Cuando el automóvil se detuvo y se abrió la portezuela, salí fuera y me dispuse a bajar los escalones. Pero el chófer negro de mediana edad la mantuvo abierta para que saliera Linda Loring. Luego la siguió, escaleras arriba, llevando un bolso de viaje. De manera que esperé.
Al llegar a mi altura, la señora Loring se volvió hacia el chófer:
—El señor Marlowe me llevará luego al hotel, Amos. Gracias por todo. Lo llamaré por la mañana.
—Sí, señora Loring. ¿Puedo hacer una pregunta al señor Marlowe?
—Por supuesto, Amos.
El chófer dejó el bolso de viaje junto a la puerta y Linda Loring entró en la casa y nos dejó solos.
—«Me hago viejo…, me hago viejo…, me remangaré las perneras del pantalón». ¿Qué significa eso, señor Marlowe?
—Nada en absoluto. Suena bien, eso es todo.
Sonrió.
—Es de La canción de amor de J. Alfred Prufrock. Otro verso. «En la habitación las mujeres van y vienen hablando de Miguel Ángel». ¿Le sugiere eso algo, señor Marlowe?
—Sí; me hace pensar que el autor no sabía mucho de mujeres.
—Pienso exactamente lo mismo, señor. Siento, empero, una gran admiración por T. S. Eliot.
—¿Ha dicho «empero»?
—Sí, efectivamente, señor Marlowe. ¿Es incorrecto?
—No, pero no lo diga delante de un millonario. Podría pensar que le está tomando el pelo.
Sonrió tristemente.
—Nada más lejos de mi intención. ¿Ha sufrido usted un accidente?
—No. Estaba planeado así. Buenas noches, Amos.
—Buenas noches, señor.
Descendió los escalones y yo entré en la casa. Linda Loring, de pie en el centro del cuarto de estar, miraba a su alrededor.
—Amos se licenció en la Universidad Howard —dijo—. No vive usted en un sitio muy seguro…, para ser una persona tan temeraria, ¿no le parece?
—No hay sitios seguros.
—¿Qué le ha pasado en la cara? ¿Quién le ha hecho eso?
—Mendy Menéndez.
—¿Y usted a él?
—No demasiado. Uno o dos puntapiés. Cayó en una trampa. Va camino de Nevada acompañado de tres o cuatro policías poco complacientes. Olvídelo. Se sentó en el sofá.
—¿Qué quiere beber? —pregunté. Le ofrecí una caja con cigarrillos. Dijo que no quería fumar. En cuanto a beber, cualquier cosa.
—He pensado en champán —dije—. No tengo cubo para hielo, pero está frío. Hace años que lo reservo. Dos botellas. Cordon rouge. Imagino que es bueno. No soy un experto.
—¿Reservado para qué? —preguntó.
—Para usted.
Sonrió, pero siguió mirándome la cara.
—Está lleno de cortes. —Extendió los dedos y me tocó delicadamente la mejilla—. ¿Reservado para mí? No es muy probable. Sólo hace dos meses que nos conocemos.
—Entonces lo tuve reservado hasta que nos conocimos. Voy a traerlo. Me apoderé de su equipaje y me dispuse a cruzar la habitación.
—Exactamente, ¿adónde va con eso? —preguntó con tono cortante.
—Es un bolso de viaje, ¿no es cierto?
—Déjelo y vuelva aquí.
Hice lo que me decía. Le brillaban los ojos, que parecían, al mismo tiempo, un tanto somnolientos.
—Esto es algo nuevo —dijo lentamente—. Algo completamente nuevo.
—¿En qué sentido?
—Nunca me ha puesto un dedo encima. Ni intentos de ligar, ni observaciones sugerentes, ni manoseos, ni nada. Le creía duro, sarcástico, cruel y frío.
—Supongo que lo soy, a veces.
—Ahora estoy aquí y supongo que sin preámbulos, después de que nos hayamos tomado una cantidad razonable de champán, se propone agarrarme y llevarme a la cama. ¿Es eso cierto?
—Sinceramente —dije—, una idea de esas características se ha removido en el fondo de mi cerebro.
—Me siento halagada, pero supongamos que no quiero que suceda así. Me gusta. Me gusta usted mucho. Pero de ahí no se sigue que me quiera acostar con usted. ¿No se está precipitando un poco…, por el simple hecho de que he traído conmigo un bolso de viaje?
—Puede que me haya equivocado —afirmé. Recogí el bolso y lo dejé de nuevo junto a la puerta principal—. Voy a por el champán.
—No era mi intención ofenderle. Quizá prefiera guardar el champán para otra ocasión más prometedora.
—Sólo son dos botellas —dije—. Una ocasión verdaderamente prometedora requeriría una docena.
—Ah, entiendo —me respondió, repentinamente furiosa—. Sólo soy una suplente a la espera de que se presente otra más guapa y atractiva. Muchísimas gracias. Ahora sí que me ha ofendido, pero supongo que tiene sus ventajas saber que mi virtud no corre ningún peligro. Si piensa que una botella de champán hará de mí una mujer fácil, le aseguro que está muy equivocado.
