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Llamé al bufete de Sewell Endicott. Alguien me dijo que estaba en los tribunales y no sería posible hablar con él hasta última hora de la tarde. ¿Quería dejar mi nombre? No.

Marqué el número del local de Mendy Menéndez en el Strip. Aquel año se llamaba El Tapado, un nombre que tampoco estaba nada mal. En el español de América eso significa, entre otras cosas, tesoro enterrado. Había tenido otros nombres en el pasado, toda una sucesión. Un año no fue más que un número azul con tubos de neón sobre una alta pared vacía que miraba hacia el sur en el Strip, de espaldas a la colina y a una avenida que se curvaba en torno a una ladera hasta perderse de vista desde la calle. Muy selecto. Nadie sabía mucho sobre aquel lugar excepto los policías de la Brigada Antivicio, los mafiosos y la gente que podía gastarse treinta dólares en una buena cena y cualquier cantidad hasta cincuenta de los grandes en la tranquila y amplia habitación del piso de arriba.

Hablé con una mujer que no estaba al corriente de nada. Luego me pasaron a un capitán con acento hispano.

—¿Desea hablar con el señor Menéndez? ¿Quién lo llama?

—Nada de nombres, amigo. Un asunto privado.

Un momento, por favor.

La espera fue larga. Esta vez me tocó un tipo duro. Sonaba como si hablara a través de la rendija de un coche blindado. Probablemente no era más que la rendija de su cara.

—Adelante. ¿Quién lo quiere?

—El apellido es Marlowe.

—¿Quién es Marlowe?

—¿Hablo con Chick Agostino?

—No, no soy Chick. Vamos, la contraseña.

—Anda y que te zurzan.

Se oyó una risa entre dientes.

—Un momento.

Finalmente otra voz dijo:

—Qué tal, muerto de hambre. ¿Cómo le van las cosas?

—¿Está solo?

—Puede hablar, muerto de hambre. Estaba revisando algunos números para nuestro espectáculo.

—Podría rebanarse el gaznate en escena.

—¿Y qué haría si pidieran un bis?

Me eché a reír. También él.

—¿Sigue sin meter la nariz donde no lo llaman?

—¿No se ha enterado? Conseguí hacerme amigo de otro tipo que se ha suicidado. Creo que me van a llamar el «Chico del beso de la muerte» de ahora en adelante.

—Le parece divertido, ¿eh?

—No, no me parece divertido. Y la otra tarde tomé el té con Harlan Potter.

—Eso está bien. No pruebo el té.

—Dijo, refiriéndose a usted, que se portara bien conmigo.

—No he hablado nunca con él ni tengo intención de hacerlo.

—Es una persona muy influyente. Todo lo que quiero es un poquito de información. Acerca de Paul Marston, por ejemplo.

—No sé quién es.

—Lo ha dicho demasiado deprisa. Paul Marston fue el nombre que Terry Lennox utilizaba en Nueva York antes de venir al Oeste.

—¿Y bien?

—Se hizo una comprobación de sus huellas en los archivos del FBF. No se encontró nada. Eso significa que no estuvo nunca en el ejército.

—¿Y bien?

—¿Tengo que hacerle un diagrama? O bien la historia de usted sobre el pozo de tirador era todo un cuento chino o sucedió en otro sitio.

—No dije dónde había sucedido, muerto de hambre. Acepte una advertencia amable y olvídese de todo ello. Se le dijo lo que le convenía, más valdrá que no lo olvide.

—Seguro. Hago algo que no le gusta y llego nadando hasta la isla Catalina con un tranvía en la espalda. No trate de asustarme, Mendy. Me las he visto con verdaderos profesionales. ¿Ha estado alguna vez en Inglaterra?

—Sea listo, muerto de hambre. En esta ciudad le pueden pasar cosas a cualquiera. Pueden pasarles cosas incluso a tipos grandes y fuertes como Big Willie Magoon. Eche una ojeada al periódico de la tarde.

—Compraré uno si usted me lo dice. Quizá salga incluso mi foto. ¿Qué pasa con Magoon?

—Como ya he dicho, a cualquiera le pueden suceder cosas. Y no lo sabría si no fuera porque lo he leído. Parece que Magoon trató de cachear a cuatro muchachos en un coche con matrícula de Nevada. Una matrícula con números más altos de los que tienen en el estado. Debe de haber sido una broma de algún tipo. Aunque Magoon no se está divirtiendo mucho, con los dos brazos escayolados, la mandíbula fracturada por tres sitios y una pierna colgada del techo. Magoon ya no es un tipo duro. Podría sucederle a usted.

