En el piso alto otras dos puertas batientes separaban la escalera de lo que hubiera más allá. El gigante las abrió suavemente con los pulgares y entramos en la sala. Era una habitación larga y estrecha, no muy limpia, no muy bien iluminada, no muy alegre. En el otro extremo un grupo de negros canturreaba y charlaba bajo el cono de luz que iluminaba la mesa donde jugaban a los dados. El mostrador del bar ocupaba la pared de la derecha. El resto de la sala eran sobre todo mesitas redondas, con unos cuantos clientes, hombres y mujeres, todos negros.
El canturreo en la mesa de dados se detuvo bruscamente y la luz se apagó de golpe. Se produjo un silencio tan pesado como un barco con una vía de agua. Ojos que nos miraban, ojos de color castaño, en rostros que iban del gris al negro carbón. Cabezas que se volvían lentamente y ojos que brillaban y miraban fijamente en medio del denso silencio ajeno de otra raza.
Un negro grande, de cuello poderoso, estaba inclinado sobre el extremo del mostrador; llevaba unas ligas de color rosa en las mangas de la camisa y tirantes blanco y rosa que le cruzaban la amplia espalda. Tenía escrita en todos los detalles de su persona la condición de gorila. Apoyó muy despacio el pie que tenía levantado, se dio la vuelta sin prisa y se nos quedó mirando, separando los pies con mucha calma y pasándose una lengua muy ancha por los labios. Su rostro, lleno de señales, daba la impresión de haber sido golpeado por todo a excepción del cubo de una draga. Había en él cicatrices, depresiones, bultos y verdugones. Era una cara que no tenía nada que temer. Se le había hecho todo lo que cupiera imaginar.
El corto pelo ensortijado tenía un toque gris. A una de las orejas le faltaba el lóbulo.
Era un negro pesado y ancho, de piernas sólidas, un poco combadas en apariencia, lo que no es frecuente entre los negros. Se pasó otra vez la lengua por los labios, sonrió y empezó a moverse todo él, dirigiéndose hacia nosotros y adoptando sin esfuerzo una postura de boxeador. El gigante lo esperó en silencio.
El negro con las ligas de color rosa en los brazos apoyó una enorme mano morena contra el pecho del gigante. Pese a su tamaño, dio la sensación de no ser mayor que una tachuela. El gigante no se movió. El gorila sonrió amablemente.
—Blancos no, hermano. Sólo para gente de color. Lo siento.
El gigante recorrió la sala con sus ojillos grises. Se le enrojecieron un tanto las mejillas.
—Garito para negros —dijo, enojado, casi para sus adentros. Luego alzó la voz—: ¿Qué está haciendo Velma? —le preguntó al gorila.
El otro no llegó del todo a reírse. Examinó la ropa del gigante, la camisa marrón y la corbata amarilla, la chaqueta deportiva y las bolas de golf en miniatura. Movió delicadamente la poderosa cabeza, estudiándolo todo desde diferentes ángulos. Contempló también los zapatos de piel de cocodrilo. Rió con suavidad entre dientes. Dio la impresión de estar divirtiéndose. Me dio un poco de pena. Volvió a hablar amablemente.
—¿Velma ha dicho? No Velma aquí, hermano. Ni matarratas, ni chicas; nada de nada. Tan sólo salir pitando, figurín blanco, nada más que eso.
—Velma trabajaba aquí —dijo el gigante. Hablaba casi como en sueños, como si estuviera completamente solo, perdido en el bosque, recogiendo violetas. Saqué el pañuelo del bolsillo y me sequé otra vez la nuca.
El gorila rió de repente.
—Sí, claro —dijo, lanzando por encima del hombro una mirada a su público—. Velma trabajaba aquí. Pero ya no. Se ha retirado. Ja, ja.
—Quíteme la pezuña de la camisa —dijo el gigante.
El gorila frunció el entrecejo. No estaba acostumbrado a que le hablaran así. Retiró la mano de la camisa y la cerró formando un puño del tamaño y el color de una berenjena grande. Tenía que pensar en su trabajo, en su reputación de tipo duro, en el aprecio de su público. Pensó en todo aquello durante un segundo y cometió una equivocación. Movió el puño con fuerza mediante un breve y repentino movimiento del codo y golpeó al gigante en la mandíbula. Un suave suspiro recorrió la sala.
