35

Estuve allí tumbado durante media hora tratando de decidir qué hacer. Parte de mí quería dejar que Roger Wade se emborrachara a conciencia para ver si sacábamos algo en limpio. No me parecía que en su estudio y en su casa pudiera sucederle nada demasiado grave. Podía volver a caerse, pero tendría que pasar algo más de tiempo. Era un bebedor con resistencia. Y, de todos modos, un borracho nunca se hace demasiado daño. También podía volver a su exacerbado sentimiento de culpabilidad. Lo más probable, esta vez, sería que se limitara a quedarse dormido.

Otra parte de mí quería marcharse para no regresar nunca, pero ésa era la parte de la que nunca hago caso. Porque de lo contrario me habría quedado en el pueblo donde nací, habría trabajado en la ferretería, me habría casado con la hija del dueño, habría tenido cinco hijos, les habría leído las historietas del suplemento dominical del periódico, les habría dado capones cuando sacaran los pies del tiesto y me habría peleado con mi mujer sobre el dinero que se les debía dar para sus gastos y sobre qué programas podían oír y ver en la radio y en la televisión. Quizás, incluso, habría llegado a rico, rico de pueblo, con una casa de ocho habitaciones, dos coches en el garaje, pollo todos los domingos, el Reader’s Digest en la mesa del cuarto de estar, la mujer con una permanente de hierro colado y yo con un cerebro como un saco de cemento de Portland. Se lo regalo, amigo. Me quedo con la ciudad, grande, sórdida, sucia y deshonesta.

Me levanté y volví al estudio. Wade seguía sentado, con la mirada perdida, la botella de whisky con menos de la mitad, una expresión ceñuda que ya no era de preocupación y un brillo muerto en los ojos. Me miró como un caballo que mirase por encima de una valla.

—¿Qué quiere?

—Nada. ¿Se encuentra bien?

—No me moleste. Tengo un enanito sobre el hombro que me está contando historias.

Cogí otro sándwich del carrito del té y otra copa de cerveza. Mordisqueé el sándwich y me bebí la cerveza apoyado en el escritorio.

—¿Sabe una cosa? —me preguntó de repente; y su voz, también de repente, me pareció mucho más clara—. Tuve una vez un secretario. Solía dictarle. Lo despedí. Me molestaba tenerlo ahí sentado, esperando a que yo creara. Una equivocación. Debería haberlo conservado. Se habría corrido la voz de que era homosexual. Los chicos listos que escriben críticas de libros porque no saben escribir otra cosa, se habrían enterado y habrían empezado a hacerme propaganda. Tienen que cuidar de los suyos, dese cuenta. Son todos invertidos, todos y cada uno. Los invertidos son los árbitros artísticos de nuestra época, amigo. El pervertido es el que manda.

—¿Es eso cierto? Los ha habido siempre, ¿no es verdad?

No me miraba. Sólo hablaba. Pero oyó lo que dije.

—Claro, miles de años. Y sobre todo en las épocas de mayor esplendor artístico. Atenas, Roma, el renacimiento, la época isabelina, el movimiento romántico en Francia…, montones de ellos. Invertidos por todas partes. ¿Ha leído La rama dorada? No; un libro demasiado largo para usted. Hay una versión abreviada de todos modos. Debería leerlo. Demuestra que las costumbres sexuales son pura convención…, como llevar corbata negra con el esmoquin. Yo escribo sobre sexo, pero con florituras y convencional.

Alzó los ojos para mirarme y adoptó un aire despectivo.

—¿Sabe una cosa? Soy un mentiroso. Mis héroes miden más de dos metros y mis heroínas tienen callos en el trasero de estar tumbadas en la cama con las rodillas en alto. Encajes y volantes, espadas y diligencias, refinamiento y ocio, duelos y muertes gallardas. Todo mentira. Usaban perfumes en lugar de jabón, los dientes se les pudrían por falta de limpieza, las uñas de los dedos les olían a salsa rancia. La nobleza de Francia orinaba contra las paredes en los corredores de mármol de Versalles y cuando finalmente conseguías que la encantadora marquesa se despojara de varios juegos de ropa interior lo primero que notabas era que necesitaba un baño. Debería contarlo así.

—¿Por qué no lo hace?

Rió entre dientes.

—Claro; y vivir en un piso de cinco habitaciones en Compton…, si es que tenía tanta suerte. —Extendió la mano y le dio unas palmaditas a la botella de whisky—. Estás muy sola, amiguita. Necesitas compañía.

Se puso en pie y salió del estudio sin hacer demasiadas eses. Esperé, sin pensar en nada. Una lancha motora se acercó ruidosamente por el lago. Cuando fue posible verla comprobé que llevaba buena parte de la proa fuera del agua y que remolcaba una tabla de surf y encima un fornido muchacho tostado por el sol. Me acerqué a la puerta ventana y vi cómo hacía un giro muy cerrado. Demasiado rápido, la lancha casi volcó. El chico de la tabla bailó sobre un pie tratando de mantener el equilibrio, pero finalmente salió disparado y cayó al agua. La lancha acabó deteniéndose y el accidentado se dirigió hacia ella nadando sin prisa, después siguió la cuerda de remolque y acabó tumbándose sobre la tabla de surf.

