La investigación preliminar fue un fracaso. El juez de instrucción —por temor a perderse la publicidad— se lanzó a navegar antes de que estuvieran completos los informes médicos. Podía haberse ahorrado la preocupación. La muerte de un escritor —incluso de un escritor llamativo— no es noticia durante mucho tiempo, y aquel verano la competencia era excesiva. Un rey abdicó y otro fue asesinado. En la misma semana se estrellaron tres aviones con muchos pasajeros. El director de una destacada agencia de noticias fue acribillado a balazos en Chicago dentro de su automóvil. Veinticuatro presos murieron abrasados por un fuego en la cárcel donde estaban recluidos. El juez de instrucción del distrito de Los Ángeles no tenía suerte. Las cosas buenas de la vida le pasaban de largo.
Al abandonar el estrado de los testigos vi a Candy. Tenía una amplia sonrisa maliciosa en la cara —yo ignoraba por qué— e iba, como de costumbre, excesivamente bien vestido con una camisa blanca de nailon y una corbata de lazo azul marino. En el estrado de los testigos se mostró sereno y causó buena impresión. Sí, el jefe había estado borracho con mucha frecuencia últimamente. Sí, me había ayudado a acostarlo la noche que se disparó el revólver en el piso de arriba. Sí, el jefe había pedido whisky antes de que él, Candy, se marchara el último día, pero se había negado a llevárselo. No, no sabía nada sobre sus trabajos literarios, pero sí que estaba desanimado. Una y otra vez tiraba las hojas mecanografiadas y luego las recogía de la papelera. No, nunca le había oído pelearse con nadie. Etcétera. El juez trató de apretarle los tornillos pero fue muy poco lo que sacó. Alguien había hecho un buen trabajo aleccionando a Candy.
Eileen Wade iba vestida de negro y blanco. Muy pálida, habló en voz baja pero con una claridad que ni siquiera los altavoces consiguieron disminuir. El juez la trató con dos pares de guantes de terciopelo. Le habló como si le costara trabajo evitar los sollozos. Cuando abandonó el estrado se puso en pie y le hizo una reverencia; Eileen le obsequió con una tenue sonrisa fugitiva que casi logró que se ahogara con su propia saliva.
Al salir, Eileen Wade casi pasó a mi lado sin mirarme, si bien en el último momento torció la cabeza unos centímetros e hizo una leve inclinación, como si yo fuese alguien que hubiera conocido en algún sitio hacía mucho tiempo, pero sin conseguir situarlo en sus recuerdos.
Fuera, en la escalinata, cuando todo hubo terminado, me tropecé con Ohls. Estaba contemplando el tráfico que pasaba por la calle, o fingía hacerlo.
—Buen trabajo —dijo sin volver la cabeza—. Enhorabuena.
—Tú has hecho un buen trabajo con Candy.
—Yo no, muchacho. El fiscal del distrito decidió que el ingrediente sexual no venía al caso.
—¿Qué ingrediente sexual es ése?
Entonces me miró.
—Ja, ja, ja —dijo—. Y no me refiero a ti. —Luego su expresión se hizo distante—. Llevo demasiados años ocupándome de ellas. Cualquiera se cansa. Ésta ha salido de tina botella muy especial. Gran reserva añeja. Estrictamente para las clases privilegiadas. Hasta la vista, pardillo. Llámame cuando empieces a llevar camisas de veinte dólares. Me pasaré a verte y te sostendré la chaqueta.
La gente que subía o bajaba por la escalinata se arremolinaba en torno nuestro, pero seguíamos allí. Ohls se sacó un cigarrillo del bolsillo, lo miró, lo dejó caer sobre el cemento y lo redujo a la nada con el talón.
—Qué despilfarro —dije.
—No es más que un cigarrillo, compadre. No se trata de una vida. Después de una temporada quizá te cases con la chica, ¿eh?
—Vete al carajo.
Rió con acritud.
—He estado hablando de lo que no debía con las personas adecuadas —dijo mordazmente—. ¿Alguna objeción?
—Ninguna objeción, teniente —respondí y empecé a descender los escalones. Ohls dijo algo a mi espalda pero no me detuve.
Fui a una casa de comidas en Flower. Era lo que respondía a mi estado de ánimo. Un cartel impresentable a la entrada decía: «Hombres sólo. No se admiten ni perros ni mujeres». En el interior el servicio era igualmente refinado. El camarero que te tiraba la comida necesitaba un afeitado y descontaba la propina sin consultar al cliente. Los platos eran elementales pero de buena calidad y tenían una cerveza sueca que te golpeaba con tanta fuerza como un martini.
Cuando regresé al despacho estaba sonando el teléfono. Era la voz de Ohls.
