5

El número 1644 de West 54th Place era una casa marrón y reseca que tenía delante un jardincillo marrón igualmente reseco. Una gran calva rodeaba a una palmera de aspecto resistente. Presidía el porche una solitaria mecedora de madera y, con la brisa de la tarde, los renuevos de las poinsettias, que nadie había podado, golpeaban la agrietada pared de estuco. Una hilera de amarillentas prendas mal lavadas se agitaba rígidamente sobre un alambre oxidado en el patio lateral.

Pasé de largo con el coche algo así como la cuarta parte de la manzana, aparqué en la acera del otro lado y regresé a pie.

El timbre no funcionaba, de manera que di unos golpes en el marco de madera de la puerta mosquitera. Se oyó un lento arrastrar de pies, la puerta se abrió y descubrí ante mí en la penumbra a una mujer de aspecto desastrado que se sonaba la nariz. Tenía el rostro hinchado y grisáceo. Pelo ensortijado de ese color incierto que no es ni castaño ni rubio, que tampoco tiene la vida suficiente para llamarlo rojo y no está lo bastante limpio para calificarlo de gris. El cuerpo, con algunos kilos de más, quedaba oculto por un informe albornoz de franela de una venerable antigüedad en cuanto a color y diseño. Era sencillamente algo con que cubrirse el cuerpo. Los dedos de los pies, grandes, resultaban bien visibles en unas zapatillas abiertas de hombre, de cuero marrón muy estropeado.

—¿La señora Florian? ¿La señora Jessie Florian?

Emitió un vago sonido afirmativo, pero la voz le salió de la garganta como un enfermo que se levanta con mucha dificultad de la cama.

—¿Es usted la señora Florian cuyo marido llevaba un local en Central Avenue? ¿Mike Florian?

Se colocó un mechón de pelo detrás de una oreja de considerables dimensiones. En sus ojos brilló la sorpresa.

—¿Có… cómo? Por el amor del cielo —dijo con voz ronca—. A Mike lo perdí hace cinco años. ¿Quién me ha dicho usted que era?

La puerta mosquitera seguía cerrada y con el gancho puesto.

—Soy detective —dije—. Busco un poquito de información.

Me miró fijamente durante un minuto interminable. Luego, con notable esfuerzo, retiró el gancho de la puerta y se dio la vuelta, alejándose.

—Pase, entonces. Todavía no he tenido tiempo de limpiar —dijo con entonación quejumbrosa—. ¿Polis, eh?

Entré y volví a cerrar la puerta, colocando el gancho en su sitio. Un mueble radio, grande y de buena calidad, zumbaba a la izquierda, en una esquina de la habitación. Era la única cosa decente que había en la casa. Parecía recién comprado. Todo lo demás eran trastos viejos: sillones sucios, con excesivo relleno, una mecedora de madera que hacía juego con la del porche, un arco cuadrado por el que se pasaba al comedor con una mesa manchada, marcas de dedos por todas partes en la puerta batiente del otro lado, que llevaba a la cocina. Un par de lámparas deshilachadas, con pantallas de colores chillones que ahora resultaban tan alegres como prostitutas jubiladas.

La mujer se sentó en la mecedora, dejó caer las zapatillas y me miró. Yo contemplé la radio y me senté en el extremo de un sofá. La señora Florian se dio cuenta de que miraba la radio. Una falsa animación, tan insípida como té chino, apareció en su rostro y en su voz:

—No tengo otra compañía —dijo. Luego dejó escapar una risita ahogada—. Mike no ha hecho nada malo, ¿verdad? No recibo muchas visitas de polis.

Su risita contenía un deje alcohólico. Al recostarme tropecé con algo duro, metí la mano y saqué una botella de ginebra vacía. La señora Florian dejó escapar de nuevo una risita.

—Era una broma, no me haga caso —dijo—. Pero le pido a Dios que haya suficientes rubias de bote donde esté. Aquí abajo siempre le parecieron pocas.

—Yo estaba pensando más bien en una pelirroja —dije.

