Cerrar las puertas ventana había cargado el ambiente del estudio, a lo que se añadía la penumbra creada por las venecianas. Había además un olor acre en el aire y el silencio resultaba demasiado denso. La puerta no estaba a más de cinco metros del sofá, pero me hizo falta menos de la mitad para saber que lo que tenía delante era un cadáver.
Roger Wade estaba de lado, el rostro contra el respaldo del sofá, un brazo extrañamente doblado bajo el cuerpo y el antebrazo del otro casi encima de los ojos. Entre el pecho y el respaldo había un charco de sangre y sobre ese charco descansaba el Webley Hammerless. Un lado de la cara era una máscara ensangrentada.
Me incliné sobre él, examinando el ojo completamente abierto, el brazo descubierto, con la camisa de vivos colores, dentro de cuya curva interior se veía, en la cabeza, el agujero hinchado y ennegrecido que aún rezumaba sangre.
Lo dejé tal cual. La muñeca aún conservaba calor pero no cabía duda de que estaba muerto. Miré alrededor en busca de alguna nota o de alguna frase garrapateada. No había nada, a excepción de la pila de hojas mecanografiadas sobre el escritorio. Hay suicidas que no dejan notas. La máquina de escribir tenía quitada la funda. Tampoco había nada allí. Por lo demás todo parecía bastante normal. Los suicidas se preparan de maneras muy distintas, algunos con alcohol, otros recurren a cenas principescas con champán. Unos con traje de etiqueta, otros desnudos. La gente se ha matado encima de muros, en zanjas, en cuartos de baño, dentro del agua, por encima del agua, sobre el agua. Se han ahorcado en graneros y asfixiado con gas en garajes. Aquel suicidio parecía sencillo. Yo no había oído el disparo pero podía haber sucedido mientras estaba junto al lago viendo cómo el muchacho de la tabla de surf hacía su giro. En aquel momento el ruido era considerable. Por qué eso tendría que haberle importado a Roger Wade era algo que no entendía. Quizá no le había importado. Quizá el impulso definitivo había coincidido con el paso de la lancha motora. No me gustaba, pero sin duda daba lo mismo lo que a mí me gustara.
Las tiras del cheque rasgado seguían en el suelo, pero las dejé donde estaban. Los trozos de las páginas escritas noches atrás estaban en la papelera. Ésos no los dejé. Los recogí, asegurándome de que no olvidaba ninguno, y me los guardé en el bolsillo. La papelera estaba casi vacía, lo que me facilitó la tarea. No servía de nada preguntarse por el revólver. Había demasiados sitios donde esconderlo. Podía haber estado en una silla o en el sofá, debajo de uno de los cojines. Podía haber estado en el suelo detrás de los libros: en cualquier sitio.
Salí y cerré la puerta. Me detuve a escuchar. Ruidos procedentes de la cocina.
Me dirigí hacia allí. Eileen se había puesto un delantal azul y, como la tetera empezaba a silbar, bajó la llama y me lanzó una mirada breve e impersonal.
—¿Cómo le gusta el té, señor Marlowe?
—Tal como sale de la tetera.
Me recosté en la pared y saqué un cigarrillo sólo para tener algo que hacer con los dedos. Lo pellizqué y lo aplasté y lo partí en dos y tiré la mitad al suelo. Los ojos de Eileen lo siguieron mientras caía. Me incliné para recogerlo. Luego hice una bola con las dos mitades.
La señora Wade añadió agua al té.
—Yo siempre le pongo crema y azúcar —dijo por encima del hombro—. Extraño, cuando pienso que el café lo tomo solo. Me acostumbré al té en, Inglaterra. Utilizaban sacarina en lugar de azúcar. Durante la guerra tampoco tenían crema, claro está.
—¿Vivió en Inglaterra?
—Trabajé allí. El tiempo que duraron los bombardeos alemanes. Conocí a un hombre…, pero ya se lo he contado.
—¿Y a Roger, dónde lo conoció?
—En Nueva York.
—¿Se casaron allí?
Se volvió, con el ceño fruncido.
—No; no nos casamos en Nueva York, ¿por qué?
—Sólo para llenar el tiempo mientras termina de hacerse el té.
Eileen Wade contempló el lago por la ventana situada encima del fregadero. Luego se apoyó contra el borde del escurreplatos y sus dedos juguetearon con un paño doblado de cocina.
—Hay que pararlo —dijo—. Y no sé cómo. Quizá internarlo en una institución. Pero no acabo de verme haciendo una cosa así. Tendría que firmar algo, ¿no es cierto?
Se volvió al preguntarlo.
—Podría hacerlo él mismo —dije—. Es decir, podría haberlo hecho antes de ahora.
Sonó el timbre del mecanismo de la tetera. Eileen se volvió hacia el fregadero y pasó el té de un recipiente a otro. Luego colocó el que acababa de llenar en la bandeja en la que ya estaban las tazas. Me acerqué, recogí la bandeja y la llevé a la mesa situada entre los dos sofás de la sala de estar. La señora Wade se sentó frente a mí y sirvió dos tazas. Recogí la mía y me la coloqué delante mientras se enfriaba. Vi cómo ella añadía dos terrones de azúcar y crema a la suya. Después probó el té.