—Voy hacia allí. Tengo cosas que decir.
Debía de estar en la comisaría de Hollywood o cerca de ella, porque tardó menos de veinte minutos en presentarse. Se instaló en el asiento del cliente, cruzó las piernas y masculló:
—Lo que dije antes estaba fuera de lugar. Lo siento. Olvídalo.
—¿Por qué olvidarlo? Será mejor abrir la herida.
—Por mí, de acuerdo. Y de todo esto ni pío. Para algunas personas no eres de fiar. Pero en mi opinión no has hecho nunca nada de verdad poco recomendable.
—¿A qué venía ese comentario sobre las camisas de veinte dólares?
—No me hagas caso, estaba molesto —dijo Ohls—. Pensaba en el viejo Potter. Parece que le dijo a una secretaria que le dijera a un abogado que le dijera a Springer, el fiscal del distrito, quien, a su vez, tenía que transmitírselo al capitán Hernández, que eres amigo personal suyo.
—No se tomaría la molestia.
—Estuviste con él. Te dedicó tiempo.
—Estuve con él, punto. No me cayó bien, pero quizá sólo era envidia. Me mandó llamar para darme algunos consejos. Grande, duro y no sé qué más. No creo que sea un sinvergüenza.
—No hay ninguna manera transparente de ganar cien millones de dólares —dijo Ohls—. Quizá la persona que manda cree que tiene las manos limpias pero en algún sitio de tejas abajo hay gente a la que se pone contra la pared, hay pequeños negocios que funcionan bien pero les cortan la hierba bajo los pies y tienen que dejarlo y vender por cuatro perras, hay personas decentes que se quedan sin empleo, hay valores en la bolsa que se amañan, hay apoderados que se compran como si fueran un gramo de oro viejo, y hay personas más influyentes y grandes bufetes de abogados que cobran honorarios de cien mil dólares por conseguir que se rechace una ley que quería el ciudadano medio pero no los ricos, en razón de que reduciría sus ingresos. El gran capital es el gran poder y el gran poder acaba usándose mal. Es el sistema. Tal vez sea el mejor que podemos tener, pero de todos modos sigue sin ser mi sueño dorado.
—Hablas como un rojo —dije, sólo para pincharle.
—No sabría decirlo —dijo con desdén—. No me han investigado todavía. A ti te ha parecido bien el veredicto de suicidio, ¿no es cierto?
—¿Qué otro podría ser?
—Ninguno, supongo. —Colocó las manos, fuertes, rotundas, sobre la mesa y se contempló las manchas del dorso—. Me estoy haciendo viejo. Queratosis senil, es como llaman a esas manchas marrones. No aparecen hasta después de los cincuenta. Soy un poli viejo y un viejo poli es un hijo de perra. Hay varias cosas que no me gustan en la muerte de Wade.
—¿Como cuáles?
Me recosté en el asiento y me fijé en sus patas de gallo.
—Llega un momento en que eres capaz de oler un montaje que no funciona, incluso aunque sabes que no puedes hacer maldita la cosa. Te limitas a sentarte y a hablar como lo estoy haciendo ahora. No me gusta que no dejara una nota.
—Estaba borracho. Probablemente un incontrolable impulso repentino.
Ohls alzó los ojos y bajó las manos de la mesa.
—Vi las cosas que tenía en el escritorio. Se escribía cartas. Escribía sin parar. Borracho o sereno le daba a la máquina. Algunas cosas eran disparatadas, otras más bien divertidas y también las había tristes. Tenía algo en la cabeza. Escribía dando vueltas alrededor de eso, pero nunca llegaba a tocarlo. Un tipo así habría dejado una carta de dos páginas antes de quitarse de en medio.
—Estaba borracho —repetí.
—En el caso de Wade eso no tenía importancia —respondió Ohls con tono cansado. La siguiente cosa que no me gusta es que lo hiciera en esa habitación y dejara que lo encontrase su mujer. De acuerdo, estaba borracho. Sigue sin gustarme. Tampoco me gusta que apretara el gatillo precisamente cuando el estruendo de la lancha motora ahogaba el ruido del disparo. ¿A él qué más le daba? Pura coincidencia, ¿no es eso? Todavía más coincidencias que su mujer olvidara la llave de la puerta el día en que libraba el servicio y tuviera que llamar para entrar en casa.
—Podría haber dado la vuelta para entrar por detrás —dije.
—Sí, ya lo sé. De lo que estoy hablando es de una situación concreta. Nadie para abrirle la puerta excepto tú, pero dijo en la vista que no sabía que estabas allí. Wade no habría oído llamar a la puerta aunque estuviera vivo y trabajando en su estudio. La puerta está insonorizada. Los criados habían salido. Era jueves. También se olvidó de eso. Como se olvidó de las llaves.