El puñetazo fue bueno. El hombro descendió y el cuerpo entero giró con él. Había mucha fuerza en aquel golpe y el individuo que lo propinó tenía toda la experiencia del mundo. El gigante no se movió más allá de un par de centímetros. Tampoco trató de parar el golpe. Lo encajó, agitó un poco la cabeza, su garganta emitió un sonido apenas audible y luego sujetó al gorila por la garganta.
El otro trató de darle un rodillazo en la entrepierna. El gigante le hizo girar en el aire y le separó las piernas obligándole a deslizar los pies sobre el sucio linóleo que cubría el suelo. Luego lo dobló hacia atrás y trasladó la mano derecha a su cinturón, que se rompió como un trozo de cordel. El gigante extendió entonces su enorme mano sobre la columna vertebral del gorila, y lo empujó, lanzándolo al otro lado de la sala, tropezando, girando sobre sí mismo, agitando los brazos. Tres clientes saltaron para apartarse de su camino, antes de que, al caer, derribase una mesa y se estrellara contra el zócalo, produciendo un estrépito que debió de oírse en Denver. Sus piernas se agitaron espasmódicamente. Luego dejó de moverse.
—Algunos tipos —dijo el gigante— no saben cuándo tienen que ponerse duros. —Se volvió hacia mí—: Sí —dijo—. Vamos a tomarnos un trago usted y yo.
Nos acercamos al mostrador. Los clientes, de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres, se convirtieron en sombras silenciosas que se deslizaron sin hacer el menor ruido hasta desaparecer por las puertas batientes que daban a la escalera. Tan en silencio como sombras sobre la hierba. Ni siquiera permitieron que las puertas se balancearan.
Nos acodamos sobre el mostrador.
—Un whisky sour —dijo el gigante—. Usted pida lo que quiera.
—Otro whisky sour —dije yo.
Nos sirvieron whisky sour.
El gigante, sin inmutarse, se bebió el suyo hasta vaciar el vaso, grueso y de poca altura. Luego contempló con gesto solemne al barman, un negro flaco, de aire preocupado, con una chaqueta blanca, que se movía como si le dolieran los pies.
—¿Usted sabe dónde está Velma?
—¿Velma, dice usted? —gimió el barman—. No la he visto por aquí últimamente. No en estos últimos tiempos, no señor.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
—Déjeme que eche la cuenta. —El barman dejó la servilleta que le colgaba del brazo, arrugó la frente y empezó a contar con los dedos—. Unos diez meses, calculo. Más o menos un año. Alrededor de…
—Decídase —dijo el gigante.
Al barman se le pusieron los ojos como platos y la nuez empezó a movérsele de un sitio para otro como un pollo descabezado.
—¿Desde cuándo este tugurio es un bar para negros? —preguntó el gigante con aspereza.
—¿Cuándo ha sido otra cosa?
El gigante convirtió la mano derecha en un puño en el que el vaso del whisky sour se perdía hasta casi desaparecer.
—Cinco años como mínimo —intervine yo—. Ese tipo no puede saber nada de una chica blanca llamada Velma. Ninguno de los de aquí.
El gigante me miró como si yo acabara de brotar del suelo. El whisky sour no parecía haberle mejorado el humor.
—¿Quién demonios le ha dado permiso para meter baza? —me preguntó. Sonreí. Me esforcé por obsequiarle con una gran sonrisa llena de afecto y amistad.
—Soy el tipo que entró aquí con usted. ¿Recuerda?
Me devolvió entonces la sonrisa, una mueca blanca sin fuerza, carente de sentido.
—Whisky sour —le dijo al barman—. Deje de mirar a las musarañas. Sírvanos.
El barman se movió de aquí para allá, poniendo los ojos en blanco. Yo me recosté en el mostrador y contemplé la sala, completamente vacía ya, a excepción del barman, del gigante, de un servidor y del gorila, que, aplastado todavía contra la pared, empezó por entonces a moverse. Lo hizo muy despacio, como si le costara un gran esfuerzo e intenso dolor. Se arrastró con mucho cuidado a lo largo del zócalo, como una mosca que sólo tuviera un ala. Se movió por detrás de las mesas, cansinamente, convertido en un individuo repentinamente viejo, repentinamente desilusionado. Lo miré mientras avanzaba. El barman nos sirvió otros dos whiskysours. Me volví hacia el mostrador. El gigante contempló un instante con indiferencia al gorila que se arrastraba y luego dejó por completo de prestarle atención.
