alada del radiador, además de unas iniciales grabadas donde debería estar la marca. Tenía el volante a la derecha y daba la sensación de haber costado más que la casa.
Subí por la escalera de caracol, busqué el timbre y acabé utilizando un llamador con forma de cabeza de tigre. La niebla del atardecer se tragó su estrépito. No oí paso alguno en el interior de la casa. Sobre la espalda sentía la camisa húmeda como si fuera una bolsa de hielo. Finalmente la puerta se abrió sin hacer ruido y me encontré delante de un individuo alto y rubio con un traje blanco de franela y un pañuelo violeta de satén en torno al cuello.
En el ojal de la chaqueta llevaba un aciano, y el azul pálido de sus ojos resultaba desvaído en comparación. El pañuelo violeta, poco apretado, permitía ver que no llevaba corbata y que tenía un cuello ancho, moreno y blando, como el de una mujer robusta. Sus facciones tendían un tanto a la tosquedad, pero era bien parecido; medía un par de centímetros más que yo, un metro ochenta y cinco, aproximadamente. Sus cabellos rubios estaban distribuidos, no sé si de manera natural o por artificio, en tres planos muy precisos que me hicieron pensar en escalones y no me gustaron. No me hubieran gustado en ningún caso. Además de todo aquello tenía —en líneas generales— todo el aspecto de un individuo destinado a llevar un traje blanco de franela con un pañuelo violeta en torno al cuello y un aciano en el ojal.
Se aclaró levemente la garganta y miró por encima de mi hombro al mar ensombrecido.
—¿Sí? —dijo su voz, fría y desdeñosa.
—Las siete —respondí—. En punto.
—Sí, claro. Veamos, se llama usted… —Hizo una pausa y frunció el entrecejo esforzando la memoria. El efecto resultó tan poco creíble como el historial de un coche usado. Le dejé trabajar durante un minuto y luego dije:
—Philip Marlowe. Lo mismo que hace un rato.
Me obsequió con un rápido fruncimiento de ceño, como si quizá debiera tomar alguna medida contra mi impertinencia. Luego dio un paso atrás y dijo con frialdad:
—Ah, sí. Efectivamente. Pase, Marlowe. Mi criado libra esta noche.
Abrió del todo la puerta con la punta de un dedo, como si abrirla en persona le ensuciara un poco.
Al pasar a su lado me llegó olor a perfume. Mi anfitrión cerró la puerta. Estábamos en una galería baja, con una barandilla de metal, que rodeaba tres lados de un amplio estudio y sala de estar. El cuarto lado contenía una gran chimenea y dos puertas. En el hogar crepitaba un fuego. A todo lo largo de la galería había estanterías con libros y, colocadas sobre pedestales, esculturas con un vidriado de aspecto metálico.
Descendimos los tres escalones hasta la parte principal del cuarto de estar. La alfombra casi me hizo cosquillas en los tobillos. Había también un piano de cola, cerrado. Sobre él, en un extremo, descansaba un florero de plata, muy alto, con una sola rosa amarilla, y debajo una tira de terciopelo color melocotón. Había muchos muebles agradables y blandos, además de cojines sobre el suelo, algunos con borlas doradas y otros sin nada. Era una habitación acogedora, si uno no se ponía violento. Había también un diván muy amplio, cubierto de damasco, en un rincón oscuro, a modo de sofá donde comprobar el talento de jóvenes aspirantes a actrices. Era la clase de habitación en la que la gente se sienta con las piernas recogidas debajo del cuerpo, saborea terrones de azúcar empapados en ajenjo, habla con voz artificiosa y en ocasiones sencillamente chilla. Era una habitación donde podía suceder cualquier cosa, excepto que alguien se pusiera a trabajar.
El señor Lindsay Marriott se colocó artísticamente en la curva del piano de cola, se inclinó para aspirar el aroma de la rosa amarilla, luego abrió una pitillera francesa esmaltada y encendió un largo cigarrillo de papel oscuro y filtro dorado. Yo me senté en una silla de color rosa no muy seguro de no dejarla marcada. Encendí un Camel, lancé el humo por la nariz y contemplé un trozo reluciente de metal negro colocado sobre un pedestal. El metal describía una amplia curva muy suave, con un pliegue poco profundo, y dos protuberancias en la curva. Marriott se dio cuenta de que lo estaba mirando.