—Tú también te estás olvidando de algo, Bernie. Mi coche estaba delante de la casa. De manera que sabía que estaba allí…, o que alguien estaba allí, antes de tocar el timbre.
Ohls sonrió.
—He olvidado eso, ¿verdad? De acuerdo: examinemos la escena. Tú estabas junto al lago, la lancha motora hacía un ruido de mil demonios, por cierto eran dos tipos del lago Arrowhead, sólo de visita, llevaban la lancha en un remolque, Wade dormido o desmayado en su estudio, alguien se había apoderado ya del revólver que tenía en el escritorio, y ella sabía que tú lo habías puesto ahí porque se lo habías dicho. Supongamos que no olvidó las llaves, que entró en la casa, miró hacia el lago y te vio en la orilla, miró en el estudio y vio a Wade dormido, sabía dónde estaba el revólver, lo cogió, esperó el momento preciso, disparó, dejó caer el arma donde luego se encontró, salió otra vez, esperó un poco hasta que se alejó la lancha motora y entonces llamó al timbre y esperó a que abrieras la puerta. ¿Alguna objeción?
—¿Con qué motivo?
—Sí —dijo con acritud—. Eso lo echa todo abajo. Si quería deshacerse de él, nada más sencillo. Lo tenía entre la espada y la pared, borracho empedernido, historial de maltrato. Excelente pensión alimenticia y sin duda un acuerdo muy favorable en cuanto a la propiedad. Ningún motivo. De todos modos la sincronización es demasiado perfecta. Cinco minutos antes y no hubiera podido, a no ser que tú estuvieras en el ajo.
Empecé a decir algo pero levantó la mano.
—Tranquilo. No estoy acusando a nadie, tan sólo hago conjeturas. Cinco minutos después y tampoco. Dispuso de diez minutos para salirse con la suya.
—Diez minutos —dije, irritado—, eso no podía en modo alguno preverse y menos aún planearse.
Se recostó en el asiento y suspiró.
—Lo sé. Tienes respuesta para todas las preguntas. También yo. Pero sigue sin gustarme. ¿Qué demonios hacías con esa gente en cualquier caso? El tal Wade te extiende un cheque por mil dólares y luego lo rompe. Se enfadó contigo, dices. No lo querías, de todos modos, no lo hubieras aceptado, dices. Quizá. ¿Creía que te acostabas con su mujer?
—¡Ya está bien, Bernie!
—No te he preguntado si te acostabas; he preguntado si él creía que lo hacías.
—Misma respuesta.
—De acuerdo, prueba con ésta. ¿Qué sabía de Wade el mexicano?
—Nada de lo que yo esté al corriente.
—El mexicano tiene demasiado dinero. Más de mil quinientos en el banco, ropa por todo lo alto, un coche deportivo recién estrenado.
—Quizá trafique con drogas —dije.
—Tienes muchísima suerte, Marlowe. Dos veces has conseguido escurrirte cuando se te venía encima una de aúpa. Podrías confiarte en exceso. Has ayudado una barbaridad a esa gente sin sacar un céntimo. También ayudaste muchísimo a un tipo llamado Lennox, por lo que he oído. Y tampoco eso te produjo nada. ¿Qué haces para ganarte la vida, compadre? ¿Tienes tanto ahorrado que ya no necesitas trabajar?
Me levanté, di la vuelta alrededor del escritorio y me puse delante de él.
—Soy un romántico, Bernie. Oigo voces que lloran en la noche y salgo a ver qué es lo que sucede. No se gana nada haciendo eso. Si tienes sentido común cierras las ventanas y subes el volumen del televisor. O aprietas el acelerador y te alejas lo más que puedes. Evitas los problemas de otras personas. Todo lo que puedes conseguir es mancharte. La última vez que vi a Terry Lennox nos tomarnos juntos una taza de café que hice yo mismo en esta casa y nos fumamos un cigarrillo. De manera que cuando me enteré de que había muerto fui a la cocina, hice café, le serví una taza y encendí un pitillo para él; y cuando el café se quedó frío y el cigarrillo se consumió le di las buenas noches. No se gana un céntimo así. Tú no lo harías. Por eso eres un buen policía y yo un detective privado. Eileen Wade está preocupada por su marido y yo salgo y lo encuentro y lo llevo a casa. En otra ocasión Wade pasa por un mal momento, me llama, voy, lo recojo en el jardín y lo meto en la cama y tampoco gano un céntimo con ello. Sin tantos por ciento. Nada de nada, excepto que a veces me rompen la cara o me ponen a la sombra o me amenaza un mafioso como Mendy Menéndez. Pero de dinero, nada; ni un céntimo. Tengo un billete de cinco mil dólares en la caja fuerte pero nunca me gastaré un centavo de ese dinero. Porque hay algo que no estuvo bien en la manera de conseguirlo. Jugué un poco con él al principio y todavía lo saco de vez en cuando para mirarlo. Pero eso es todo; ni un centavo para gastos.
