Volví a casa, me duché, me afeité, me cambié de ropa y empecé a sentirme otra vez limpio. Me preparé algo de desayunar, me lo comí, fregué los cacharros, barrí la cocina y la entrada de servicio, llené la pipa y llamé a la centralita que recogía mis llamadas telefónicas. Ni una sola. ¿Para qué ir al despacho? Sólo encontraría otro cadáver de mariposa nocturna y otra capa de polvo. Y en la caja fuerte, mi retrato de Madison. Podía ir y jugar con él y con los cinco billetes de cien completamente nuevos que todavía olían a café. Podía, pero no quería. Algo dentro de mí se había agriado. Aquel dinero no era mío en realidad. ¿Qué se pagaba con él? ¿Cuánta lealtad puede usar un muerto? Tonterías. Estaba viendo la vida a través de los vapores de una resaca.
Fue una de esas mañanas que parecen prolongarse eternamente. Estaba desinflado, cansado y aburrido y los minutos parecían caer en el vacío, con un suave zumbido, como cohetes gastados. Los pájaros gorjeaban en los arbustos de los alrededores de la casa y los coches iban y venían interminablemente por Laurel Canyon. De ordinario ni siquiera los oía. Pero estaba ensimismado e irritable y molesto y susceptible en exceso. Decidí matar la resaca.
De ordinario no bebo por la mañana. El clima del sur de California es demasiado suave para eso. No se metaboliza el alcohol con suficiente rapidez. Pero me preparé un cóctel muy frío, de los que requieren abundancia de líquido, me senté en una poltrona con la camisa abierta, ojeé una revista y leí una historia disparatada de un individuo que tenía dos vidas y dos psiquiatras, uno de ellos un ser humano y el otro alguna especie de insecto en una colmena. El protagonista iba y venía de la consulta del uno a la del otro, y toda la historia era perfectamente absurda, pero divertida de una manera poco convencional. Yo controlaba lo que bebía con mucho cuidado, un sorbo cada vez, vigilándome.
Más o menos a mediodía sonó el teléfono y la voz dijo:
—Linda Loring al habla. He llamado a su despacho y su servicio telefónico me ha dicho que probara ahí. Me gustaría verlo.
—¿Por qué?
—Preferiría explicárselo en persona. Va usted a su despacho de cuando en cuando, imagino.
—Claro. De cuando en cuando. ¿Algún provecho económico?
—No lo había enfocado desde ese ángulo. Pero no tengo ninguna objeción si quiere que se le pague. Podríamos quedar en su despacho dentro de una hora.
—Chachi.
—¿Qué demonios le pasa? —preguntó con tono cortante.
—Resaca. Pero no estoy paralizado. Llegaré a tiempo. A no ser que prefiera venir aquí.
—Su despacho me parece más conveniente.
—Vivo en un sitio tranquilo y agradable. Calle sin salida, ningún vecino cerca.
—Las connotaciones no me atraen…, si es que le entiendo.
—Nadie me entiende, señora Loring. Soy enigmático. De acuerdo. Me arrastraré hasta ese agujero.
—Muchísimas gracias.
A continuación colgó.
Tardé algo más de lo habitual porque me detuve en el camino para comprar un sándwich. Aireé el despacho, conecté el timbre y cuando asomé la cabeza por la puerta de comunicación Linda Loring ya estaba allí, en el mismo asiento que había ocupado Mendy Menéndez; probablemente también ojeaba la misma revista. Vestía un traje de gabardina color cigarro habano y estaba muy elegante. Dejó la revista, me miró con gesto serio y dijo:
—Su helecho necesita agua. Me parece que también necesita un cambio de maceta. Demasiadas raíces al aire.
Sostuve la puerta abierta para que pasara. Al diablo con el helecho. Cuando hubo entrado y dejé que se cerrase la puerta, le ofrecí la butaca del cliente, mientras ella echaba el típico vistazo a las instalaciones. Yo fui a sentarme en mi lado del escritorio.
—Su despacho no es exactamente lujoso —dijo—. ¿Ni siquiera tiene una secretaria?