—Una pieza interesante —dijo con despreocupación—. Tan sólo hace unos días que la tengo. El espíritu de la aurora, de Asta Dial.
—Pensaba que era Dos verrugas en un trasero, de Klopstein —respondí yo. El rostro del señor Lindsay Marriott adquirió la expresión de alguien que se acaba de tragar una avispa. Le costó algún trabajo recobrar la serenidad.
—Tiene usted un sentido del humor un tanto peculiar —dijo.
—Peculiar no —respondí—. Tan sólo desenvuelto.
—Sí —dijo con gran frialdad—. Supongo que sí. No tengo la menor duda… Bien, el motivo de que haya querido verlo es, de hecho, un asunto de muy poca importancia. Apenas merecedor de hacerle venir hasta aquí. Dentro de un rato estoy citado con dos individuos a los que he de entregar una cantidad. Me ha parecido que quizá no esté de más que alguien me acompañe. ¿Lleva usted pistola?
—A veces, sí —respondí, fijándome en el hoyuelo que tenía Marriott en la barbilla, carnosa y ancha. Se podría esconder dentro una canica.
—No quiero que la lleve. No se trata de eso. Tan sólo de una transacción estrictamente financiera.
—Casi nunca disparo contra nadie —dije—. ¿Un problema de chantaje? Marriott frunció el entrecejo.
—No, desde luego. No es costumbre mía dar a nadie pie para hacerme chantaje.
—Pasa hasta en las mejores familias. Diría que sobre todo a las mejores familias.
Marriott agitó el cigarrillo. Sus ojos de color aguamarina adquirieron una expresión ligeramente pensativa, pero sus labios sonrieron. El tipo de sonrisa que va bien con un lazo de seda.
Lanzó una bocanada de humo e inclinó la cabeza hacia atrás, lo que acentuó las líneas firmes pero suaves de su garganta. Los ojos descendieron lentamente y me miró con detenimiento.
—Casi con toda seguridad voy a reunirme con esas personas en un sitio más bien solitario. Aún no sé dónde. Espero una llamada telefónica en la que se me darán los detalles. He de estar preparado para salir al instante. No será muy lejos de aquí. Eso es lo acordado.
—¿Le ha llevado algún tiempo concertar ese trato?
—Tres o cuatro días, de hecho.
—Ha dejado el problema de su guardaespaldas para el último momento.
Se puso a pensar en lo que le decía. Dio un golpecito al cigarrillo para quitarle la ceniza.
—Es cierto. Me ha costado trabajo decidirme. Sería mejor que fuera solo, aunque no se ha dicho nada definitivo sobre ese punto. Por otra parte, tampoco tengo madera de héroe.
—A usted lo conocen de vista, ¿no es eso?
—No…, no estoy seguro. Voy a transportar mucho dinero que no es mío. Represento a otra persona. No me sentiría justificado si renunciara a llevarlo personalmente, como es lógico.
Aplasté mi pitillo, me recosté en la silla de color rosa y esperé.
—¿Cuánto dinero y para qué?
—Bueno, en realidad… —Esta vez era una sonrisa bastante agradable, pero seguía sin gustarme—. No puedo ser más específico.
—¿Sólo quiere que vaya con usted para darle la mano?
Los dedos que sostenían el pitillo se le movieron bruscamente y algo de ceniza le cayó sobre el puño blanco de la camisa. La sacudió y se quedó mirando el sitio manchado.
—Me temo que no me gustan sus modales —dijo, utilizando el filo de la voz.
—No es la primera vez que alguien se queja —respondí—. Pero no parece que sea capaz de corregirme. Vamos a examinar un poco el trabajo que me propone. Quiere un guardaespaldas, pero que no lleve un arma. Quiere alguien que le ayude, pero no considera necesario que esa persona sepa lo que tiene que hacer. Quiere usted que yo arriesgue el tipo sin saber por qué o para qué ni cuál es el riesgo. ¿Qué me ofrece a cambio?
—En realidad no había pensado en ello. —Sus pómulos habían adquirido una tonalidad roja muy marcada.
—¿Cree usted que podría hacerlo?
Se inclinó hacia adelante con elegancia y sonrió entre dientes.
—¿Qué le parecería un buen puñetazo en la nariz?
Hice una mueca, me levanté y me puse el sombrero. Empecé a cruzar la alfombra en dirección a la puerta principal, pero sin apresurarme.
Su voz sonó bruscamente a mi espalda.
