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De nuevo en mi perrera del sexto piso del edificio Cahuenga repetí mi habitual jugada doble con el correo matutino. Del buzón a la mesa y de la mesa a la papelera. Perfecta combinación de béisbol: de Tinker a Evers y de Evers a Chance, los mejores del momento. Conseguí despejar un trozo de la mesa y extendí las fotocopias. Las había enrollado para no hacer pliegues.

Leí la carta de nuevo. Era lo bastante detallada y razonable para satisfacer a cualquiera sin ideas preconcebidas. Eileen Wade había matado a la mujer de Terry en un ataque de ira provocado por los celos y, más adelante, cuando se presentó la oportunidad, había matado a Roger porque estaba convencida de que lo sabía. El disparo contra el techo aquella noche en la habitación de su marido había sido parte de la preparación. La pregunta no contestada y sin respuesta ya para siempre era por qué Roger Wade no había hecho nada y le había permitido salirse con la suya. Tenía que saber cómo iba a acabar todo. De manera que se dio por perdido y optó por encogerse de hombros. Las palabras eran su ocupación, tenía palabras para casi todo, pero le habían fallado en aquel caso.

«Me quedan cuarenta y seis tabletas de demerol —escribió Eileen Wade—. Me dispongo a tomármelas todas y a tumbarme en la cama. La puerta está cerrada con llave. Dentro de muy poco tiempo ya será imposible salvarme. Esto, Howard, tiene que quedar bien claro. Lo que estoy escribiendo lo escribo en presencia de la muerte. Todo es verdad. No lamento nada, excepto, quizá, no haberlos encontrado juntos para matarlos a los tres. No siento ninguna compasión por Paul, a quien has oído llamar Terry Lennox. Era la cáscara vacía del hombre que amé y con el que me casé. No significaba nada para mí. Cuando lo vi aquella tarde por primera y última vez después de que regresara de la guerra…, en un primer momento ni siquiera lo reconocí. Luego lo hice y él me reconoció al instante. Tendría que haber muerto joven en las nieves de Noruega, el amante que yo había entregado a la muerte. Regresó amigo de jugadores de ventaja, marido de una puta con mucho dinero, mimado y destrozado y probablemente ejerció de maleante durante sus años de oscuridad. El tiempo lo hace todo mezquino, sórdido y repelente. La tragedia de la vida, Howard, no es que las cosas bellas mueran jóvenes, sino que envejezcan y se deterioren. A mí no me sucederá. Adiós, Howard».

Guardé la fotocopia en un cajón y lo cerré con llave. Era la hora del almuerzo pero no estaba de humor. Del último cajón saqué la botella de la oficina, me serví una copa y luego descolgué el listín del gancho en el que estaba colgado y busqué el teléfono del Journal. Lo marqué y pregunté a la chica de la centralita por Lonnie Morgan.

—El señor Morgan no viene hasta las cuatro, más o menos. Pruebe con la sala de prensa en el ayuntamiento.

Llamé allí y lo localicé. Se acordaba de mí suficientemente bien.

—Parece que ha estado muy ocupado, según he oído —me dijo.

—Tengo algo para usted, si lo quiere. Aunque no creo que lo quiera.

—¿Sí? ¿Como qué?

—Una fotocopia de la confesión acerca de dos asesinatos.

—¿Dónde está usted?

Se lo dije. Solicitó más información. Le expliqué que no se la iba a dar por teléfono. Dijo que no se ocupaba de delitos. Le respondí que de todos modos era periodista y que trabajaba en el único diario independiente de la ciudad. Aún insistió en discutir.

—¿Dónde ha conseguido eso que dice que tiene? ¿Cómo sé que me merece la pena?

—El despacho del fiscal del distrito dispone del original. No van a darlo a conocer. Destapa un par de cosas que tienen escondidas detrás de la nevera.

—Le llamaré. Tengo que consultar con la superioridad.

Colgamos. Bajé al drugstore, me comí un sándwich de ensalada de pollo y bebí un poco de café. El café era de segunda mano y el sándwich tan sabroso como un trozo de camisa vieja. Los americanos se comen cualquier porquería con tal de que esté tostada, sujeta con un par de mondadientes y se le salga la lechuga por uno de los lados, mejor aún si está un poquito lacia.

Hacia las tres treinta Lonnie Morgan vino a verme. Era el mismo fragmento de humanidad —alto, flaco, nervudo e inexpresivo— que la noche que me llevó a casa desde la cárcel. Me estrechó la mano lánguidamente y sacó un paquete de cigarrillos muy arrugado.

—El señor Sherman, el director gerente, ha dicho que viniera a ver lo que tiene.