—Supongo que tampoco despreciaría unas cuantas. —Su mirada, me pareció, no era ya tan imprecisa—. No recuerdo. ¿Alguna pelirroja en especial?

—Sí. Una chica llamada Velma. No sé qué apellido usaba, excepto que no sería el suyo. Trato de localizarla porque me lo ha pedido su familia. El local de su marido de usted en Central Avenue es ahora un sitio para negros, aunque no le han cambiado el nombre, y, por supuesto, la gente que está allí nunca han oído hablar de ella. De manera que pensé en usted.

—La familia se ha tomado su tiempo antes… de empezar a buscarla —dijo la mujer con aire pensativo.

—Hay algo de dinero en el asunto. No mucho. Supongo que la necesitan para cobrarlo. El dinero agudiza la memoria.

—También las bebidas fuertes —respondió la mujer—. Hoy hace calor, ¿no le parece? Pero usted ha dicho que era poli. —Ojos calculadores, rostro atento, concentrado. Los pies, de nuevo en las zapatillas de hombre, no se movieron.

Alcé la botella vacía y la agité. Luego la tiré a un lado y metí la mano en el bolsillo trasero donde llevaba el medio litro de bourbon que el recepcionista negro y yo apenas habíamos probado y coloqué la botella sobre mi rodilla. Los ojos de la mujer la contemplaron con incredulidad. Luego la sospecha le trepó por toda la cara, como un gatito, pero no tan juguetona.

—Usted no es un poli —dijo un voz baja—. Ningún poli ha comprado nunca ese whisky. ¿Dónde está el chiste, amigo?

Se volvió a sonar la nariz, con uno de los pañuelos más sucios que yo había visto nunca. Sus ojos no se apartaban de la botella. La sed forcejeaba con la sospecha y acabaría ganando. Siempre lo hace.

—La tal Velma era una artista, una cantante. ¿No la conocía usted? Supongo que no iba mucho por allí.

Sus ojos, de color alga marina, seguían fijos en la botella. La señora Florian se humedeció los labios con la lengua.

—Vaya, eso es whisky de buena calidad —suspiró. Me tiene sin cuidado quién sea usted. Sujétela con cuidado, amigo. No es momento de dejar caer nada.

Se puso en pie, salió de la habitación caminando como un pato y regresó con dos vasos de cristal grueso nada limpios.

—Sin hielo ni agua. Basta con lo que usted ha traído —dijo.

Le serví un lingotazo que me hubiera hecho ignorar la ley de la gravedad. La señora Florian se apoderó del vaso con hambre, se lo echó al coleto como una aspirina y clavó de nuevo los ojos en la botella. Le serví por segunda vez y yo me adjudiqué una cantidad más discreta. Ella se volvió con el vaso a la mecedora. Los ojos le habían adquirido ya una tonalidad mucho más marrón.

—Conmigo este bourbon se muere sin sentirlo —dijo antes de acomodarse otra vez—. Nunca sabe quién acaba con él. ¿De qué estábamos hablando?

—Una pelirroja llamada Velma que trabajaba en el local de su marido en Central Avenue.

—Claro. —Hizo uso de su segunda copa. Me acerqué y le dejé la botella al alcance de la mano. No tardó en cogerla—. Claro. ¿Quién me ha dicho usted que era?

Saqué una tarjeta de visita y se la pasé. La leyó utilizando lengua y labios, luego la dejó caer en la mesa que tenía al lado y puso encima el vaso vacío.

—Ah, un detective privado. Eso no me lo había dicho, amigo. —Movió un dedo en mi dirección, en regocijada advertencia—. Pero el whisky dice que es usted un buen tipo después de todo. Brindemos por la delincuencia. —Se sirvió una tercera copa y procedió a bebérsela.

Me senté y esperé, manoseando maquinalmente un cigarrillo. O sabía algo o no sabía nada. Si sabía algo, me lo diría o se lo callaría. Era así de sencillo.