—Le estoy ofreciendo cien dólares por unas pocas horas de su tiempo. Si no es bastante, dígalo. No hay riesgo alguno. A una amiga le quitaron unas joyas en un atraco, y me dispongo a recuperarlas. Siéntese y no sea tan susceptible.
Volví a la silla rosa y me senté de nuevo.
—De acuerdo —dije—. Cuéntemelo.
Nos miramos el uno al otro durante diez largos segundos.
—¿Ha oído hablar alguna vez de jade Fei Tsui? —preguntó despacio, mientras encendía otro de sus cigarrillos oscuros.
—No.
—Es la única clase valiosa de verdad. Otras variedades lo son hasta cierto punto por el material, pero sobre todo por la manera en que están trabajadas. Fei Tsui es intrínsecamente valioso. Todos los depósitos conocidos se agotaron hace cientos de años. Una amiga mía posee un collar de sesenta cuentas, delicadamente talladas, de unos seis quilates cada una. Con un valor de ochenta o noventa mil dólares. El gobierno chino posee otro un poco mayor valorado en ciento veinte mil. Mi amiga fue víctima de un atraco hace muy pocas noches y le robaron el collar. Yo estaba presente, pero no pude hacer nada. La había llevado en coche a una fiesta y después al Trocadero, y regresábamos a su casa desde allí. Un coche nos rozó el guardabarros y se detuvo, creía yo, para disculparse. Pero se trataba de un atraco muy rápido y muy limpio. Tres o cuatro hombres: aunque yo sólo vi a dos, estoy seguro de que otro se quedó en el coche, empuñando el volante, y me pareció vislumbrar a un cuarto a través de la ventanilla posterior. Mi amiga llevaba puesto el collar. Se apoderaron de él y también de dos sortijas y una pulsera. El que parecía jefe examinó las joyas sin prisa a la luz de una linterna. A continuación devolvió una de las sortijas; dijo que aquello nos daría idea del tipo de gente con que estábamos tratando, y nos pidió que esperásemos una llamada telefónica suya antes de informar a la policía o a la compañía de seguros. De manera que obedecimos sus instrucciones. Pasan muchas cosas por el estilo, claro. O se es discreto y se paga el rescate, o no se vuelven a ver las joyas. Si están aseguradas al cien por cien, quizá no importe, pero si se trata de piezas únicas, todo el mundo opta por pagar el rescate.
Asentí con la cabeza.
—Y ese collar de jade no es una cosa que se encuentre todos los días. Deslizó un dedo por la brillante superficie del piano con expresión soñadora, como si tocar cosas suaves le resultara muy placentero.
—Precisamente. Es irremplazable. Mi amiga no debería haberlo sacado de casa. Pero es una mujer temeraria. Las otras joyas eran buenas pero ordinarias.
—Ya. ¿Cuánto va a pagar?
—Ocho mil dólares. Una ganga. Aunque dado que no es posible conseguir otro igual, tampoco esos delincuentes se desharían de él con facilidad. Probablemente lo conocen todos los que comercian con joyas en los Estados Unidos.
—Esa amiga suya…, ¿tiene nombre?
—Prefiero no revelarlo de momento.
—¿Cómo va a hacer la entrega?
Me miró despacio, acentuada la palidez de sus ojos azules. Tuve la impresión de que estaba un poco asustado, pero la verdad es que no lo conocía apenas. Quizá se tratase de resaca. La mano que sostenía el cigarrillo de papel oscuro no conseguía estarse quieta.
—Llevamos varios días negociando por teléfono…, yo hago de intermediario. Lo hemos acordado todo excepto la hora y el lugar. Ha de ser esta noche misma. Espero una llamada de los atracadores. No será muy lejos, me dijeron, y he de estar preparado para salir de inmediato. Imagino que lo hacen así para que no les tiendan una trampa. Me refiero a la policía.
—Ya. ¿Está marcado el dinero? Porque supongo que es dinero.
—Billetes, por supuesto. De veinte dólares. No, ¿por qué tendrían que estar marcados?
—Se puede hacer de manera que sea necesario utilizar luz negra para reconocerlos. Por ninguna razón especial, excepto que a la poli le gusta acabar con esas bandas…, si consiguen que la gente coopere. Parte del dinero podría aparecer encima de algún sujeto con antecedentes.
Frunció el entrecejo con aire pensativo.
—Me temo que no sé qué es luz negra.
