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Ocupó el asiento del cliente y cruzó las piernas.

—Se me ha dicho que desea cierta información sobre el señor Lennox.

—Sólo la última escena.

—Estuve presente, señor. Trabajaba en el hotel. —Se encogió de hombros—. Un puesto de poca importancia y desde luego temporal. Era el recepcionista de día.

Hablaba inglés perfectamente pero el ritmo era español. El español, el de Latinoamérica al menos, hace unas subidas y bajadas que, para un oído estadounidense, dan la sensación de no tener nada que ver con el sentido de la frase. Es como el oleaje del océano.

—No da usted el tipo —dije.

—Todos tenemos problemas alguna vez.

—¿Quién echó al correo la carta que iba dirigida a mí?

Me tendió una pitillera.

—Pruebe uno de éstos.

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—Demasiado fuertes para mí. Me gustan los cigarrillos colombianos, pero los cubanos me parecen terribles.

Sonrió apenas, encendió otro pitillo, aspiró humo y lo expulsó. Era tan condenadamente elegante que empezaba a caerme mal.

—Estoy al corriente de la carta, señor. Al mozo le daba miedo subir a la habitación del tal señor Lennox una vez que colocaron al guardia. De manera que fui yo quien echó la carta al correo. Después del disparo, claro está.

—Debería haber mirado dentro. Había un billete de banco de mucho valor.

—La carta estaba cerrada —dijo con frialdad—. El honor no se mueve de lado como los cangrejos.

—Discúlpeme. Le ruego que continúe.

—El señor Lennox sujetaba un billete de cien pesos cuando le di al guardia con la puerta en las narices. Con la otra mano empuñaba una pistola. La carta estaba en la mesa. Y otro papel con algo escrito que no leí. No acepté el billete.

—Demasiado dinero —dije, pero el mexicano no reaccionó ante el sarcasmo.

—El señor Lennox insistió. De manera que al final acepté y más tarde le di el billete al mozo. Saqué la carta ocultándola bajo la servilleta que había en la bandeja donde le subieron el último café. El policía me miró mal, pero no dijo nada. Estaba ya a mitad de las escaleras cuando oí el disparo. Escondí la carta muy deprisa y subí corriendo. El policía trataba de abrir la puerta a patadas. Utilicé mi llave. El señor Lennox estaba muerto.

Pasó suavemente la punta de los dedos por el borde del escritorio y suspiró.

—Lo demás lo sabe ya.

—¿Estaba lleno el hotel?

—Lleno, no. Había media docena de personas.

—¿Americanos?

—Dos americanos del norte. Cazadores.

—¿Gringos de verdad o sólo mexicanos trasplantados?

Deslizó lentamente la punta de un dedo por la tela beis de su traje, encima de la rodilla.

—Creo que uno de ellos podría haber sido de origen español. Hablaba el dialecto de la frontera. Muy poco elegante.

—¿Se acercaron a la habitación de Lennox?

Alzó la cabeza bruscamente, pero las gafas de sol no me ayudaban mucho.

—¿Por qué tendrían que haberlo hecho, señor?

Asentí con un gesto de cabeza.

—Bien, ha sido muy amable viniendo a contármelo, señor Maioranos. Dígale a Randy que le estoy muy agradecido, ¿se lo dirá?

No hay de qué, señor.

—Y más adelante, si tiene tiempo, podría mandarme a alguien que sepa de qué demonios está hablando.

¿Señor? —Su voz era suave, pero helada—. ¿Duda de mi palabra?

—Ustedes los mexicanos siempre están hablando de su honor. El honor, a veces, sirve para esconder a los ladrones. No se enfade. Quédese donde está y permítame que le cuente esa misma historia de otra manera.

Se recostó en el asiento con altanería.