—¿Qué ha querido decir con esa última observación? —me preguntó de repente—. Que podría haberlo hecho antes de ahora…, internarse él mismo en alguna institución, se refería a eso, ¿no es cierto?
—Supongo que ha sido un palo de ciego. ¿Escondió el revólver del que le hablé? Ya sabe, la mañana después de que Roger montara aquel número en el piso de arriba.
—¿Esconderlo? —repitió, frunciendo el ceño—. No. Nunca hago cosas así. No creo que sirva para nada. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Y hoy ha olvidado las llaves de casa?
—Ya se lo he dicho.
—Pero no la llave del garaje. De ordinario en casas como ésta las llaves están unificadas.
—No necesito llave para el garaje —dijo con voz cortante—. Se abre automáticamente. Hay un interruptor dentro de la casa, junto a la puerta principal, que tocamos al salir. Luego otro interruptor junto al garaje controla esa puerta. A menudo dejamos el garaje abierto. O sale Candy y lo cierra.
—Entiendo.
—Está haciendo algunas observaciones bastante extrañas —dijo con acritud en la voz—. También las hizo el otro día.
—He tenido algunas experiencias bastante extrañas en esta casa. Armas que se disparan por la noche, borrachos tumbados en el jardín y médicos que aparecen y no quieren hacer nada. Mujeres encantadoras que me rodean con sus brazos y me hablan como si creyeran que soy otra persona, criados hispanos que arrojan navajas. Es una lástima lo del revólver. Pero en realidad no quiere a su marido, ¿no es cierto? Me parece que también eso lo he dicho ya.
—¿Ha…, ha pasado algo ahí dentro? —preguntó muy despacio, antes de mirar hacia el estudio.
Apenas tuve tiempo de asentir con la cabeza antes de que echara a correr. Llegó a la puerta en un abrir y cerrar de ojos. La abrió con violencia y entró. Si esperaba un grito desgarrador, no se cumplieron mis previsiones. No oí nada. Me sentí muy mal. No debería haberla dejado entrar y debería haber utilizado en cambio el sistema habitual de las malas noticias, prepárese, haga el favor de sentarse, mucho me temo que ha pasado algo grave. Etc., etc., etc. Y cuando llegas al final no le has evitado nada a nadie. Con bastante frecuencia no has hecho más que empeorarlo.
Me levanté y la seguí al interior del estudio. Se había arrodillado junto al sofá, tenía la cabeza de Roger apoyada contra el pecho y se estaba manchando con su sangre. No emitía sonido alguno, los ojos cerrados. Se mecía hacia atrás y hacia delante sobre las rodillas lo más que podía, sujetando con fuerza la cabeza de su marido.
Volví a salir y encontré un teléfono y una guía. Llamé a la comisaría de policía que me pareció más cercana. No importaba, transmitirían la información por radio en cualquier caso. Luego fui a la cocina, abrí el agua e hice pasar las tiras de papel amarillo que llevaba en el bolsillo por el triturador eléctrico de residuos. También tiré los posos del té que estaban en la otra tetera. En cuestión de segundos todo había desaparecido. Cerré el grifo del agua y apagué el motor. Volví a la sala de estar, abrí la puerta principal y salí fuera.
Debía de haber un agente patrullando por los alrededores, ya que no tardó más de seis minutos en hacer acto de presencia. Cuando lo conduje hasta el estudio Eileen seguía arrodillada junto al sofá. El policía se le acercó de inmediato.
—Lo siento, señora. Comprendo sus sentimientos, pero no debería tocar nada.
Eileen volvió la cabeza, luego se levantó con dificultad.
—Es mi marido. Han disparado contra él.
El agente se quitó la gorra y la dejó sobre el escritorio. Echó mano del teléfono.
—Se llama Roger Wade —dijo con voz aguda y quebradiza—. Es el famoso novelista.
—Sé quién es, señora —dijo el policía antes de marcar un número. Eileen se miró la pechera de la blusa.
—¿Puedo subir y cambiarme?
—Claro. —Hizo un gesto de asentimiento y habló por el teléfono; luego colgó y se volvió—. Dice usted que han disparado contra él. ¿Otra persona?
—Creo que este hombre lo ha asesinado —afirmó sin mirarme y antes de salir muy deprisa del estudio.
El agente me miró. Sacó un bloc y escribió algo en él.
—Será mejor que me diga cómo se llama —dijo con tranquilidad—, y su dirección. ¿Es usted la persona que telefoneó a comisaría?
—Sí.
Le di mi nombre y dirección.
—Tómeselo con calma hasta que llegue el teniente Ohls.
—¿Bernie Ohls?
—Sí. ¿Lo conoce?
—Claro. Desde hace mucho tiempo. Trabajaba para el fiscal del distrito.
—No últimamente —dijo el agente—. Ahora es subdirector de Homicidios y trabaja para el sheriff de Los Ángeles. ¿Amigo de la familia, señor Marlowe?
—No parece que la señora Wade me considere así.
Se encogió de hombros y sonrió a medias.
—Tómeselo con calma, señor Marlowe. ¿No lleva armas, verdad?
—Hoy no.
—Será mejor que me asegure. —Así lo hizo. Luego miró en dirección al sofá—. En momentos así no se puede esperar que la esposa diga cosas muy sensatas. Más valdrá que esperemos fuera.