—No lo podrán utilizar a no ser que acepten mis condiciones.

Abrí el cajón que había cerrado con llave y le ofrecí la fotocopia. Morgan leyó las cuatro páginas rápidamente y una segunda vez, más despacio. Parecía muy entusiasmado: más o menos tan entusiasmado como un empresario de pompas fúnebres en un funeral de tercera clase.

—Deme el teléfono.

Lo empujé en su dirección por encima de la mesa. Marcó, esperó y dijo:

—Morgan al habla. Póngame con el señor Sherman.

Esperó, habló con otra mujer, y finalmente con el director gerente, a quien pidió que volviera a llamar por otra línea.

Colgó y esperó con el aparato en el regazo y el dedo índice presionando el botón. El teléfono sonó de nuevo.

—Esto es lo que dice, señor Sherman.

Lo leyó despacio y con claridad. Al final se produjo una pausa. Luego «Un instante». Morgan bajó el teléfono y me miró desde el otro lado de la mesa.

—Quiere saber cómo lo ha conseguido.

Extendí la mano y le quité la fotocopia.

—Dile que no es asunto suyo cómo lo haya conseguido. Dónde, ya es otra cosa. El sello en el reverso de las páginas lo deja bien claro.

—Señor Sherman, se trata, al parecer, de un documento oficial del despacho del sheriff de Los Ángeles. Supongo que no sería difícil comprobar su autenticidad. Tiene además un precio.

Morgan escuchó algo más y luego dijo:

—Sí, señor. Ahora mismo. —Empujó el teléfono por encima de la mesa—. Quiere hablar con usted.

La voz era brusca y autoritaria.

—Señor Marlowe, ¿cuáles son sus condiciones? Y recuerde que el Journal es el único periódico de Los Angeles que se plantearía siquiera abordar un asunto como éste.

—No hicieron mucho en el caso Lennox, señor Sherman.

—No digo que no. Pero en aquel momento era tan sólo cuestión del escándalo por el escándalo. No se trataba de saber quién era el culpable. Ahora nos encontramos, si ese documento es auténtico, con algo completamente distinto. ¿Cuáles son sus condiciones?

—Publicar la confesión completa en forma de reproducción fotográfica. O no publicarla en absoluto.

—Comprobaremos su autenticidad. ¿Lo entiende, verdad?

—No veo cómo, señor Sherman. Si se lo preguntan al fiscal del distrito, o bien lo negará o entregará el documento a todos los periódicos de la ciudad. No le quedará otro remedio. Si preguntan en el despacho del sheriff, sus muchachos cederán la palabra al fiscal.

—No se preocupe por eso, Marlowe. Tenemos nuestros sistemas. ¿Qué hay de sus condiciones?

—Ya se las he dicho.

—Ah. ¿No espera que se le pague?

—No con dinero.

—Bien; supongo que sabe lo que hace. ¿Puedo hablar de nuevo con Morgan? Le pasé el teléfono a Lonnie Morgan.

Hablaron brevemente y colgaron.

—Acepta —dijo Morgan—. Me llevo la fotocopia y se efectuará la comprobación. Hará lo que dice usted. Reducida a la mitad, ocupará la mitad de la primera página del diario.

Le entregué la fotocopia. La sostuvo y se tocó la punta de su larguísima nariz.

—¿Le importa si le digo que es un loco peligroso?

—No se lo discuto.

—Todavía está a tiempo de cambiar de idea.

—Ni hablar. ¿Recuerda la noche que me llevó a casa desde la cárcel? Me dijo que tenía un amigo del que despedirme. Nunca llegué a hacerlo. Si publican esta fotocopia, ésa será mi despedida. He tardado mucho, muchísimo tiempo.

—De acuerdo, compadre. —Sonrió torciendo la boca—. Pero sigo pensando que es un loco peligroso. ¿Tengo que decirle por qué?

—Dígamelo de todos modos.

—Sé más sobre usted de lo que piensa. Ésa es la parte más frustrante del trabajo periodístico. Siempre sabes muchísimas cosas que no puedes utilizar. Te haces cínico. Si el Journal publica esa confesión, se va a enfadar mucha gente.

El fiscal del distrito, el juez instructor, los tipos que trabajan para el sheriff, un ciudadano particular, pero muy poderoso, apellidado Potter, y un par de matones llamados Menéndez y Starr. Lo más probable es que acabe usted de nuevo en el hospital o en la cárcel.

—No creo.