—Pelirroja muy atractiva —dijo despacio y con trabajo—. Sí que la recuerdo. Canto y baile. Bonitas piernas y generosa con ellas. Se marchó a algún sitio. ¿Cómo voy a saber lo que hacen esas golfas?

—En realidad, no pensaba que lo supiera —dije—. Pero era lógico que viniera a preguntárselo, señora Florian. Sírvase usted misma…, puedo ir a por más whisky cuando lo necesitemos.

—Usted no está bebiendo —dijo de repente.

Cubrí mi vaso con la mano y bebí despacio lo que quedaba para que pareciese más.

—¿Dónde tiene a la familia? —preguntó de pronto.

—¿Qué más da?

—De acuerdo —dijo desdeñosamente—. Todos los polis son iguales. De acuerdo, hermoso. Un fulano que me invita a una copa es un amigo. —Alcanzó la botella y se sirvió por cuarta vez—. No debería pegar la hebra con usted. Pero cuando alguien me cae bien, me puede pedir la luna. —Sonrió sin gracia. Resultaba tan atractiva como una bañera—. Agárrese al asiento y no pise ninguna serpiente —me dijo—. Se me ha ocurrido una idea.

Se alzó de la mecedora, estornudó, casi perdió el albornoz, se lo volvió a colocar, ciñéndoselo sobre el estómago, y me miró con frialdad.

—No está permitido mirar —dijo; luego abandonó de nuevo el cuarto, golpeando el marco de la puerta con el hombro.

Oí sus pasos inciertos mientras se dirigía a la parte trasera de la casa.

Los renuevos de las poinsettias golpeaban monótonamente contra la fachada. La cuerda de tender la ropa gemía vagamente a un lado de la casa. El hombre de los helados pasó por la calle tocando la campanilla. En un rincón, el aparato de radio —grande, nuevo, lustroso— hablaba en susurros de danzas y amores con una suave nota, profunda y vibrante, semejante al temblor en la voz de un cantante de romanzas.

Luego me llegó, desde el fondo de la casa, ruido de tropiezos diversos. Una silla pareció caerse hacia atrás, el cajón de un escritorio, abierto con demasiada violencia, acabó en el suelo, todo acompañado de revolver de objetos, de ruidos sordos y de palabras inconexas entre dientes. A continuación el clic de una cerradura y el chirrido de la tapa de un baúl al levantarse. Nuevas búsquedas y nuevos ruidos. Una bandeja derribada. Me levanté del sofá, me escurrí hasta el comedor y desde allí a un pasillo muy corto. Me asomé por el borde de una puerta abierta.

La señora Florian se balanceaba delante del baúl, tratando de coger lo que había dentro y luego, muy enfadada, se apartaba el pelo de la frente. Estaba más borracha de lo que creía. Se inclinó hacia atrás, recobró el equilibrio, tosió y suspiró. Luego se arrodilló y metió ambas manos en el baúl para apoderarse de algo.

Las manos reaparecieron sosteniendo, de manera muy precaria, un grueso paquete atado con una descolorida cinta rosa. Despacio, torpemente, desató la cinta. Sacó un sobre del paquete y de nuevo se inclinó hacia atrás para esconder el sobre en el lado derecho del baúl. Después ató otra vez la cinta con dedos inseguros.

Volví sigilosamente por donde había venido y me senté en el sofá. La señora Florian regresó al cuarto de estar, entre respiraciones que parecían estertores, y se detuvo en el marco de la puerta, balanceándose, con el paquete.

Me sonrió con gesto triunfal, y lo arrojó a mis pies. Después volvió contoneándose a su mecedora, se sentó y echó mano del whisky.

—Mírelas —masculló. Fotos. Instantáneas de periódicos. Aunque esas golfas sólo salieron en la prensa procedentes de los ficheros de la policía. Gente que trabajó en el local. Es todo lo que me dejó el muy hijo de puta; eso y su ropa usada.