—Hizo algo que no le gustó, ¿eh? Vi cómo le daba un meneo a ese amigo suyo, Chick, delante de Victor’s. ¿Debería telefonear a un conocido en el despacho del sheriff y contárselo?

—Hágalo, muerto de hambre —dijo muy despacio—. Hágalo.

—Y también mencionaré que en aquel momento acababa de tomarme una copa con la hija de Harlan Poner. Prueba que lo corrobora, en cierto sentido, ¿no le parece? ¿También se propone romperle unos cuántos huesos a ella?

—Escúcheme con atención, muerto de hambre…

—¿Estuvo alguna vez en Inglaterra, Mendy? ¿Usted y Randy Starr y Paul Marston o Terry Lennox o comoquiera que se llamara? ¿En el ejército inglés, quizá? ¿Tenían un tingladillo en Soho, las cosas se calentaron un poco y decidieron que el ejército era un buen sitio para enfriarlo todo?

—No cuelgue.

No colgué. No sucedió nada, excepto que esperé y se me cansó el brazo. Me cambié el auricular al otro lado. Finalmente Menéndez regresó.

—Ahora escuche con atención, Marlowe. Remueva el caso Lennox y es hombre muerto. Terry era un amigo y también yo tengo sentimientos, como los tiene usted. Estoy dispuesto a ir con usted sólo hasta ahí, tramos parte de un comando británico. Sucedió en Noruega, en una de esas islas cercanas a la costa. Tienen millones. Noviembre de 1942. ¿Se quedará tranquilo ahora y le dará un descanso a ese fatigado cerebro suyo?

—Gracias Mendy. Lo haré. Su secreto está a salvo conmigo. No se lo voy a decir a nadie excepto a las personas que conozco.

—Cómprese un periódico, muerto de hambre. Léalo y no lo olvide. Willie Magoon, el duro. Apaleado delante de su propia casa. ¡No se quedó sorprendido ni nada cuando salió de la anestesia!

Colgó. Bajé a la calle, compré el periódico y era exactamente como había dicho Menéndez. Encontré una fotografía de Big Willie Magoon en la cama del hospital. Se le veía la mitad de la cara y un ojo. Lo demás eran vendas. Heridas graves pero su vida no corría peligro. Los agresores habían tenido mucho cuidado. Querían que viviera. Después de todo era policía. En nuestra ciudad los mafiosos no matan policías. Eso lo dejan para los delincuentes juveniles. Y un policía vivo que ha pasado por la máquina de picar carne es un anuncio mucho más eficaz. A la larga se pone bien y vuelve al trabajo. Pero a partir de ese momento le falta algo: los últimos centímetros de acero que suponen toda la diferencia. Ese policía se convierte en lección ambulante de lo equivocado que resulta presionar demasiado a los chicos de la mafia, sobre todo si formas parte de la Brigada Antivicio, comes en los mejores restaurantes y conduces un Cadillac.

Me quedé allí un rato pensando sobre todo aquello y luego marqué el número de la Organización Carne y pregunté por George Peters. Había salido. Dejé mi nombre y expliqué que era urgente. Se esperaba que volviera hacia las cinco y media.

Me fui a la biblioteca pública de Hollywood e hice unas preguntas en la sala de consulta, pero no encontré lo que quería. De manera que volví a por mi Oldsmobile y me fui hasta el centro a la biblioteca principal de Los Angeles. Lo encontré allí, en un libro más bien pequeño, encuadernado en rojo y publicado en Inglaterra. Copié lo que necesitaba y regresé a casa. Llamé de nuevo a la Organización Carne. Peters seguía fuera, de manera que pedí a la chica que me pasara la llamada a casa.

Coloqué el tablero de ajedrez en la mesa de café y situé las piezas para un problema llamado «La esfinge». Está impreso en las guardas de un libro escrito por Blackburn, el mago inglés del ajedrez, probablemente el jugador de ajedrez más dinámico que haya existido nunca, si bien no llegaría a ninguna parte con el tipo de ajedrez de guerra fría que se juega en la actualidad. La esfinge requiere once jugadas y su nombre está justificado. Los problemas de ajedrez pocas veces exigen más de cuatro o cinco jugadas. Más allá de ese límite las dificultades para resolverlos aumentan casi en proporción geométrica. Un problema con once movimientos es una pura y auténtica tortura.