—Una vida muy sórdida, pero estoy acostumbrado.
—Tampoco parece que su ocupación sea muy lucrativa —dijo.
—Según como se mire. Depende. ¿Quiere ver un retrato de Madison?
—¿Un qué?
—Un billete de cinco mil. Anticipo. Lo tengo en la caja fuerte.
Me levanté, hice girar el mando, abrí la puerta, luego el cajón interior, saqué un sobre y se lo coloqué delante. Linda Loring lo miró con algo parecido al asombro.
—No se deje engañar por el despacho —dije—. En cierta ocasión trabajé para un tipo que valía por lo menos veinte millones. Incluso su padre de usted lo saludaría. Tenía un despacho que no era mejor que el mío, pero, debido a la sordera, insonorizó el techo. Y el suelo linóleo marrón, sin alfombras.
Linda Loring cogió el retrato de Madison, lo estiró entre los dedos y le dio la vuelta. Luego lo dejó otra vez sobre la mesa.
—Se lo dio Terry, ¿no es eso?
—Caramba, lo sabe todo, señora Loring.
Empujó el billete, alejándolo y frunciendo el ceño.
—Tenía uno. Lo llevaba siempre encima desde que Sylvia y él se casaron la segunda vez. Lo llamaba su dinero loco. No lo encontraron en su cadáver.
—Podría haber otras razones.
—Lo sé. Pero ¿cuántas personas llevan encima un billete de cinco mil? ¿Cuántas que puedan permitirse darle a usted tanto dinero lo harían de esa manera?
No merecía la pena responder. Me limité a asentir con la cabeza. Linda Loring siguió hablando con tono brusco:
—¿Y qué se supone que tenía que hacer a cambio, señor Marlowe? Si es que me lo va a contar. En aquel último viaje hasta Tijuana tuvieron muchísimo tiempo para hablar. La otra noche dejó bien claro que no daba crédito a su confesión. ¿Le dio una lista de los amantes de su mujer para que encontrara al asesino entre ellos?
Tampoco respondí, aunque por razones distintas.
—¿Acaso aparecía por casualidad en esa lista el nombre de Roger Wade? —preguntó con aspereza—. Si Terry no mató a su mujer, el asesino tendría que ser algún hombre violento e irresponsable, un loco y un borracho peligroso. Sólo un hombre así podría, por utilizar su repulsiva frase, convertir su rostro en una masa sanguinolenta. ¿Es ésa la razón de que se haya convertido en una persona tan útil para los Wade? ¿Un alma caritativa que aparece para cuidar a Roger cuando está borracho, para encontrarlo cuando se pierde, para llevarlo a casa cuando no se vale por sí mismo?
—Déjeme que le aclare las ideas en un par de puntos, señora Loring. Terry puede haberme dado o no ese estupendo trozo de papel impreso. Pero no me dio ninguna lista ni tampoco mencionó nombres. No me pidió que hiciera nada por él a excepción de lo que usted parece estar segura de que hice, que fue llevarlo en coche a Tijuana. Mi asociación con los Wade ha sido obra de un editor de Nueva York que quiere a toda costa que Roger Wade termine su libro, lo que exige que esté relativamente sereno, lo que a su vez implica descubrir si existe algún problema especial que lo empuja a emborracharse. Si existe y es posible averiguarlo, el paso siguiente sería esforzarse por hacerlo desaparecer. Digo esforzarse, porque lo más probable es que no sea posible. Pero al menos se podría intentar.
—Yo podría explicarle con una sola frase por qué se emborracha —dijo Linda Loring desdeñosamente—. Esa preciosidad rubia y anémica con la que se casó.
—No sabría decirlo —respondí—. Yo no la llamaría anémica precisamente.
—¿De verdad? Qué interesante.
Le brillaron los ojos.
Recogí el retrato de Madison.
—No le dé demasiadas vueltas, señora Loring. No me acuesto con esa dama. Siento desilusionarla.
Fui a la caja fuerte y guardé el dinero en el compartimento que tenía llave. Cerré la puerta e hice girar el mando exterior.