—Piense lo que quiera, amigo. Sólo le estoy dando mi opinión. El fiscal del distrito se cabreará dado que echó tierra sobre el caso Lennox. Incluso aunque el suicidio y la confesión de Lennox parecieron darle la razón en su momento, mucha gente querrá saber cómo Lennox, siendo inocente, llegó a confesar, cómo murió, si de verdad se suicidó o lo ayudaron, por qué no se hizo una investigación sobre las circunstancias de su muerte y cómo fue que todo el asunto se dio por terminado tan pronto. Además, si tiene en su poder el original de la fotocopia, pensará que la gente del sheriff le ha jugado una mala pasada.

—No tienen ustedes que publicar el sello en el reverso de las hojas.

—No lo haremos. Mantenemos buenas relaciones con el sheriff. Nos parece un buen tipo. No le echamos la culpa de que no pueda acabar con tipos como Menéndez. Nadie puede acabar con el juego mientras sea legal en todas sus formas en algunos sitios y legal en algunas formas en todas partes. Esto lo ha robado usted del despacho del sheriff. No sé cómo ha podido hacerlo. ¿Me lo quiere contar?

—No.

—De acuerdo. El juez de instrucción se cabreará porque dijo amén a la teoría de que Wade se había suicidado. Y en eso, además, le ayudó el fiscal del distrito. A Harlan Potter le sabrá a cuerno quemado porque con eso se vuelve a abrir algo que él había conseguido cerrar utilizando el mucho poder de que dispone. A Menéndez y Starr tampoco les gustará nada por razones que no estoy seguro de conocer pero que existen porque usted recibió una advertencia. Y cuando esos muchachos se enfadan con alguien, ese alguien resulta perjudicado. Tiene usted todas las papeletas para recibir el tratamiento que le aplicaron a Big Willie Magoon.

—Magoon probablemente se extralimitaba en su trabajo.

—¿Por qué? —preguntó Morgan recalcando mucho las palabras—. Porque esos muchachos tienen que demostrar que mandan. Si se toman la molestia de decirte que lo dejes, tú vas y lo dejas. Si no lo haces y permiten que te salgas con la tuya, parecen débiles. Los tipos duros que dirigen el negocio, los peces gordos, el consejo de administración, no quieren saber nada de gente débil. Son peligrosos. Y luego está Chris Mady.

—Creo que es quien manda en Nevada, según he oído.

—Ha oído bien, compadre. Mady es un buen tipo, pero sabe lo que le conviene a Nevada. Los matones con dinero que trabajan en Reno y en Las Vegas se cuidan de no molestar al señor Mady. Si lo hicieran, sus impuestos subirían muy deprisa y la cooperación de la policía disminuiría en la misma medida. Entonces los peces gordos de la costa Este decidirían la conveniencia de hacer algunos cambios. Quien no consigue llevarse bien con Chris Mady no funciona correctamente. Hay que sacarlo de allí y poner a otro en su lugar. Sacarlo de allí sólo tiene un significado para ellos. Siempre se hace con el pijama de pino.

—No han oído hablar de mí —dije.

Morgan frunció las cejas y movió un brazo arriba y abajo en un gesto sin sentido.

—No es necesario. La propiedad que tiene Mady en el lado de Nevada del lago Tahoe linda con la de Harlan Potter. Podría ser que se saludaran de cuando en cuando. Podría ser que algún tipo que esté en la nómina de Mady le oiga decir a otro en la nómina de Potter que un don nadie llamado Marlowe habla demasiado alto sobre cosas que no son asunto suyo. Podría ser que ese comentario de pasada se fuera transmitiendo hasta que finalmente sonara un teléfono en algún apartamento de Los Ángeles y un tipo musculoso recibiera la indicación de salir a hacer ejercicio con dos o tres de sus amigos. Si alguien quiere liquidarlo o darle un buen repaso, Marlowe, a esos chicos musculosos no hay que explicarles el porqué. Para ellos es pura rutina. Sin resentimiento. Sólo quedarse quieto hasta que le rompan el brazo. ¿Prefiere que se lo devuelva?

Me ofreció la fotocopia.

—Ya sabe lo que quiero —dije.

Morgan se puso en pie y se la guardó en el bolsillo.

—Podría equivocarme —dijo—. Quizá de eso esté usted mejor enterado. Yo no sabría decir de qué manera ve las cosas una persona como Hartan Potter.

—Con el ceño fruncido —dije—. He hablado con él. Pero no funcionaría con un equipo de matones. Le resultaría imposible reconciliarlo con su idea de cómo quiere vivir.

—No me venga con monsergas —dijo Morgan con tono cortante—; parar una investigación criminal con una llamada telefónica o hacerlo liquidando a un testigo es sólo una cuestión de método. Y las dos maneras apestan si se les acerca la nariz de la civilización. Hasta la vista, espero.

Salió del despacho como una hoja arrastrada por el viento.