—Ya he reconocido mi equivocación.
—El hecho de que le haya dicho que me voy a divorciar y de que haya hecho que Amos me dejara aquí con un bolso de viaje no me hace tan fácil como todo eso —dijo, todavía enfadada.
—¡Maldito bolso de viaje! —gruñí—. ¡Al infierno con el bolso de viaje! Menciónelo una vez más y lo tiraré colina abajo. Le he preguntado si quiere una copa. Y voy camino de la cocina en busca del champán. Eso es todo. No se me había pasado por la cabeza emborracharla. No quiere acostarse conmigo. Lo entiendo perfectamente. No hay ninguna razón para que quiera. Pero, de todos modos, nos podemos tomar una copa o dos sin tener que pelearnos sobre quién va a ser seducido ni cuándo ni dónde ni sobre la cantidad de champán necesaria.
—No hace falta que pierda los estribos —me respondió, enrojeciendo.
—Eso no es más que otra estratagema —gruñí—. Conozco cincuenta y las aborrezco todas de la primera a la última. Son más falsas que Judas y miran torcido.
Linda se puso en pie, se me acercó y me tocó suavemente los cortes y las hinchazones de la cara con la punta de los dedos.
—Lo siento. Soy una mujer cansada y desilusionada. Sea amable conmigo. Ya sé que nadie me consideraría una compra excepcional.
—No está cansada ni tampoco más desilusionada que la mayoría de la gente. Según todos los cálculos debería ser la misma clase de niña mimada, frívola y amoral que era su hermana. Pero por algún milagro no lo es. Tiene toda la sinceridad y gran parte del coraje de su familia. No necesita que nadie sea amable con usted.
Me di la vuelta, salí de la habitación, llegué a la cocina y saqué del frigorífico una de las botellas de champán. La descorché, llené deprisa dos copas poco profundas y bebí de una. El cosquilleo de las burbujas me sacó lágrimas a los ojos, pero la vacié. Volví a llenarla. Luego lo puse todo en una bandeja, y regresé con ella al cuarto de estar.
Linda había desaparecido, al igual que el bolso de viaje. Me desprendí de la bandeja y abrí la puerta principal. No la había oído y además mi visitante no tenía coche. En realidad no había oído ruidos de ninguna clase.
Entonces me habló desde detrás.
—Tonto, ¿pensabas que iba a salir corriendo?
Cerré la puerta y me volví. Se había soltado el pelo y llevaba zapatillas con borlas y una bata de seda del color del crepúsculo en un grabado japonés. Se acercó a mí, despacio, con una sonrisa inesperadamente tímida. Le tendí una copa. La cogió, bebió un par de sorbos y me la devolvió.
—Excelente —dijo.
Luego, tranquilamente y sin sombra de teatralidad ni de afectación, vino a mis brazos, unió su boca a la mía y abrió los labios y los dientes. La punta de su lengua tocó la mía. Después de mucho tiempo apartó la cabeza pero mantuvo los brazos alrededor de mi cuello. Sus ojos se habían vuelto soñadores.
—Era lo que quería que pasara desde el primer momento —dijo—. Pero tenía que hacerme la difícil. No sé por qué. Tal vez los nervios. No soy una mujer disoluta. ¿Te parece mal?
—Si hubiera creído que lo eras me habría insinuado la primera vez que nos vimos en Victor’s.
Negó despacio con la cabeza y sonrió.
—Me parece que no. Por eso estoy aquí ahora.
—Quizá no aquella noche —dije—. Aquella noche pertenecía a otra persona.
—Quizá nunca te insinúas a las mujeres que van solas a los bares.
—No con frecuencia. Hay demasiada poca luz.
—Pero hay muchas mujeres que van a los bares para que los hombres traten de ligar con ellas.
—Muchas mujeres se levantan por la mañana con esa misma idea.
—Pero las bebidas alcohólicas son un afrodisíaco…, hasta cierto punto.
—Los médicos las recomiendan.
—¿Quién ha dicho nada de médicos? Quiero mi champán.
La besé un poco más. Un trabajo ligero, agradable.
—Quiero besarte esa pobre mejilla tuya —dijo y procedió a hacerlo—. Está ardiendo —comentó.
—El resto de mi persona está helado.
—No es cierto. Quiero mi champán.
—¿Por qué?
—Porque pierde la fuerza si no se bebe. Además me gusta cómo sabe.
—De acuerdo.
—¿Me quieres mucho? ¿O me querrás si me acuesto contigo?
—Posiblemente.
—No tienes que acostarte conmigo, ¿sabes? No te voy a obligar a hacerlo.
—Muchas gracias.
—Quiero mi champán.
—¿Cuánto dinero tienes?
—¿En total? ¿Cómo quieres que lo sepa? Unos ocho millones de dólares.
—He decidido acostarme contigo.
—Mercenario —dijo ella.
—He pagado el champán.
—Al demonio con el champán —me contestó.