—No queda nada del bar de entonces —se lamentó—. Tenían un escenario pequeño y una orquesta y habitacioncitas muy agradables donde una persona podía divertirse. Velma hacía gorgoritos de cuando en cuando. Pelirroja. Estaba para comérsela. Íbamos a casarnos cuando caí en la trampa y me metieron en chirona.
Me bebí mi segundo whisky sour. Empezaba a cansarme tanta aventura.
—¿Qué trampa? —pregunté.
—¿Dónde se figura que he estado los últimos ocho años?
—Cazando mariposas.
Se tocó el pecho con un índice del tamaño de un plátano.
—En chirona. Malloy es mi apellido. Me llaman Moose Malloy en razón de mi tamaño. Por el atraco a un banco, el Great Bend. Cuarenta grandes. Trabajo en solitario. ¿Verdad que estuvo muy bien?
—¿Se lo va a gastar ahora?
Puso cara de que no le parecía bien aquel comentario. Se oyó un ruido detrás de nosotros. El gorila estaba otra vez en pie, un poco tambaleante. Tenía la mano en el tirador de una puerta de color oscuro situada detrás de la mesa donde se jugaba a los dados. Consiguió abrirla y pasó del otro lado cayéndose a medias. La puerta se cerró con violencia. Se oyó el ruido de un pestillo.
—¿Adónde da? —preguntó Moose Malloy.
Los ojos del barman regresaron a la tierra, fijándose con dificultad en la puerta por la que el gorila había pasado a trompicones.
—Es… el despacho del señor Montgomery, caballero. El jefe. Tiene el despacho ahí.
—Quizá lo sepa él —dijo el gigante. Se bebió de un trago lo que le quedaba en el vaso—. Más le valdrá no ponerse tonto. Otros dos de lo mismo.
Cruzó la sala despacio pero con paso elástico, sin preocupación alguna. Su enorme espalda ocultó la puerta. Estaba cerrada con llave. La zarandeó un poco y una pieza del revestimiento saltó por un lado. Malloy entró y volvió a cerrar.
Se produjo un silencio. Miré al barman. El barman me miró. Sus ojos adquirieron una expresión pensativa. Limpió el mostrador, suspiró y se inclinó, con la mano derecha extendida.
Yo me estiré por encima del mostrador y le sujeté el brazo. Era muy delgado y frágil. Lo sostuve y le sonreí.
—¿Qué tiene ahí debajo, jefe?
Se pasó la lengua por los labios y se apoyó en mi brazo, pero no dijo nada. Su rostro reluciente se fue volviendo gris.
—Ese individuo es un tipo duro —dije. Y no me extrañaría que se enfadara. La bebida le produce ese efecto. Busca a una chica que conocía en otro tiempo. Y este sitio antes era un local para blancos. No sé si se da cuenta.
El barman se pasó la lengua por los labios.
—Ha estado a la sombra mucho tiempo —dije. Ocho años. No parece entender lo mucho que es, aunque yo pienso que debiera parecerle toda una vida. Cree que la gente de aquí tendría que saber dónde está su chica. ¿Me comprende?
El barman dijo muy despacio:
—Pensaba que venía usted con él.
—No he podido evitarlo. Me hizo una pregunta ahí abajo y luego me subió a rastras. No lo había visto en mi vida. Pero no me apeteció que me hiciera salir volando. ¿Qué tiene ahí?
—Una escopeta de cañones recortados —dijo el barman.
—No, no. Eso es ilegal —susurré—. Escúcheme; usted y yo estamos juntos en esto. ¿Tiene algo más?
—Una pistola —dijo el barman—. En una caja de puros. Suélteme el brazo.
—Muy bien —dije—. Apártese un poco. Con calma. De lado. No es momento de sacar la artillería.
—Lo dice usted —respondió, despectivo, el barman, apoyando todo el peso de su cansancio contra mi brazo—. Lo…
Dejó de hablar. Movió la cabeza bruscamente y puso los ojos en blanco.