—Pensándolo mejor —dijo Linda Loring a mi espalda—, dudo mucho que nadie se acueste con ella.
Esta vez me senté en una esquina de la mesa.
—Está diciendo maldades, señora Loring. ¿Por qué? ¿Siente debilidad por nuestro alcohólico amigo?
—Detesto comentarios como ése —dijo con tono cortante—. Los aborrezco. Supongo que la estúpida escena que hizo mi marido le da derecho a insultarme. No; no siento debilidad por Roger Wade. Nunca la he sentido; ni siquiera cuando era una persona sobria que sabía comportarse. Todavía menos ahora que es lo que es.
Me dejé caer en el sillón, eché mano a las cerillas y me la quedé mirando. Ella consultó su reloj.
—A ustedes, las personas con mucho dinero, hay que echarles de comer aparte —dije—. Piensan que todo lo que les apetece decir, por muy desagradable que sea, es perfectamente correcto. Hace usted comentarios despectivos sobre Wade y su mujer a una persona a la que apenas conoce, pero si yo le devuelvo algo de cambio, lo que yo digo es un insulto. Muy bien, vamos a poner las cartas sobre la mesa. Todo borracho acaba a la larga con una mujer de vida alegre. Wade es un borracho, pero usted no es una de esas mujeres. Se trata tan sólo de una sugerencia sin fundamento que su noble esposo deja caer para animar una fiesta de sociedad. No lo dice en serio, sólo quiere que todo el mundo se ría un poco. De manera que a usted la descartamos y buscamos a esa mujer en otro sitio. ¿A qué distancia tenemos que mirar, señora Loring, para encontrar una que tenga que ver con usted lo bastante para hacerla venir aquí y a intercambiar comentarios despectivos conmigo? Se tiene que tratar de alguien más bien especial, ¿no es cierto? De lo contrario, ¿qué interés tendría para usted?
No hizo ningún comentario, tan sólo me miraba. Pasó medio minuto largo. Las comisuras de su boca habían perdido el color y las manos apretaban con fuerza el bolso de gabardina, a juego con el traje.
—No se puede decir que haya perdido el tiempo, ¿verdad que no? —dijo por fin—. ¡Qué conveniente que ese editor pensara en recurrir a usted! ¡De manera que Terry no mencionó nombres! Ni uno solo. Pero daba lo mismo, ¿no es cierto, señor Marlowe? Su instinto no falla. ¿Le puedo preguntar qué se propone hacer a continuación?
—Nada.
—¡Vaya, qué manera de desperdiciar tanto talento! ¿Cómo compaginarlo con sus obligaciones ligadas al retrato de Madison? Sin duda habrá algo que pueda hacer.
—Déjeme decirle confidencialmente —respondí— que peca de ingenuidad. Está claro que Wade conocía a su hermana. Gracias por decírmelo, aunque haya sido de manera indirecta. ¿Y qué? Tan sólo uno entre una colección bastante amplia, con toda probabilidad. Vamos a dejarlo ahí. Y volvamos al motivo por el que deseaba usted verme. Parece que lo hemos perdido de vista en medio de la confusión, ¿no cree?
Linda Loring se puso en pie. Consultó una vez más su reloj.
—Tengo un coche esperando. ¿Puedo convencerlo para que me acompañe a casa y tomemos juntos una taza de té?
—Siga —dije—. Cuéntemelo todo.
—¿Tan sospechosa le resulto? Tengo un invitado al que le gustaría conocerle.
—¿El viejo?
—Yo no lo llamo así —dijo sin alterarse.
Me levanté y me incliné por encima de la mesa.
—A veces, cariño, es usted terriblemente atractiva. De verdad. ¿Algún inconveniente en que lleve un arma?
—No irá a decirme que tiene miedo de un viejo.
Torció un poco la boca.
—¿Por qué no? Apuesto a que usted se lo tiene…, y mucho.
Suspiró.
—Sí, me temo que sí. Desde siempre. A veces resulta bastante aterrador.
—Quizá sea mejor que lleve dos —dije, para desear, acto seguido, no haberlo dicho.