Ojeé el mazo de brillantes fotografías de hombres y mujeres en posturas profesionales. Los varones tenían rostros afilados y astutos y ropa de hipódromo o estaban maquillados de la manera más excéntrica a manera de payasos. Bailarines y cómicos que sólo actuarían en giras por provincias de ínfima categoría. Pocos con esperanzas de llegar a locales de lujo. Se los encontraría en funciones de vodevil en pueblos de mala muerte, recién lavados, o en baratos teatros de revista, todo lo subidos de tono que la ley les permitía y de cuando en cuando pasándose lo suficiente como para una redada de la policía y una aparición por el juzgado, y de vuelta al espectáculo, sonriendo, desafiantemente sucios y con el olor repugnante del sudor rancio. Las mujeres tenían buenas piernas y exhibían sus curvas más de lo que el código de la decencia consideraba permisible. Pero los rostros resultaban tan manidos como el gato de un despacho de contable. Rubias, morenas, con grandes ojos vacunos faltos de vida. Ojillos penetrantes, con codicia de pilluelos. En uno o dos casos, con expresión a todas luces depravada. También una o dos de las muchachas podrían haber sido pelirrojas. No era posible saberlo por las fotografías. Las miré despreocupadamente, sin interés, y volví a atar el paquete con la cinta.

—¿Por qué me las enseña? —dije—. No sabría reconocerla.

La señora Florian me miró de reojo por encima de la botella que su mano derecha lograba apenas sostener.

—¿No buscaba a Velma?

—¿Es una de ésas?

Una expresión de increíble astucia se paseó por su rostro, pero no se encontró a gusto y se marchó a otro sitio.

—¿No tiene una foto suya… que le haya dado la familia?

—No.

Aquello la preocupó. Todas las chicas tienen alguna foto, aunque sea vestidas de corto y con un lazo en el pelo. Tendrían que habérmela dado.

—Está otra vez dejando de gustarme —dijo mi interlocutora casi con indiferencia.

Me levanté con el vaso en la mano y fui a ponerlo junto al suyo en la mesita vecina a la mecedora.

—Sírvame un trago antes de que se acabe la botella.

Mientras extendía el brazo me di la vuelta y salí deprisa por el arco que comunicaba con el comedor, crucé el pasillo y entré en el abarrotado dormitorio con el baúl abierto y la bandeja revuelta. Una voz gritó detrás de mí. Busqué directamente en el lado derecho del baúl, encontré el borde del sobre y lo saqué inmediatamente.

Jessie Florian se había levantado de la mecedora cuando volví al cuarto de estar, pero sólo para dar dos o tres pasos. Había en sus ojos una peculiar vidriosidad. Una vidriosidad asesina.

—Siéntese —le gruñí con firmeza—. Esta vez no trata con un ingenuo pedazo de carne como Moose Malloy.

Fue, más o menos, un palo de ciego, pero no acertó en ningún blanco. La señora Florian parpadeó dos veces y trató de levantar la nariz con el labio superior. Aparecieron unos cuantos dientes bastante sucios en una sonrisa de conejo.

—¿Moose? ¿Qué pasa con él? —preguntó tragando saliva.

—Anda suelto —dije. Ha salido de la cárcel. Va por ahí con un Colt del 45. Hoy por la mañana ha matado a un negro en Central Avenue porque no quiso decirle dónde estaba Velma. Ahora busca al soplón que lo mandó a la cárcel hace ocho años.

La palidez le manchó la cara. Se llevó la botella a los labios y bebió con ansia. Parte del whisky le cayó por la barbilla.

—¡Y los polis lo están buscando! —dijo, echándose a reír—. Los polis. ¡Ja, ja! Una vieja muy simpática. Me encantaba estar con ella. Me hacía tilín emborracharla para mis propios sórdidos fines. Yo era un tipo estupendo. Disfrutaba siendo yo. En mi profesión uno se puede tropezar casi con cualquier cosa, pero empezaba a sentir alguna que otra náusea.