Wade regresó con otra botella de whisky. La lancha motora ganó velocidad y acabó perdiéndose en la distancia. El dueño de la casa puso la nueva botella junto a la primera y procedió a sentarse, meditabundo.

—Caramba, ¿no irá a beberse todo eso?

Me miró, estrábico.

—Lárguese, tío listo. Vuélvase a casa y friegue el suelo de la cocina o algo parecido. Me está quitando la luz.

La voz era otra vez pastosa. Se había tomado un par de tragos en la cocina, como de costumbre.

—Si me necesita, grite.

—No podría caer tan bajo como para necesitarle.

—De acuerdo, gracias. Me quedaré por aquí hasta que vuelva la señora Wade. ¿Ha oído hablar alguna vez de un tal Paul Marston?

Levantó despacio la cabeza. Consiguió enfocar la mirada, aunque con dificultad. Vi cómo luchaba por controlarse. Ganó la pelea…, por el momento. Su rostro perdió toda expresión.

—Nunca —dijo cuidadosamente, hablando muy despacio—. ¿Quién es?

La siguiente vez que eché una ojeada estaba dormido, la boca abierta, el cabello humedecido por el sudor y apestaba a whisky. Los labios dejaban los dientes al descubierto, en una mueca involuntaria; la superficie blanquecina de la lengua parecía seca.

Una de las botellas estaba vacía. El vaso que descansaba sobre la mesa tenía unos centímetros de whisky y a la otra botella le faltaba la cuarta parte. Coloqué la vacía en el carrito del té, que saqué de la habitación; regresé para cerrar las puertas ventana y oscurecer el estudio moviendo las láminas de las venecianas. La lancha motora podía volver y despertarlo. Cerré la puerta del cuarto.

Llevé el carrito del té hasta la cocina, que era azul y blanca, espaciosa y aireada y estaba vacía. Todavía tenía hambre. Me comí otro sándwich y bebí lo que quedaba de la cerveza; luego me serví una taza de café y me la bebí. La cerveza había perdido la fuerza pero el café aún estaba caliente. Luego regresé al patio. Pasó mucho tiempo hasta que la lancha motora regresó por el lago a toda velocidad. Eran casi las cuatro cuando advertí cómo su distante rugido iba creciendo hasta convertirse en ruido ensordecedor. Debería de haber una ley. Probablemente existía, pero al tipo de la lancha motora le tenía sin cuidado. Disfrutaba molestando al prójimo, como otras personas que había conocido últimamente. Descendí hasta el borde del lago.

Esta vez lo consiguieron. El piloto redujo adecuadamente la velocidad al tomar la curva y el chico moreno sobre la tabla de surf se inclinó mucho para compensar el tirón centrífugo. La tabla llegó a estar casi fuera del agua, pero un borde siguió dentro y después la lancha enderezó el rumbo y la tabla aún conservaba a su tripulante. Luego regresaron por donde habían venido y eso fue todo. Las olas provocadas por la embarcación se precipitaron contra la orilla del lago, a mis pies. Golpearon con fuerza los pilares del pequeño embarcadero e hicieron columpiarse al bote que estaba atado. Aún seguían balanceándolo cuando regresé a la casa.

Al llegar al patio oí sonar un carillón que parecía proceder de la cocina. Al oírlo por segunda vez, decidí que sólo la puerta principal debía de tener un carillón. Me llegué hasta ella y la abrí.

Eileen Wade estaba allí, vuelta de espaldas a la casa. Mientras se volvía, dijo:

—Lo siento, olvidé la llave. —Entonces me vio—. Ah. Creía que era Roger o Candy.

—Candy no está. Hoy es jueves.

Entró y cerró la puerta. Dejó el bolso sobre la mesa entre dos sofás. Parecía tranquila y también distante. Se quitó unos guantes blancos de piel de cerdo.

—¿Sucede algo?

—Bueno; está bebiendo un poco. Nada grave. Se ha quedado dormido en el sofá del estudio.

—¿Le llamó él?

—Sí, pero no para eso. Me invitó a almorzar. Mucho me temo que no ha comido nada.

—Ah. —Se sentó despacio en un sofá—. ¿Sabe? Había olvidado por completo que era jueves. También la cocinera ha salido. Tonta de mí.

—Candy nos trajo el almuerzo antes de irse. Ahora sí que me marcho. Espero que mi coche no haya sido un estorbo.

La señora Wade sonrió.

—No. Había sitio de sobra. ¿No querrá un poco de té? Voy a prepararlo para mí.

—De acuerdo.

No sé por qué lo dije. No quería té. Sólo lo dije.

Eileen se quitó la chaqueta. No llevaba sombrero.

—Voy a echar una ojeada para ver si Roger está bien.

La vi cruzar hasta la puerta del estudio y abrirla. Se quedó allí un momento, volvió a cerrar la puerta y regresó.

—Todavía está dormido. Profundamente. Subo un momento al piso de arriba. Vuelvo enseguida.

La vi recoger la chaqueta, los guantes y el bolso, subir las escaleras y entrar en su cuarto. La puerta se cerró. Me dirigí hacia el estudio con la idea de retirar la botella de whisky, casi llena todavía. Si estaba dormido, no iba a necesitarla.