—Será falso —respondió Ohls secamente—, aunque no los hacen de tanto valor. Dime, ¿adónde quieres llegar con todo ese discurso?
—A ningún sitio. Ya te he dicho que soy un romántico.
—Te he oído. Y no ganas un céntimo. También eso lo he oído.
—Pero siempre le puedo decir a un polizonte que se vaya al infierno. Vete al infierno, Bernie.
—No me dirías que me fuera al infierno si te tuviera en comisaría bajo unos focos, compadre.
—Quizá lo descubramos algún día.
Fue hasta la puerta y la abrió de golpe.
—¿Sabes una cosa, muchacho? Te crees muy listo, pero no pasas de estúpido. No eres más que una sombra sobre el muro. Llevo veinte años en la policía y nadie se ha quejado nunca de mí. Sé cuándo me están tomando el pelo y sé cuándo un tipo no es sincero conmigo. El listillo se engaña él, pero a nadie más. Hazme caso, muchacho. Lo sé.
Sacó la cabeza del hueco de la puerta y la cerró. Sus tacones martillearon por el corredor. Aún los seguía oyendo cuando empezó a sonar el teléfono sobre mi escritorio. La voz dijo, con característica nitidez profesional:
—Nueva York llama al señor Philip Marlowe.
—Philip Marlowe soy yo.
—Gracias. Un momento, por favor, señor Marlowe. No se retire.
La voz siguiente me era familiar.
—Howard Spencer, señor Marlowe. Hemos sabido lo de Roger Wade. Ha sido un golpe muy duro. No tenemos todos los detalles, pero parece que se menciona su nombre.
—Estaba allí cuando sucedió. Sencillamente se emborrachó y se pegó un tiro. La señora Wade llegó un poco después. El servicio estaba ausente… El jueves es el día que libran.
—¿Estaba usted solo con él?
—No estaba con él. Estaba fuera de la casa, haciendo tiempo en espera de que regresara su mujer.
—Entiendo. Bueno, imagino que habrá una investigación.
—Todo ha terminado, señor Spencer. Suicidio. Y sorprendentemente muy poca publicidad.
—¿De verdad? Eso es curioso. —No sonó exactamente decepcionado; más bien desconcertado y sorprendido—. Era tan conocido. Yo habría pensado…, bueno; da lo mismo lo que yo pensara. Será mejor que vaya, pero no podré hasta finales de la semana que viene. Enviaré un telegrama a la señora Wade. Quizá haya algo que pueda hacer por ella…, también en lo referente al libro. Me refiero a que quizá tengamos texto suficiente como para conseguir que alguien lo acabe. Imagino que no aceptó el trabajo después de todo.
—No. Aunque es cierto que me lo pidió el mismo Wade. Le dije que no podía conseguir que dejara de beber.
—Al parecer ni siquiera lo intentó.
—Escuche, señor Spencer, no sabe usted ni lo más elemental sobre esta situación. ¿Por qué no espera a informarse antes de sacar conclusiones precipitadas? No es que no me culpe un poco. Supongo que es inevitable cuando sucede algo así y estás presente.
—Por supuesto —dijo—. Siento haber hecho esa observación. No estaba en absoluto justificada. ¿Encontraré a Eileen Wade en su casa en estos momentos…, o no lo sabe?
—No lo sé, señor Spencer. ¿Por qué no la llama?
—No creo que quiera hablar con nadie todavía —dijo despacio.
—¿Por qué no? Habló con el juez instructor sin pestañear una sola vez. Se aclaró la garganta.
—No parece muy bien dispuesto.
—Roger Wade está muerto, Spencer. Tenía su parte de malnacido y quizá también su poquito de genio. No estoy en condiciones de juzgarlo. Era un borracho egocéntrico y no se soportaba. Me causó muchos problemas y al final también me ha hecho sufrir. ¿Por qué demonios tendría que estar bien dispuesto?
—Hablaba de la señora Wade —dijo con voz cortante.
—Yo también.
—Le llamaré cuando llegue —dijo bruscamente—. Hasta la vista.
Colgó. Hice lo mismo. Estuve mirando el teléfono un par de minutos sin moverme. Luego puse la guía sobre la mesa y miré un número.