Abrí el sobre que mi mano sujetaba con fuerza y saqué una fotografía. Era como las otras pero diferente, mucho más agradable. La chica iba vestida de Pierrot por encima de la cintura. Cubierto por el sombrero cónico de color blanco con una borla negra en la punta, el pelo, muy ahuecado, podría haber sido rojo. La cara estaba de perfil, pero en el ojo visible se reconocía algo semejante a un destello de alegría. No voy a decir que fuera un rostro encantador e inocente: no soy un experto. Pero la chica era bonita. La gente se había portado bien con aquella cara, o lo suficientemente bien para su círculo. Se trataba sin embargo de una cara muy corriente y era bonita como pueda serlo algo que sale de una cadena de montaje. A mediodía se ven doce caras así en una manzana de cualquier ciudad.

Por debajo de la cintura la fotografía era sobre todo piernas, y muy bonitas, por cierto. Estaba firmada en el ángulo inferior derecho: «Siempre tuya, Velma Valento».

La coloqué delante de la señora Florian, pero fuera de su alcance. Me embistió, pero se quedó corta.

—¿Por qué esconderla? —le pregunté.

No emitió otro sonido que el ronco murmullo de su respiración. Introduje la foto en el sobre y me lo guardé en el bolsillo.

—¿Por qué esconderla? —volví a preguntar—. ¿Qué es lo que la hace diferente de las demás? ¿Dónde está?

—Muerta —dijo ella—. Era una chica maja, pero está muerta, señor policía. Váyase.

Las cejas pardas, depiladas tiempo atrás hasta desaparecer, subieron y bajaron. Abrió la mano, la botella de whisky se deslizó hasta la alfombra y empezó a gorgotear. Me agaché para recogerla. Ella trató de golpearme en la cara con el pie. Me aparté hasta una distancia prudencial.

—Pero eso no explica que la esconda —le dije—. ¿Cuándo murió? ¿Cómo?

—Soy una pobre mujer enferma —gruñó—. Déjeme en paz, condenado hijo de puta.

Me quedé allí mirándola, sin decir nada, sin pensar en nada especial que decir. Me coloqué a su lado al cabo de un momento y puse la botella plana, ya casi vacía, en la mesita.

La señora Florian contemplaba la alfombra. La radio murmuraba agradablemente en el rincón de la habitación. Un automóvil pasó por la calle y una mosca zumbó en una ventana. Después de mucho tiempo la dueña de la casa movió los labios y habló dirigiéndose al suelo, una confusa mezcla de palabras sin sentido alguno. Luego empezó a reír, echó la cabeza para atrás y un hilo de saliva le cayó por la comisura de la boca. Buscó la botella con la mano derecha y, mientras la vaciaba, el cristal hizo ruido al chocar con los dientes. Cuando ya no quedó nada, la levantó hacia la luz, la agitó y me la tiró. La botella aterrizó cerca de un rincón, resbaló por la alfombra hasta golpear el rodapié con un ruido sordo.

Volvió a mirarme una vez más de reojo; luego se le cerraron los ojos y empezó a roncar.

Puede que estuviera fingiendo, pero me daba igual. De repente tuve más que suficiente de aquella escena; demasiado; más que demasiado.

Recogí el sombrero que había dejado en el sofá, me llegué hasta la puerta y la abrí; luego, alzando el gancho exterior, salí al jardincillo. La radio seguía murmurando y la señora Florian roncaba suavemente en su sillón. Le lancé una última ojeada antes de cerrar la puerta. A continuación volví a abrirla en silencio y miré de nuevo.

Seguía con los ojos cerrados, pero algo brillaba debajo de los párpados. Bajé los escalones y llegué hasta la calle por el agrietado camino empedrado.

En la casa vecina un visillo estaba corrido hacia un lado y una cara alargada, muy cerca del cristal, miraba en mi dirección con evidente interés: el rostro de una anciana de cabellos blancos y nariz afilada.

La típica entrometida controlando a sus vecinos. Siempre hay al menos una como ella en cada manzana de casas. La saludé con un gesto de la mano. El visillo se cerró de inmediato.

Volví a mi coche, lo puse en marcha, regresé a la comisaría de la calle 77 y subí al maloliente cuchitril que Nulty utilizaba a modo de despacho.