—Sólo estoy adivinando, compréndalo. Podría equivocarme. Pero también podría estar en lo cierto. Esos dos americanos estaban allí con un propósito. Habían llegado en avión. Fingían ser cazadores. Uno de ellos se apellidaba Menéndez, jugador. Se inscribió con otro nombre o quizá no. No tengo manera de averiguarlo. Lennox sabía que esos dos estaban allí. Sabía para qué. Me escribió la carta movido por el remordimiento. Me había engañado como a un chino y era demasiado buena persona para encogerse de hombros sin más. Metió el billete, que era de cinco mil dólares, en la carta, porque tenía mucho dinero y sabía que yo no. También añadió una curiosa pista de la que quizá me diera cuenta. Era la clase de persona que quiere hacer lo que está bien pero que siempre acaba haciendo algo distinto. Dice usted que llevó la carta a la oficina de Correos. ¿Por qué no la echó en el buzón que había delante del hotel?

—¿El buzón, señor?

—Sí, el buzón.

Sonrió.

—Otatoclán no es una ciudad, señor. Es un sitio muy primitivo. ¿Un buzón en Otatoclán? Nadie entendería su utilidad. Nadie recogería las cartas que hubiera dentro.

—Está bien, olvídelo —dije—. No llevó usted ningún café en una bandeja a la habitación del señor Lennox. No entró en el cuarto cuando ya estaba el policía en la puerta. Pero sí lo hicieron los dos americanos. Al policía lo sobornaron, por supuesto. Y a algunas personas más. Uno de los americanos golpeó a Lennox por detrás. Luego abrió uno de los cartuchos de la Mauser, quitó el proyectil y volvió a colocar el cartucho en la recámara. A continuación apoyó la pistola en la sien de Lennox y apretó el gatillo. Le hizo una herida de aspecto muy feo, pero no lo mató. Después lo sacaron en una camilla, cubierto y bien oculto. Más tarde, cuando llegó el abogado americano, Lennox estaba drogado y metido en hielo en un rincón oscuro de la carpintería donde le estaban haciendo el ataúd. El abogado americano vio allí a Lennox, con la frialdad del hielo, completamente aletargado y con una herida en la sien. Lo juzgó muerto. Al día siguiente enterraron un ataúd lleno de piedras. El abogado americano regresó a casa con las huellas dactilares y un documento de algún tipo que no era más que papel mojado. ¿Qué le parece, señor Maioranos?

Se encogió de hombros.

—Cabe dentro de lo posible, señor. Se necesitaría dinero e influencia. Sería posible, quizá, si ese señor Menéndez estaba estrechamente relacionado con personas importantes de Otatoclán, el alcalde, el propietario del hotel, etc.

—Eso también es posible, claro. Una buena idea. Explicaría por qué eligieron un lugar pequeño y remoto como Otatoclán.

Maioranos se apresuró a sonreír.

—En ese caso, el señor Lennox aún podría estar vivo, ¿no es cierto?

—Claro. Había que fingir un suicidio que respaldara la confesión. Pero la comedia tenía que ser lo bastante buena como para engañar a un abogado que había sido fiscal de distrito, aunque, por otra parte, dejaría en pésimo lugar al actual fiscal si el tiro les salía por la culata. El tal Menéndez no es tan duro como se cree que es, pero sí lo bastante para atizarme con el revólver en la cara por meter la nariz donde nadie me llamaba. De manera que tenía sus razones. Si la superchería llegaba a descubrirse, Menéndez estaría en el centro de un escándalo internacional. A los mexicanos les gusta tan poco como a nosotros que la policía se deje sobornar.

—Todo eso es posible, lo sé muy bien, señor. Pero usted me ha acusado de mentir. Ha dicho que no entré en la habitación del señor Lennox y que no recogí la carta.

—Ya estabas allí, compadre…, escribiéndola.

Alzó una mano y se quitó las gafas de sol. Nadie es capaz de cambiar el color de los ojos de una persona.

—Supongo que es un poquito pronto para tomarse un gimlet —dijo.