—Ultravioleta. Hace que determinadas tintas metálicas brillen en la oscuridad. Podría hacer que se lo preparasen.
—Me temo que ahora ya no hay tiempo —dijo con tono cortante.
—Ésa es una de las cosas que me preocupan.
—¿Por qué?
—No me gusta que haya esperado hasta tan tarde para llamarme. Por qué me ha elegido a mí. ¿Quién le dio mi nombre?
Se echó a reír. Su risa era bastante juvenil, aunque no de un muchacho muy joven.
—Si he de serle sincero, tengo que confesar que elegí su nombre al azar en el listín de teléfonos. En realidad no pensaba llevar a nadie conmigo. Pero esta tarde he cambiado de idea.
Encendí otro de mis cigarrillos aplastados y estudié los músculos de su garganta.
—¿Cuál es el plan?
Marriott extendió los brazos.
—He de ir, simplemente, a donde me digan, entregar el paquete con el dinero y recibir a cambio el collar de jade.
—Ya.
—Parece gustarle esa palabra.
—¿Qué palabra?
—Ya.
—¿Dónde estaré yo? ¿En la parte de atrás del coche?
—Imagino que sí. Es un coche grande. Podría esconderse con facilidad en la parte de atrás.
—Escuche —dije muy despacio—. Se propone ir, conmigo escondido en su automóvil, a un lugar que le indicarán por teléfono en algún momento de la noche. Llevará encima ocho mil dólares en billetes, con lo que se supone que recuperará un collar de jade que vale diez o doce veces más. Probablemente le darán un paquete que no le permitirán abrir…, si es que recibe algo. También es posible que se limiten a quitarle el dinero, contarlo en otro sitio, y mandarle el collar por correo, si se sienten compasivos. Nada les impide darle gato por liebre. Ni yo podré hacer nada para detenerlos. Son atracadores. Gente dura. Puede incluso que le den un golpe en la cabeza, no muy fuerte, pero sí lo bastante para inutilizarlo mientras se ponen a salvo.
—Sí, de hecho me asusta un poco que pueda suceder una cosa así —dijo en voz baja, al tiempo que le temblaban los párpados—. Imagino que ése es el motivo de que haya querido que alguien me acompañe.
—¿Lo enfocaron con una linterna durante el atraco?
Lo negó con un gesto de cabeza.
—Es igual. Han tenido una docena de oportunidades de examinarlo desde entonces. Probablemente sabían todo lo que hay que saber acerca de usted antes del atraco. Esos golpes se estudian siempre. Los preparan igual que los dentistas hacen moldes antes de ponerle a alguien un diente de oro. ¿Sale mucho con esa prójima?
—Bueno…, con cierta frecuencia —dijo, bastante molesto.
—¿Casada?
—Escuche —dijo con brusquedad—. Vamos a dejar a la señora al margen de este asunto.
—Está bien —dije—. Pero cuanto más sepa menos platos romperé. Tendría que dejarlo plantado, Marriott. Ni más ni menos. Si esos chicos se van a portar como es debido, no me necesita. En caso contrario, no serviré de nada.
—Todo lo que quiero es su compañía —dijo muy deprisa.
Me encogí de hombros y extendí las manos.
—De acuerdo, pero yo conduzco el coche y llevo el dinero; y usted se esconde detrás. Somos más o menos de la misma estatura. Si hay algún problema, simplemente les decimos la verdad. No perdemos nada con ello.
—No.
Se mordió el labio.
—Voy a recibir cien dólares por no hacer nada. Si a alguien le dan un porrazo, debería ser a mí.
Frunció el entrecejo y negó con la cabeza, pero después de un buen rato su gesto se dulcificó poco a poco y acabó sonriendo.
—Muy bien —dijo muy despacio—. No creo que tenga mucha importancia. Estaremos juntos. ¿Qué tal una copa de coñac?
—Bien. También me puede traer los cien dólares. Me gusta el tacto del dinero.
Se alejó como un bailarín, el cuerpo casi inmóvil de la cintura para arriba.
Sonó el teléfono mientras se alejaba. Estaba en un pequeño hueco, distinto del cuarto de estar propiamente tal, en la galería. Pero no era la llamada que esperábamos. El tono de su voz fue demasiado afectuoso.
Al cabo de un rato regresó, siempre como si bailara, con una botella de Martell de cinco estrellas y cinco billetes de veinte dólares completamente nuevos. Aquello dio un cariz muy agradable a la velada…, hasta el momento.