Se oyó un ruido seco y ahogado en la parte trasera, detrás de la puerta cerrada más allá de la mesa donde se jugaba a los dados. Podía haber sido un portazo. Pero no me pareció que lo fuera. Al barman tampoco, porque se inmovilizó por completo y empezó a babear. Yo me quedé escuchando. No se oyó ningún otro ruido. Eché a andar deprisa hacia el final del mostrador, pero había tardado demasiado en reaccionar.
La puerta del fondo se abrió de golpe, empujada con fuerza y suavidad por Moose Malloy, que se detuvo en seco nada más entrar en la sala, los pies bien puestos sobre el suelo y en el rostro una amplia sonrisa incolora.
En su mano, un Colt 45 del ejército parecía una pistola de juguete.
—Que nadie intente nada ingenioso —dijo con tono amigable—. Las manos quietas sobre el mostrador.
El barman y yo hicimos lo que nos decía.
Moose Malloy recorrió la sala con una mirada que no se perdía ningún detalle. Su sonrisa era tensa, helada. Luego se dirigió hacia nosotros en silencio. Parecía perfectamente capaz de atracar un banco sin ayuda…, incluso como iba vestido.
—Arriba, negro —dijo sin levantar la voz cuando llegó junto al mostrador. El barman levantó las manos todo lo que pudo.
El gigante se colocó detrás de mí y me cacheó cuidadosamente de arriba abajo con la mano izquierda. Sentí el calor de su aliento en el cogote. Luego se alejó.
—El señor Montgomery tampoco sabía dónde estaba Velma —nos explicó—. Trató de decírmelo… con esto. —Palmeó el revólver con una mano. Se volvió despacio para mirar al negro—. Sí —dijo—. Me reconocerás. No te vas a olvidar de mí, socio. Pero diles a tus compinches que no se descuiden. —Agitó el revólver—. Bueno, hasta la vista, capullos. Tengo que coger el tranvía.
Echó a andar hacia el comienzo de las escaleras.
—No ha pagado los whiskis —dije.
Se detuvo y me miró con interés.
—Puede que tenga razón —dijo—. Pero yo no insistiría demasiado.
Siguió adelante, se deslizó entre la doble puerta batiente, y sus pasos sonaron muy remotos mientras bajaba las escaleras.
El barman se agachó. Salté detrás del mostrador y lo empujé para apartarlo. En un estante inferior había una escopeta de cañones recortados tapada con un paño. Y a su lado una caja de puros con una pistola automática de calibre 38. Cogí las dos. El barman se aplastó contra las hileras de vasos a su espalda.
Salí de detrás del mostrador y crucé la sala hasta la puerta que Malloy había dejado abierta. A continuación había un vestíbulo en forma de L, casi completamente a oscuras. El gorila, tumbado en el suelo, inconsciente, respiraba con dificultad y sostenía una navaja en una mano sin fuerza. Me incliné, se la quité y la tiré por una escalera trasera.
Pasé por encima y abrí una puerta en la que estaba escrito «Despacho» con pintura negra descascarillada a medias.
Dentro había un escritorio pequeño muy estropeado, junto a una ventana tapada en parte con tablas. El torso de un hombre estaba muy erguido en una silla de respaldo alto que llegaba hasta la nuca del individuo. La cabeza se había doblado hacia atrás sobre el respaldo, de manera que la nariz apuntaba a la ventana tapiada. Sencillamente doblada, como un pañuelo o un gozne.
A la derecha del cadáver estaba abierto un cajón de la mesa. Dentro había un periódico con una mancha de grasa en el centro. El revólver habría salido de allí. Probablemente al señor Montgomery le pareció una buena idea en un primer momento, pero la posición de su cabeza demostraba que se trataba de una idea equivocada.
También había un teléfono sobre el escritorio. Me desprendí de la escopeta de cañones recortados y cerré la puerta con llave antes de llamar a la policía. Me sentí así más seguro, y al señor Montgomery no pareció importarle.
Cuando los muchachos del coche patrulla subieron las escaleras pisando fuerte, el gorila y el barman habían desaparecido y yo me había convertido en dueño absoluto del local.