Una vez cada mucho tiempo, cuando me siento suficientemente desgraciado, lo saco y busco una manera nueva de resolverlo. Es una manera agradable y tranquila de volverse loco. Ni siquiera llegas a gritar, pero te falta el canto de un duro.

George Peters me llamó a las cinco cuarenta. Intercambiamos bromas y pésames.

—Ya veo que te has metido en otro lío —dijo alegremente—. ¿Por qué no te dedicas a alguna profesión más tranquila, como embalsamador?

—Se tarda demasiado en aprender. Escúchame, quiero convertirme en cliente de tu agencia, si no cuesta demasiado.

—Depende de lo que quieras que se haga. Y tendrás que hablar con Carne.

—No.

—Bueno; cuéntamelo a mí.

—Londres está lleno de gente que hace lo mismo que yo, pero no sabría a quién dirigirme. Las llaman agencias privadas de información. Tu empresa tendrá conexiones. Yo me vería obligado a elegir un nombre al azar y probablemente me embaucarían. Quiero cierta información que debería de ser bastante fácil de conseguir, y la quiero deprisa. La necesito dentro de una semana como mucho.

—Escupe.

—Quiero información sobre el historial militar de Terry Lennox o Paul Marston, depende del nombre que utilizara. Participó en los comandos ingleses. Lo capturaron, herido, en noviembre de 1942 durante una incursión a alguna isla noruega. Quiero saber de qué unidad formaba parte y que le sucedió. El Ministerio de Defensa tendrá todo eso. No se trata de información secreta o, al menos, no creo que lo sea. Digamos que hay por medio la adjudicación de una herencia.

—No necesitas un investigador privado para eso. Podrías conseguirlo directamente. Escríbeles una carta.

—Ni hablar, George. Quizá consiga una respuesta dentro de tres meses. Y la necesito dentro de cinco días como mucho.

—Tengo que darte la razón. ¿Algo más?

—Sólo una cosa. Existe un sitio llamado Somerset House donde conservan todos los datos de población. Quiero saber si figura ahí por cualquier motivo: nacimiento, boda, naturalización, cualquier cosa.

—¿Por qué?

—¿Qué pregunta es ésa? ¿Quién va a pagar la factura?

—Supongamos que no aparecen los nombres.

—Entonces habré perdido el tiempo y el dinero. Pero si aparecen, quiero copias legalizadas de todo lo que se encuentre. ¿Cuánto me va a costar la broma?

—Tendré que preguntar a Carne. Puede que se niegue en redondo. No queremos el tipo de publicidad que tú consigues. Si permite que me ocupe yo, y aceptas no mencionar nuestra participación, diría que unos trescientos machacantes. La gente de allí no cobra demasiado, si piensas en dólares. Quizá nos pasen una factura de diez guineas, menos de treinta dólares. A lo que se añaden los gastos que puedan tener. Digamos cincuenta dólares en total, si bien Carne no abre un expediente por menos de doscientos cincuenta.

—Tarifas profesionales.

—Ja, ja. Nunca ha oído hablar de ellas.

—Llámame, George. ¿Te invito a cenar?

—¿En Romanoff?

—De acuerdo —gruñí—, si es que aceptan mi reserva, cosa que dudo.

—Podemos quedarnos con la mesa de Carne. Sé que cena en casa de unos amigos. Es un habitual de Romanoff. Resulta positivo para el negocio frecuentar un lugar de lujo como ése. Carne es un pez gordo en esta ciudad.

—Por supuesto. Conozco a alguien, y lo conozco personalmente, al que se le podría perder Carne bajo la uña del meñique.

—Buen trabajo, chico. Siempre he sabido que acabarías por salir a flote en cualquier emergencia. Nos veremos a las siete en el bar de Romanoff. Dile al jefe de ladrones que estás esperando al coronel Carne. Hará un hueco a tu alrededor para evitarte codazos de gente de medio pelo como guionistas o actores de televisión.

—Hasta las siete.

Colgamos y volví junto al tablero de ajedrez. Pero parecía que «La esfinge» había dejado de interesarme. Poco después Peters me llamó para decirme que Carne estaba de acuerdo en hacer la gestión con tal de que el nombre de su agencia no se relacionara con ninguno de mis problemas. Peters añadió que enviaría de inmediato una carta urgente a Londres.